Por Guillermo Fajardo

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]n política, los símbolos son importantes: son formas de representar una voluntad y, acaso, profecías de lo que vendrá. La abundancia de símbolos, sin embargo, sugiere apuro, ocurrencia y dejadez. El equipo del presidente electo parece apurado por señalar de antemano que la transformación del país no sólo irá acompañada de modificaciones profundas sino también de algo de cosmética. Desde desaparecer el Estado Mayor Presidencia, convertir Los Pinos en museo, alargar la jornada de la burocracia o mover ciertas Secretarías a diversos estados de la República, López Obrador parece más interesado en las formalidades políticas de un cambio en la superficie que en concentrar sus esfuerzos en infraestructuras de desarrollo.  

Estos cambios, pues, llaman la atención porque parece que su ejecución va acompañada también de una transformación moral sin precedentes. Ninguno de ellos, sin embargo, parece ir dirigido a extirpar la raíz impune y corruptora de algunos sectores de la clase política. Más bien, parece que el maquillaje de López Obrador es una versión ligera de una izquierda que en realidad no lo es y que nunca lo ha sido: estamos ante un ejercicio de pegamento político en donde el disfraz impera sobre la fidelidad.  

La cosmovisión de AMLO parece ser similar a la de Donald J. Trump: si el del Presidente norteamericano es un populismo desde arriba; el de AMLO es un populismo desde abajo. Recuerde el lector la coincidencia discursiva que los une: los olvidados. Para ambos, la punta de lanza de un cambio radical. Tanto Trump como AMLO los mencionaron en sus discursos. El primero, cuando tomó posesión; el segundo, la misma noche cuando ganó la presidencia. Así, la unión entre cosmética política que destruye los símbolos faraónicos de una política rapaz y un discurso que promete la memoria como justicia convergen en la voluntad de López Obrador: su esfuerzo anti corrupción es también un proceso de pureza política, que hará difícil cualquier clase de negociación. Las divisiones políticas que vienen desde la política son necesarias para pactar; las divisiones morales que vienen desde la política son buenas para señalar y condenar. 

Si AMLO y su equipo pretenden erigirse desde el púlpito entonces su estrategia generará brechas: MORENA no parece concebirse como partido político —esa organización que negocia y cede— sino como movimiento, supeditando sus decisiones a una especie de intuición que se construye sobre la marcha. Este maquillaje político que Obrador propone es, pues, la intuición anti corrupción vuelta espectáculo: aplausos y manteles largos para transformar Los Pinos en museo, vieja mediocridad presidencial ahora al alcance de todos; guerra contra una burocracia que se ha profesionalizado sobremanera a lo largo de los años; venta del avión presidencial como símbolo de una jerarquía presidencial de mercachifles; mover secretarías de Estado como si descentralizar implicase mover personas y edificios y no funciones y estructuras. Quien nunca ha trabajado en el Gobierno Federal o platicado con sus funcionarios ignora que la profesionalización del burócrata pasa por mejorar programas obsoletos; acelerar procesos; volver más eficiente la toma de decisiones; ejecutar operaciones para que servicios diversos funcionen mejor. Hay burócratas que llegaron ahí porque un compadre poderoso los mantiene; hay otros que llegaron ahí porque llevan veinte años escalando posiciones. El problema de una cosmovisión moral es que le cuesta trabajo discernir detalles: eso sería una forma de traición, imperdonable para quien pretende transformarlo todo. La moralidad es mala compañera del pragmatismo.

Es cierto que el PRI, en este sexenio, no solo abusó del poder sino que corrompió toda una estructura narrativa en donde Peña Nieto iba a ser el vicario de una nueva forma de dirigir. Los gobernadores del partido oficial horrorizaron las arcas; la casa blanca nos devolvió a los mexicanos una continuidad nublosa de una corrupción permanente; el perdón presidencial que Peña Nieto se otorgó a sí mismo confirmó que la cúpula política destruye sus propios miedos; la presencia y fortuna de Romero Deschamps; la frivolidad de Angélica Rivera; la llegada de Rubén Moreira a la secretaría general del PRI; Gerardo Ruiz Esparza y el socavón; Odebrecht; Karime Macías y su vida en Londres.  

Mientras tanto, López Obrador se felicita a sí mismo por vender el avión presidencial, desaparecer estructuras como el Estado Mayor Presidencial, transformar a Los Pinos en museo y mover Secretarías de Estado. Cuánta cordialidad política de aquel que paralizó el Distrito Federal en 2006; clamó a los cuatro vientos del fraude que le hicieron; coreografió su investidura de presidente legítimo; recorrió el país de punta a punta con los contornos de una cruzada. Hasta ahora, esa energía de López Obrador parece concentrarse en lo que tanto criticaba: en la debilidad de cambios disuasorios en la superficie; en la frivolidad de presentarnos su campaña anticorrupción con aspavientos geriátricos.

Parece que la cuarta transformación vendrá en forma de dulce.