Por Gin Phillips*
16:55
Durante un buen rato, Joan ha conseguido mantener el equilibrio sobre los talones de sus pies descalzos, acuclillada, la falda rozando el suelo. Pero los muslos empiezan a claudicar y finalmente apoya una mano en la arena y se deja caer.
Se le clava algo en la cadera. Palpa el suelo y descubre una pequeña lanza de plástico que no debe de medir más de un dedo, pero no se sorprende. Está acostumbrada a encontrar armas diminutas en los lugares más inesperados.
—¿Has perdido una lanza? —pregunta—. ¿O es un cetro?
Lincoln no responde, aunque coge la pieza de plástico que ella sostiene sobre la palma de la mano. Al parecer, estaba esperando que el regazo estuviera disponible: se incorpora, se instala confortablemente sobre las piernas, sin un solo grano de arena encima. Se nota que es escrupuloso; no le gusta siquiera pintar con los dedos.
—¿Quieres una nariz, mamá? —pregunta.
—Ya tengo una —responde ella.
—¿Pero te gustaría tener otra más?
—¿Y a quién no?
Sus rizos oscuros necesitan de nuevo un buen corte y Lincoln se los retira de la frente. Las hojas descienden flotando a su alrededor. El tejado de madera, apuntalado sobre troncos redondos e irregulares, los protege por completo, pero, más allá, la gravilla luce un estampado de luz y sombras que el viento que sopla entre los árboles hace oscilar.
—¿Y de dónde piensas sacar esas narices de más? —pregunta ella.
—De la tienda de narices.
Ella se ríe y apoya las manos en el suelo, sucumbe a la sensación de la arena que se pega a ellas. Sacude los granos que han quedado adheridos bajo las uñas. La Cantera de los Dinosaurios siempre está húmeda y fría, no la toca nunca el sol, pero, a pesar de que la arena se le pega en la falda y las hojas en el jersey, es tal vez la parte que más le gusta del zoo: queda apartada de los caminos principales, lejos de la noria, del zoo infantil y de los gallineros; está detrás de una zona de espesa vegetación marcada con un cartel que reza tan solo «BOSQUE». Aquí hay poca cosa más que árboles, rocas y algunos animales dispuestos a lo largo de los estrechos senderos de gravilla.
Hay un buitre que, por alguna razón, comparte jaula con una furgoneta oxidada. Una lechuza que mira airada un juguete de plástico que le han colgado enfrente. Pavos reales que siempre están sentados, inmóviles, y la verdad es que no está segura de que tengan patas. Se imagina la broma cruel de algún cazador, un collar empapado en sudor decorado con patas de pavo.
Le gusta la rareza caótica de aquel bosque, un tibio intento de parecer una atracción de verdad. Entre los árboles emerge una tirolina colgada, aunque nunca ha visto a nadie lanzándose por ella. Recuerda que hace un par de años había figuras de dinosaurios con movimiento y que en su día hubo también un «sendero encantado». Hay indicios de vidas más remotas: rocas enormes que supone que son reales pero que seguramente no lo sean, además de vallas construidas con troncos de madera y la cabaña de un colono. Nada tiene una razón de ser evidente. Hay estanques vacíos con fondo de cemento que debieron de ser abrevaderos para mamíferos de gran tamaño. De vez en cuando se observa algún que otro esfuerzo de convertir el entorno en un sendero natural, carteles colocados al azar que hacen que el paseo resulte más aventurado que seguro; un árbol identificado mediante un rótulo como «SASAFRÁS» rodeado por otros veinte sin nombre.
—Oye —empieza a decir Lincoln, que posa la mano en la rodilla de Joan—. ¿Sabes lo que le iría muy bien a Odín?
Lo sabe, la verdad es que últimamente sabe mucho sobre dioses nórdicos.
—¿Una tienda de ojos? —sugiere.
—Pues sí. Porque así ya no tendría que llevar ese parche.
—Aunque también puede ser que le guste llevar ese parche.
—Puede —reconoce Lincoln.
La arena está repleta de héroes y villanos de plástico: Thor y Loki, Capitán América, Linterna Verde y Iron Man. Últimamente han vuelto los superhéroes. Enterrados en el arenero hay esqueletos de mentira, las vértebras de algún animal extinto emergen en la arena detrás de ellos, y en un rincón hay un cubo con pinceles viejos para limpiarlos. En la anterior vida de Lincoln, cuando tenía tres años, solían venir aquí a desenterrar huesos de dinosaurio. Pero ahora, dos meses después de su cuarto cumpleaños, lleva varias reencarnaciones desde su pasado como arqueólogo.
La Cantera de los Dinosaurios es ahora la Isla del Silencio, el lugar donde está encarcelado Loki, el embustero hermano de Thor, y —siempre y cuando no surjan preguntas sobre narices de más— el ambiente vibra con los sonidos de una batalla épica durante la cual Thor intenta que Loki confiese que ha creado un demonio de fuego.
Lincoln se inclina hacia delante y el relato continúa.
—El malvado villano se rio a carcajadas —explica Lincoln—. ¡Pero entonces Thor tuvo una idea!
Las llama «sus historias» y pueden prolongarse durante horas si ella le deja. Prefiere aquellas en las que Lincoln se inventa los personajes. Ha creado un villano llamado Hombre Caballo, que transforma a las personas en caballos. Su archienemigo es Caballo Von, que vuelve a transformar los caballos en personas. Un círculo vicioso.
Joan es consciente de los cambios de tono y las inflexiones de la voz de Lincoln cuando representa los distintos personajes. Pero se abandona placenteramente a sus pensamientos. Por las mañanas los caminos están llenos de paseantes y de madres con mallas, pero a última hora de la tarde se despejan de visitas. Lincoln y ella se acercan de vez en cuando por aquí a la salida del colegio —alternan entre el zoo, la biblioteca, los parques y el museo de ciencias— y lo guía hacia el bosque siempre que puede. No hay sonidos humanos, solo se escuchan los grillos, o algo que suena como los grillos, y el canto y el aleteo de los pájaros.
Y ahí sigue Lincoln, enfrascado en su diálogo; ha asimilado la forma de hablar del superhéroe y es capaz de regurgitarla y hacerla suya.
«¡Llevaba un arma secreta en el cinturón!».
«¡Su plan diabólico había fracasado!».
Vibra de emoción. Está todo él temblando, desde los talones hasta las manos regordetas cerradas en puños. Thor sube y baja por los aires y Lincoln brinca. Joan se pregunta si es porque le gusta la idea del triunfo del bien sobre el mal o si simplemente es consecuencia de la excitación de la batalla, y se plantea cuándo tendría que empezar a dejarle claro que existe un punto intermedio entre el bien y el mal donde se instala la mayoría de la gente, pero lo ve tan feliz que no le apetece complicar las cosas.
—¿Sabes lo que pasa entonces, mamá? —pregunta Lincoln—. ¿Después de que Thor le dé un puñetazo?
—¿Qué pasa?
Ha perfeccionado el arte de escuchar con la mitad de su persona mientras la otra mitad sigue elucubrando.
—Pues que Loki estaba controlando mentalmente a Thor. ¡Y el puñetazo le hace perder sus poderes!
—Vaya —dice ella—. ¿Y luego qué?
—¡Thor salva el pellejo!
Sigue hablando —«¡Ha llegado un nuevo villano, chicos!»— y ella encoge y estira los dedos de los pies. Piensa.
Piensa que aún tiene que solucionar lo del regalo de boda de su amigo Murray; está ese artista que hace cuadros de perros y le parece una buena idea, así que le enviará un e-mail para pasarle el pedido, aunque imagina que, para un artista, «pedido» debe de ser un término similar a un insulto. Recuerda que tendría que haber llamado a su tía abuela por la mañana y piensa que quizá tal vez… —está solucionando un problema tras otro, vive una explosión de eficiencia mental a la par que Loki queda enterrado en la arena—, quizá tal vez lo que hará será enviarle por correo a su tía abuela esa bolsa de papel tan graciosa en forma de monito que Lincoln ha hecho en el colegio. Está segura de que un trabajo manual es mejor que una llamada, aunque la decisión oculta cierto egoísmo, puesto que ella odia hablar por teléfono y, sí, es una forma de escaquearse —lo sabe—, pero se decanta igualmente por el mono. Piensa en el pastel de calabacín que prepara su tía abuela. Piensa en la bolsa de platanitos abierta que sigue en el armario de la cocina. Piensa en Bruce Boxleitner. En el primer curso del instituto había estado obsesionada con él cuando protagonizaba El espantapájaros y la señora King y, ahora que ha descubierto que la serie está disponible en internet, está volviéndola a ver, episodio tras episodio —se conserva bien para ser una serie de los ochenta, con sus espías de la Guerra Fría y sus peinados imposibles—, pero no consigue recordar si Lee y Amanda se besaban al final de la segunda temporada o de la tercera y le quedan todavía seis episodios que ver de la segunda, aunque siempre podría pasar directamente a la tercera.
Se oye el golpeteo de un pájaro carpintero y regresa al aquí y ahora. Se fija en que la verruga que tiene Lincoln en la mano es cada vez más grande. Parece una anémona. Las sombras siguen trazando bellos dibujos sobre la gravilla y Lincoln suelta su risa de villano, y se le ocurre que tardes como esta, los dos inmersos en el bosque, el peso de su hijo sobre las rodillas, tienen algo de eufórico.
Thor se estampa de nuevo contra su pie, la cabeza de plástico aterriza sobre el dedo gordo.


