José Campillo García
En la historia triunfa la vitalidad de las naciones,
no la perfección formal de los Estados.
José Ortega y Gasset
De los más de seis mil programas sociales que en teoría operan en los tres niveles de gobierno en México, no dudo que una buena parte cumple con su cometido primigenio, rinde cuentas y genera el impacto esperado en favor de su público objetivo; otros más —y quizá la mayoría— encierran tras su fachada fines políticos, clientelares y partidistas, y suelen ser fuente de eniquecimiento ilícito para quienes los operan. Al menos así lo hacen suponer la evaluaciones de Coneval. El total de recursos erogados anualmente en programas sociales supera los 90 mil millones de pesos. En época de elecciones, el problema se agrava: una de las prácticas que más indigna es la inducción del voto mediante el reparto de recursos (6,702 millones fue el costo de los partidos en 2018), ya sea en efectivo, en especie, pensiones o becas, sin más sustento que el clientelar. Lo ominoso de esta práctica es, primero, que se concentra en la población más pobre, entre quienes la miseria se impone al sano juicio electoral; lo segundo, es que los más de 53 millones de mexicanos en condición de pobreza, nueve en pobreza extrema, los pocos pesos que reciben por única vez serán destinados principalmente a la compra de alimentos y medicinas, esto es, gasto de bolsillo.
En este escenario, si el gobierno que está por iniciar le diera a lo poco o mucho que habrá de gastar en salud una orientación costo/efectiva (“¿en dónde ubico los recursos presupuestales para su mayor retorno económico y social?”), bastaría que se impusiera dos objetivos: uno, reducir el gasto de bolsillo en salud a la mitad, incluyendo el pago del trabajo no remunerado que alcanza los 180 mil millones de pesos. El otro objetivo sería iniciar la desfragmentación del Sistema Nacional de Salud mediante la portabilidad de los servicios de salud, y así iniciar el camino hacia la universalidad de los servicios. Ambos propósitos, significarían una aportación directa a la economía familiar de alrededor de 430 mil millones de pesos, cada año. En términos de valor, sería tanto como ofrecer 5 mil pesos a todo el padrón electoral (cantidad mayor a las de las tarjetas precargadas que se ofrecieron a cambio de votos); u 8 mil a cada mexicano en situación de pobreza; o cerca de 50 mil a los que sufren pobreza extrema ¡todos los años! Y, lo más importante, contarían con un acceso efectivo a un sistema universal de salud, con asombrosos efectos en productividad laboral y escolar.
Ciertamente de algún lugar deberán provenir los recursos; veamos: una parte ya está “prometida” como incremento al presupuesto en salud del 0.5 por ciento anual del PIB; otra parte vendría de la recaudación por IEPS a las bebidas azucaradas y alimentos de alto contenido calórico, y de al menos una parte del impuesto a alcohol y tabaco, lo que, por cierto, quitaría el estigma de ser estos gravámenes un “producto fiscal” y destinarlos al fin para el que fueron creados (esto es, imponer impuestos que inhiban hábitos poco saludables y atender las enfermedades que acarrean); finalmente, otra fuente de recursos provendría de la reducción de las prerrogativas a los partidos políticos para la compra de votos y del ajuste a los miles y dudosos programas sociales. Las cuenta sí salen.
En suma, debemos orientar el gasto social en forma que coadyuve a salir de la pobreza y estimule la productividad y el empleo formal. Recien lo acaba de apuntar Santiago Levy (en Esfuerzos mal recompensados. La elusiva busqueda de la prosperidad) con una certera afirmación: “Una parte muy importante de por qué la productividad está estancada y por qué no hemos crecido más rápidamente es porque hay este sesgo permanente a asignar recursos al lado menos productivo de la economía.”
De atender el próximo gobierno este paradigama, no solo pondría en duda la eficacia del subsidio previsto hasta ahora para los ninis, los viejitos o las madres solteras como generadores de bienestar y de riqueza de los beneficiarios, sino que eliminaría la indignidad y humillación de quienes ofrecen y reciben dinero en efectivo o en especie a cambio de favores políticos, y, lo más importante, devolvería a la nación la vitalidad de un cuerpo social con hoy muestra signos preocupantes de enfermedad mediante una verdadera universalización de los servicios de salud.
Director general de BL Grupo Consultor y expresidente ejecutivo de Fundación Mexicana para la Salud.


