Por Évelyne Pisier*
[su_dropcap style=”flat” size=”5″]P[/su_dropcap]ensarán que estoy loca, que soy una exaltada, la peor ambiciosa de la peor especie, una chica frágil. Me dirán: «No puedes hacerlo», «Jamás se ha visto», o con la voz teñida de preocupación: «¿Estás segura de lo que haces?». Claro que no, no lo estoy. ¿Cómo podría estarlo? Todo ha sido tan rápido… No he controlado nada; o más exactamente, no he querido controlar nada. Estaba Évelyne. Y eso bastaba.
16 de septiembre de 2016. Iba a ser una entrevista profesional, una simple entrevista, como tantas. Conocer a un autor al que quiero publicar, compartir la urgencia vehemente, extraordinaria, que su texto ha despertado en mí. Y también darle unas indicaciones precisas: insistir aquí, resumir allá, caracterizar, reestructurar, profundizar, depurar.
Hay editores contemplativos. Dedos largos y finos de selenita; espíritu apacible; jardín zen y rastrillo en miniatura. Yo pertenecía a la otra familia, a la de los editores que son mecánicos de coche, a quienes les gusta meter las manos en las entrañas de los motores, sacarlas manchadas de aceite y grasa, ir por la caja de herramientas y ver qué pasa. Pero esta vez no se trataba de un texto cualquiera, y mucho menos de un autor cualquiera.
En mi mesa atestada de documentos y bolígrafos tenía el manuscrito anotado. Por una vez, no eran ni el estilo ni la estructura los que habían llamado mi atención, sino la mujer a la que había entrevisto. Al cerrar la obra, una sensación extraña empezó a bullir dentro de mí, yendo del corazón a la cabeza y de la cabeza al corazón; una bola de fuego de contornos azulados. Seguramente era la intuición del encuentro que iba a producirse. Hice acopio de valor y la llamé.
—¿Diga? —respondió alguien conteniendo la respiración.
—Hola, ¿es la señora Pisier?
Su voz ronca era cálida, envolvente. A medida que iba hablándole, el miedo se diluía, se distendía como un tejido demasiado rígido; se convertía en adrenalina. Su relato me había emocionado. Parecía sorprendida, no acababa de creérselo.
—Ah, ¿sí? Ah, ¿sí?
Yo tenía la impresión de que sus dudas se iban materializando delante de mí, y extrañamente cada una de esas dudas reforzaba mi determinación. Aquella historia debía convertirse en un libro. Nos citamos para el viernes siguiente. Antes de colgar, noté que sonreía al otro lado del teléfono.
El aire se había cargado de una lluvia sorprendentemente fría para ser finales del verano: los muelles del Sena de colores pastel desleídos, Notre Dame envuelta en la niebla. No llevaba paraguas. Iba con sandalias. El manuscrito me pesaba en el bolso. Había llegado el momento. Respiré hondo y llamé.
Un hada diminuta: eso pensé al ver su silueta en el marco de la puerta. Tenía la delicadeza de un pájaro, enseguida me gustaron sus ojos, claros como el cielo de la Provenza, con las arrugas alrededor dibujando sonrisas. Me saludó y también me gustó cómo sonaba mi nombre en su boca, granulado por su voz grave de fumadora. Entré en el estudio, una planta baja que daba a un patio arbolado.
—¡Pero si está helada! ¿Quiere que le preste un jersey?
Dije que no, por vergüenza. Meses más tarde, sería yo quien le enviaría una estola, que no tuvo tiempo de estrenar.
Nos sentamos frente a frente. Delante de mí, un café muy caliente, salido de una máquina Nespresso. Había tenido que ayudarla: espere, aquí va la cápsula, ya está. Por lo general, lo hacía su marido.
—Cuando Olivier no está, no bebo nada, no como nada. No me importa. —Debí de parecer sorprendida porque añadió—: No sé hacer nada en la cocina. Mi madre siempre me lo prohibió. Pero eso usted ya lo sabe.
Y con la barbilla señaló el manuscrito que yo había dejado sobre la mesa.
Sonreí. Me tomé el café.
La lluvia repiqueteaba en el ventanal. Dentro se estaba bien, luces cálidas y colores suaves. Évelyne encendió un cigarrillo.
—¿No le molesta?
Pronto desaparecería el «usted». No, no me molestaba. No fumo, pero me gustan los fumadores. Ella rio. Sus manos empezaron a hojear el manuscrito anotado por mí.
—Hay que ver cuánto ha trabajado —dijo negando con la cabeza.
Observé las manchas marrones de sus dedos, la constelación discreta del tiempo. Llevaba su edad como un vestido ancho. No la incomodaba. Detrás de sus casi setenta y cinco años, todavía estaban el cabello rubio color arena, la piel de nieve soleada, la picardía, una impronta de eterna juventud.
Estuvimos tres horas hablando. De su manuscrito, de su madre, del lugar que ocupan las mujeres en la sociedad, del daño que nos hacen las religiones, de hombres, de sexo, de literatura. Algo ensombrecía de vez en cuando su sonrisa, su mirada se perdía y luego volvía a mí, y me parecía guapa. Por un acuerdo tácito, habíamos prescindido de preámbulos. Quizá las dos intuimos que nos faltaría tiempo, o a lo mejor solo fuera una forma misteriosa y bella de reconocimiento: un gusto compartido por las cosas esenciales, sin duda también la imposibilidad de actuar de otra manera. Ciertos encuentros nos preceden, colgados del hilo de nuestras vidas; están —no sé si atreverme a escribir esta palabra, porque ni ella ni yo creemos ya en Dios— inscritos en algún lugar. Había llegado nuestro momento, el momento de una transmisión cuyo recuerdo me conduciría siempre a la alegría, de una amistad tan breve como poderosa, una amistad total, que no tenía en cuenta en absoluto los cuarenta y siete años que nos separaban.
Évelyne quería contar la historia de su madre y, a través de ella, la suya. Una historia fascinante, que abarcaba sesenta años de vida política, combates, amor y dramas; que también era el retrato de una determinada Francia, la Francia de las colonias y las revoluciones, la de la liberación de las mujeres. Su texto todavía oscilaba entre el testimonio y el relato autobiográfico. Las dos estábamos de acuerdo: había que convertirlo en novela. No había que buscar la exactitud biográfica, sino la verdad novelesca de un destino. Permitirse cambiar los nombres, dejar que lo imaginario respirara, explorar los sentimientos profundos. Hacer una obra universal. Évelyne aplaudía. Juntas lo conseguiríamos.
Nos escribimos casi todos los días. Ella vivía en el sur, pero no estaba tan lejos. Cuando venía a París, nos reuníamos en su pisito, trabajábamos entre botellas y ceniceros, yo la escuchaba, sonreía con sus sonrisas, me indignaba con sus indignaciones, reía con ella; llegaba la hora de cenar y la conversación se prolongaba sin solución de continuidad en el restaurante, y más copas y más pitillos. Yo era feliz.
Todo se detuvo un jueves de febrero. Évelyne estaba en el hospital desde hacía varios días, su estado de salud era preocupante. Una prueba más para ella, que había superado tantas. «Tú eres muy fuerte» fueron las últimas palabras que le escribí. Y era cierto. Pero cuando vi el nombre de Olivier en la pantalla de mi teléfono, supe que la desgracia se había producido. Colgué hecha un mar de lágrimas.
A mi alrededor, en mi despacho de la Place d’Italie, la vida continuaba, y eso me parecía un escándalo de una brutalidad insensata. No quería ver a toda esa gente apresurada por las calles, esos coches que tocaban el claxon, esos correos electrónicos que invadían mi mensajería. Me vinieron a la memoria las palabras de un amigo escritor: «La muerte, esa zorra sin talento». Yo seguía estando mal. La cólera se derramaba en mi cabeza como una especie de ola roja. Volver atrás. Que no haya sucedido.
Lo demás no interesará a nadie: mi dolor, mis manos nerviosas, la amabilidad de mis colegas y de mi jefe, emocionado también, el vacío. Volví a casa, noqueada. No había nadie en el apartamento. Mi compañero estaba de viaje, mi madre vivía en provincias. Puse una cantata de Bach, como manda el tópico, los tópicos a veces consuelan, y encendí una vela. Por mi taza de té desfilaron todos los recuerdos, los que nos unían directamente a ella y a mí, el día en que nos conocimos, las conversaciones y cenas, pero también todos los demás, los que pertenecían a ella y que, por un acto tan perturbador como maravilloso, se habían convertido en míos: la historia de su familia y de su vida, que me había regalado al escoger convertirla en ficción.
La cantata se hundió en el silencio. Guardé el CD, apagué el equipo. Algo pesado y muy apacible acababa de depositarse en mí. Encendí el ordenador, abrí el archivo del manuscrito. Me puse a escribir.
Las últimas palabras de Évelyne, que Olivier me había confiado como un tesoro, me abrasaban: «Si me ocurre algo, prométeme que terminarás el libro con Caroline». Me lo había entregado todo antes de Navidad: la trama, la información que faltaba, las anécdotas, los episodios clave. Solo quedaba dar forma a ese material. Lo habríamos hecho juntas. Habría habido risas, vino blanco frío, preguntas que nunca acababan. ¿Hay que contar esta escena? ¿Crees que este detalle presenta algún interés? ¿Esto le interesará a la gente? Habría habido ternuras locas y locuras tiernas. Planeábamos una gran fiesta para el verano.
En la noche que empezaba a caer sobre París, vi sus ojos azules, su sonrisa y su mano tendida hacia mí. «Ahora te toca a ti», parecía decirme. Le guiñé el ojo. Yo era su editora. Su amiga de veintiocho años. Ella era lo más perturbador que me había pasado. Lo he prometido.
Terminaré el libro.
Se reía como solo ríen los niños cuando el sol se mezcla con el olor a azúcar y a fiesta. En la cocina se apilaban las cazuelas, las sartenes y los woks de todos los tamaños, y sola frente a ese ejército doméstico, esperando a que volviera su niñera, Lucie bailaba en sueños. Un domingo en Saigón. La vida aún parecía dulcísima. Desde el amanecer, el piso se llenaba de flores. Un viento cálido entraba por las ventanas protegidas con rejas y traía novedades. Por fin había llegado el día, el día que llevaban meses prometiéndole y que lo cambiaría todo: se bañaría sola, elegiría la ropa del armario, aprendería a leer y escribir. Ahora era «mayor», y esa palabra contenía unas promesas de contornos mágicos. A su alrededor, el círculo de la infancia se ampliaba. Estaba preparada. Cuando aquella misma mañana el cura había dicho: «Mi paz os dejo, mi paz os doy; en el amor de Cristo, démonos una señal de paz», ella se había adelantado a sus padres y les había tendido la mano derecha; los besos en la misa ya no eran propios de su edad. «La paz de Cristo», había susurrado. Eso hacían los adultos. Bastaba con imitarlos.
La puerta de la cocina chirrió y apareció Tibaï. A Lucie le encantaba su piel sin arrugas, sus cansados ojos almendrados, su boca más fina que una raya trazada a lápiz. La sirvienta se secó los pies para quitarles el polvo del patio y dejó sobre la mesa un plato tapado con un trapo.
—¿Es mi regalo?
La niñera asintió con la cabeza. Lucie aplaudió excitada.
—¿Qué es, qué es?
Quería quitar el trapo de un manotazo. Tibaï se lo impidió.
—Prométeme que no le dirás nada al señor… ni a la señora.
Lucie lo prometió. A lo lejos, las campanas de la catedral dieron las doce. Era como estar en Francia. Estaban en Francia.
De un solo gesto, la maga descubrió el plato.

