El sistema político mexicano ha transitado por diferentes estructuras a lo largo de nuestra historia.
El gobierno autoritario de Porfirio Díaz llegó a su fin después de los tratados de Ciudad Juárez, donde Francisco I. Madero logró el cambio del gobierno y las primeras elecciones democráticas que lo llevaron a la presidencia. La dictadura y el autoritarismo regresaron con la etapa sangrienta de Victoriano Huerta y esto generó la Revolución Mexicana, cuyas aspiraciones fueron más allá de la simple democracia electoral, para construir un Estado social de derecho, por cierto único, en su tiempo.
El sistema político posrevolucionario se consolidó bajo el modelo generoso de la Constitución de 1917 y cobró forma con la creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) que unificó las corrientes partidistas y militares que participaron en el proceso revolucionario.
No se creó una “dictadura perfecta” como afirma Vargas Llosa sino un “sistema de partido hegemónico” en el que participaban diferentes corrientes de pensamiento, en un marco de referencia de la Constitución de la república en el que se dieron diferentes versiones, desde la frase de Adolfo López Mateos: “soy de extrema izquierda dentro de la Constitución” hasta el “desarrollismo progresista” de Miguel Alemán. El país creció y avanzó a un buen ritmo bajo principios sociales.
El proceso de la globalización neoliberal se fue imponiendo a partir de finales del periodo de gobierno de López Portillo, avanzó con Miguel de la Madrid y se consolidó con Salinas y Zedillo.
El sistema político se fundamentaba en la presidencia imperial, hasta que el desarrollo de los partidos propició el cambio del sistema político, con el arribo de Vicente Fox a la presidencia.
La fuerza del presidente fue sustituida por los partidos políticos nacionales, que se corrompieron y dieron la espalda a sus militantes; esta fue una de las razones del resultado de la elección pasada, donde un movimiento social desmanteló toda la partidocracia. Por eso, enfrentamos hoy un nuevo sistema político.
El fenómeno de la popularidad de López Obrador no debe confundirse con el pensamiento único, sino con la oportunidad de reconstruir la política social y la distribución de la riqueza y con una participación nueva y militante de los partidos viejos y nuevos, que deben reconstruir sus dirigencias y sus principios.
Esa es la difícil tarea que hoy tiene la desprestigiada clase política de nuestro país, obviamente se requiere nuevos cuadros y, sobretodo, diseñar los partidos sobre bases programáticas y doctrinarias que se han perdido en los últimos años.
Vivimos una crisis —aparentemente final— del sistema político mexicano, aun cuando siguen prevaleciendo los principios económicos que rigen el neoliberalismo global.


