El objetivo estratégico de la pacificación que se ha impuesto el próximo gobierno podrá ser alcanzado si, y solo si, se materializa en forma plena e íntegra el círculo virtuoso conformado por cinco eslabones inseparables: verdad, justicia, reparaciones integrales, garantías de no repetición de las atrocidades y preservación de la memoria histórica.

Enfrentar exitosamente ese colosal desafío no será posible sin la creación de una comisión nacional de la verdad. Un organismo de tan excepcional naturaleza y trascendencia es el que se requiere a fin de examinar —con toda objetividad e imparcialidad y haciendo uso de las metodologías de las ciencias de la complejidad— causas, políticas, procesos, consecuencias y responsables del holocausto en el que se halla envuelta la nación.

Empero, la puesta en marcha de esa entidad sui generis tiene que ser complementada con otras medidas de largo aliento cuya imperiosa necesidad ha sido puesta de relieve a raíz de un hito judicial relacionado con el caso Tlatlaya. Al respecto, habrá de recordarse que de acuerdo con documentos difundidos por el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro, el 30 de junio de 2014 efectivos militares ejecutaron a mansalva a 22 personas que se encontraban dentro de una bodega ubicada en esa localidad mexiquense. Los soldados sembraron armas e hicieron un montaje con el deliberado propósito de forjar la falsa imagen de una legítima defensa gubernamental desplegada en el contexto de un supuesto enfrentamiento con criminales.

Un juez de distrito con sede en la Ciudad de México determinó que la indagatoria no había sido exhaustiva, ni adecuada, ni efectiva. Por consiguiente, ordenó su reapertura con la consigna puntual de investigar a los superiores jerárquicos al amparo de la figura de la responsabilidad por cadena de mando, así como esclarecer la existencia de una directiva miliciana centrada en “abatir delincuentes en horas de oscuridad”.

La tragedia de Tlatlaya revela con absoluta nitidez que la intervención de las fuerzas armadas en tareas propias de la seguridad pública, reservadas constitucionalmente a las autoridades civiles, ha sido un factor de capital importancia para la generación del desastre humanitario que estamos padeciendo. Por ello, además de la instalación de la comisión de la verdad, resulta absolutamente impostergable emprender tres acciones específicas: I) abrogar la Ley de Seguridad Interior, II) programar el regreso de las fuerzas armadas a sus cuarteles y guarniciones, III) dar forma programática a la política alterna a la militarización, la cual deberá estar basada en el modelo de la seguridad humana y el respeto incondicional a los derechos fundamentales impulsado por la Organización de las Naciones Unidas.

No hay otra manera de hacer frente al escenario de catástrofe, al país convertido en un panteón que, según Alfonso Durazo, próximo secretario de Seguridad Pública, habrá de recibir la administración de Andrés Manuel López Obrador.