Como lo saben ya nuestros lectores, en esta ocasión el Premio Nobel de la Paz, correspondiente al año que está en su última etapa fue discernido al diplomático mexicano Alfonso García Robles y a la señora Alva Myrdal. Por múltiples y coincidentes razones esta decisión fue recibida no sólo en nuestro país y en Suecia, sino en el mundo entero con satisfacción inocultable. No siempre la jerarquía del Premio Nobel ha sido cuidada por quienes designan a los merecedores de esta distinción tradicional. Intereses y equilibrios políticos han llevado a los extremos de conceder un premio para la paz a un belicista tan duro y resuelto como el exsecretario de Estado de la Unión Norteamericana, Henri Kissinger o a ese personaje siniestro que es el Primer Ministro de Israel, Menagen Beguin.
Conforta y estimula que, en esta ocasión, no se hayan tomado en cuenta las proposiciones a favor de los poderosos de ahora, para recibir tan relevante distinción. Los mexicanos sabemos bien que no han sido pocos los Presidentes que han luchado abiertamente por conseguir esa presea. Ahora, el Parlamento Noruego se la otorga a dos seres humanos que paciente, laboriosa, notablemente se han esforzado porque la preocupación por la paz entre los hombres y entre las naciones sea empeño y preocupación permanentes y prioritarias en la política internacional.
Después de exaltar los méritos de estas dos distinguidas personalidades es necesario reconocer que el merecido premio a dos Alfonso García Robles representa un reconocimiento a la trayectoria pacifista de nuestro país. Quizás ninguna otra Nación pueda exhibir, en estos tiempos, un historial tan limpio como México en cuanto a vocación pacifista y a fidelidad al derecho y a su sincera preocupación por poner en alto a esa marcha armamentista que enloquece al mundo entero y derrocha en fabricación e investigaciones de la industria castrense recursos más que suficientes para terminar con el hambre, la ignorancia y la insalubridad en todo el orbe y definitivamente.
Alfonso García Robles ha estado, durante 17 años, ennobleciendo esa permanente posición pacifista de nuestro país. Su política internacional es el factor de más vigoroso prestigio y responsabilidad de México en los grandes foros internacionales. Proclamar la autodeterminación de los pueblos; la no intervención de un país en los asuntos que sólo corresponde decidir a los nacionales de otro, el clamor y la advertencia constantes para frenar –por cierto con poco éxito, dada la actitud de las grandes potencias- la carrera armamentista no ha sido para los mexicanos un mero alarde retórico. Ser fiel a esos principios y proclamarlos en toda circunstancia, ha sido la gran virtud de nuestro país. Y este premio Nobel para el diplomático mexicano que la ha interpretado, definido y sostenido es también, no puede soslayarse, el reconocimiento a esa actitud mexicana, bien complementada por el profesional de una diplomacia noble, clara y humanista.
Consuela un poco, ante tantas circunstancias adversas y frente a situaciones como las de Centro América y el Cercano Oriente, comprobar que el mundo tiene tiempo de reflexionar y de exaltar una tarea que no puede ser de más alta jerarquía: la preocupación por la paz, más alerta mientras más se acercan los peligros de una conflagración en la cual no habrá, se ha dicho ya muchas veces, vencedores ni vencidos.
Esperemos que el Nobel de la Paz de 1982 represente esa gran advertencia, esa rectificación de ambiciones nacionalistas o de imperialismos agresores. El mejor negocio para la humanidad es la paz. Por ella, todo sacrificio es pequeño. Sólo en la paz podrá el hombre cumplir sus mejores y más altos destinos.
