No hay duda del triunfo absoluto y legal de Andrés Manuel López Obrador para obtener la Presidencia de la República; tampoco la hay sobre la intención de transformar nuestro país, dándole mejores condiciones de vida a la sociedad y retomando el rumbo histórico sobre el que el pueblo de México ha avanzado. Sin embargo, no está clara su decisión de política económica que solo puede tener dos caminos: uno, retomar el Estado social de derecho, que construyeron las normas constitucionales con objetivos claramente sociales; o dos, reformar el capitalismo global, reduciendo las graves consecuencias que ha producido en materia de desigualdad.
Los objetivos de austeridad y anticorrupción también son bienvenidos por una población cuyo hartazgo se demostró palmariamente en los comicios pasados.
No obstante, se está planteando una serie de propuestas que nacen más de la ocurrencia y del populismo, que del análisis profundo y del desarrollo social.
En efecto, en lo que concierne a la seguridad del presidente, no se trata de un tema que competa solo a él, pues cuando tome posesión será materia de todos los mexicanos, por lo que eliminar el Estado Mayor Presidencial es un absurdo; puede reducirse o afinarse, pero esta institución militar ha demostrado su eficiencia, no solo en seguridad, sino en logística, ambas fundamentales para el desarrollo de los trabajos del Ejecutivo federal.
Tampoco es importante que decida vivir, o no, en Los Pinos, aun cuando también ésta casa presidencial —construida por el general Lázaro Cárdenas— tiene, entre otros objetivos, garantizar la seguridad del presidente y permitirle desenvolverse a plenitud para la realización de sus tareas.
Tampoco sería importante que el presidente, en un afán republicano, decidiera viajar en aviones comerciales, pero esto es absolutamente inviable en un país del tamaño y geografía del nuestro; claro que es conveniente y necesario que estos aerotransportes no sean utilizados para beneficio de funcionarios, amigos y familiares, lo que no impide que para el trabajo público sean eficientes y necesarios.
Por otra parte, la descentralización que se ha planteado de las Secretarías de Estado no obedece a ninguna lógica de desarrollo, sino al parecer por un simple capricho u ocurrencia, pues desmantelar toda la infraestructura burocrática, además del problema que representa para empleados y funcionarios, lo hará también para los usuarios; imaginemos un campesino que necesita resolver problemas y deba ir a la Sedatu —o la que vaya a tener dichas competencias— y también a la Secretaría de Recursos Hidráulicos y a la Secretaría de Agricultura, pues le resultaría francamente imposible.
Tampoco tiene una lógica total el establecer una sola oficialía mayor y una sola dirección de comunicación social y, menos, el nombramiento de un solo representante federal que se convertiría, automáticamente, en un prospecto político para gobernar la entidad, como la propuesta de Delfina Gómez en el Estado de México.
También resulta contradictorio querer liquidar a 70 por ciento de los trabajadores de confianza que, en muchos casos, son servidores públicos que se les ha dado ese carácter por las condiciones económicas del Estado mexicano; en realidad se trata de la separación de cargo de más de 200 mil empleados, que quizás sean los más lastimados por la falta de claros derechos laborales. Esta medida de despidos masivos solo es característica de los gobiernos neoliberales.
En resumen, el afán protagónico y populista no se ha perdido en estos días y, por el contrario, aumenta una publicidad exorbitante que, por una parte hace crecer la esperanza, pero por otra, manifiesta una falta de seriedad y planeación en las cuestiones fundamentales para México.
Esperemos que el presidente electo tenga la serenidad y el buen juicio de clarificar su proyecto, de otra suerte, nos enfrentaremos a un gobierno autoritario y soberbio, con el único afán de perpetuarse —por muchos años— más en el poder político.
Lo que México necesita es resolver —en serio y de fondo— los temas de la inseguridad, la pobreza y la desigualdad.