De acuerdo con la reforma constitucional del 10 de febrero de 2014 —por esta única ocasión— el presidente electo en 2018 iniciará su periodo de gobierno el 1 de diciembre de este mismo año y concluirá el 30 de septiembre de 2024, es decir, dos meses menos que un sexenio, así lo establece el artículo 83 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y el décimo quinto transitorio del Decreto de 2014.

López Obrador tendrá dos meses menos; en realidad tendrá periodo completo, pues prácticamente está gobernando desde que fue electo presidente, con intensa actividad política que implica cambios legislativos, aun antes de tomar posesión; los nombramientos que ya ha realizado y las políticas públicas anunciadas han cubierto la agenda informativa de estos meses; como siempre, López Obrador se revela como un comunicador que acapara la atención pública y exhibe sus líneas de política —acertadas o equivocadas—; por eso, no le quitará dos meses la reforma constitucional.

Mientras tanto el gobierno de Peña Nieto, para promover una transición de terciopelo, ha decidido prácticamente desaparecer de la escena política y sujetarse a la nueva agenda dictada por el presidente electo; es decir, nos encontramos frente a un gobierno obsecuente y limitado. No está mal para efectos del cambio, de alguna manera refleja la necesidad política de Peña Nieto de promover su posible impunidad y salvaguardar al pequeño grupo que lo ha acompañado durante este sexenio.

Esta situación atípica e inesperada ha hecho que el avance de López Obrador sea absoluto y, en ese trayecto, el nuevo presidente está fincando el control central de toda la administración pública; su mayoría en el Congreso de la Unión y en los Congresos locales le está permitiendo establecer un núcleo de fuerza política para controlar y conservar el poder. Esto se demuestra con claridad, particularmente en los nombramientos de procónsules que, desde una delegación única en cada entidad, se disponen a desaparecer la fuerza de los gobernadores de otros partidos políticos distintos a Morena. La única voz que se ha levantado frente a este hecho ha sido la del gobernador electo de Jalisco, Enrique Alfaro, quién ha denunciado esta intención del nuevo presidente; nadie más se ha atrevido a explicar que no deberían ser políticos militantes de Morena que van a tener acceso, no al desarrollo de políticas públicas, conseguidas desde un aparato técnico, sino que francamente será una intervención de carácter político para darle fuerza y estructura a ese movimiento social —que poco tiene de partido político y mucho de una masa amorfa— que hay que estructurar en torno a la voluntad inequívoca de su líder, que es el próximo presidente de la república.

La democracia, como se quiso construir en los últimos 20 años de equilibrios y contrapesos, está liquidada; no habrá nombramiento en el Congreso en que no se imponga la voluntad del nuevo presidente, lo mismo en los próximos ministros de la Suprema Corte —que serán 4 en su ejercicio— y en quienes ocupen los organismos constitucionales autónomos, así como en los nuevos gobiernos que se elijan en los próximos años.

No hay duda, la construcción monolítica de una fuerza que alcance y conserve el poder —por mucho tiempo más— está en marcha, pues los partidos políticos tradicionales están prácticamente destruidos por su soberbia y por sus errores; lo que lamentablemente nos conduce, inexorablemente, a un sistema de una sola voluntad.

Para López Obrador no solo será un sexenio completo sino, al parecer, muchos más hacia el futuro.

La ciudadanía, en su tiempo y oportunidad, tendrá la palabra para aceptar, o no, este nuevo sistema político, que es consustancial al concepto del viejo “tlatoani”.