Elisur Arteaga Nava

El actual presidente constitucional ha dispuesto la desaparición del Estado Mayor Presidencial. Lo hizo con autoridad; no le faltaron razones. Había perdido su responsabilidad original y primordial. A base de ampliar sus funciones, la clase gobernante desvirtuó la naturaleza y los objetivos de la institución. De un órgano responsable de la seguridad presidencial, se convirtió en un servicio de asistencia de expresidentes, sus familiares, secretarios de Estado e, incluso, de sus amigos. Todo ello con cargo a los contribuyentes.

Como consecuencia de las funciones extramilitares que le fueron confiadas, los miembros del Estado Mayor se llegaron a considerar una elite separada e intocable, con privilegios extraordinarios y prestaciones excepcionales. Se ha dispuesto la incorporación de los miembros que lo integraban al Ejército regular o a la Marina.

El Estado Mayor, con diferentes nombres, existió durante más de cien años; se le confió como responsabilidad la de brindar seguridad a la clase gobernante. Detalles más, detalles menos, su composición, funcionamiento y funciones son comunes a algunos países de América Latina.

Antecedentes

En la antigüedad, contar con una guardia personal armada fue considerado como el inicio de una tiranía. Heródoto refiere:

“Pisístrato, quien, con ocasión del enfrentamiento entre los atenienses de la costa y de la llanura —de aquellos era jefe Megacles, hijo de Alcmeón, y de los de la llanura, Licurgo, hijo de Aristolaides—, formó, con vista a la tiranía, un tercer partido, reunió secuaces y, una vez erigido en presunto caudillo de los montañeses, puso en práctica el siguiente plan: se hirió a sí mismo y a los mulos que llevaba, y condujo el carro hasta el ágora, como si hubiera escapado a unos supuestos enemigos que hubiesen intentado darle muerte cuando se dirigía al campo, y pidió al pueblo poder disponer de una guardia personal en atención a sus anteriores méritos en la campaña llevada a cabo contra los megareos, cuando tomó Nisea y realizó otros importantes logros. El pueblo ateniense, entonces, totalmente engañado, le permitió elegir, de entre el número de ciudadanos, esos guardaespaldas que, en realidad no fueron los lanceros de Pisístrato, sino sus maceros, pues le escoltaban previstos de mazas de madera. Estos hombres se sublevaron con Pisístrato apoderándose de la Acrópolis. Desde entonces, y como es natural, Pisístrato se hizo el amo de Atenas” (Historia, I, 59, 3 a 6).

Aristóteles, aludiendo al mismo caso del tirano Pisístrato, aporta datos adicionales:

“Considerado Pisístrato el más demócrata y habiéndose distinguido mucho en la guerra contra los megareos, se hirió a sí mismo y persuadió al pueblo, con el pretexto de que le había pasado estopor obra de sus adversarios, a que se le concediese una guardia personal, siendo Aristón el que redactó el decreto. Y, tomando a los que recibieron el nombre de maceros, se levantó con ellos contra el pueblo y ocupó la Acrópolis en el año trigésimo segundo después de la promulgación de las leyes… Se dice que Solón, cuando Pisístrato pidió la guardia, se opuso diciendo que era más sabio que los unos y más valiente que los otros: más sabio que cuantos n veían que Pisístrato aspiraba a la tiranía, y más valiente que los que viéndolo se callaban. Y como no convenció con sus palabras, colgó sus armas delante de su puerta y dijo que él había ayudado a la patria en cuanto había podido (pues ya era muy viejo), y consideraba digno que los demás hiciesen lo mismo” (Constitución de los atenienses, 14, 1 a 3).

César Augusto para convertir la república romana en imperio y asumir funciones monárquicas, transformó la cohors praetoria republicana en una guardia personal:

“E inmediatamente hizo que se decretase que la paga de los soldados que habrían de encargarse de su custodia fuese el doble de la que se entregaba a los demás soldados, de modo que dispusiera de una fiel escolta. Y así, en verdad, mostró un deseo de instaurar un régimen monárquico” (Dión Casio, Historia romana, libro LIII, 11, 5).

Más de quinientos años después la institución, bajo Justiniano, en Constantinopla, con otro nombre pero con parecidas características, seguía subsistiendo:

“Otros soldados, no menos de tres mil quinientos, estaban asignados desde antiguo a la guardia de Palacio. Se los llama escolaris y el fisco desde el principio acostumbraba siempre a proporcionarles pagas muy superiores a las de todos los demás” (Procopio de Cesarea, Historia secreta, XXIV, 15 y 16).

Se consideró que esos elementos armados, por gozar de la confianza de un emperador, príncipe o gobernante, eran los que tenían mayores posibilidades de conjurar con éxito contra su jefe, el gobernante en turno; así lo reconocía Maquiavelo:

“Tenia Cómodo, el emperador, a Leto y Eleto, capitanes de sus soldados pretorianos, entre sus amigos y familiares más cercanos; tenía a Marcia entre sus concubinas o amigas más íntimas; y como ellos frecuentemente lo reprendían por el modo en que enlodaba su persona y el imperio, decidió hacerlos morir; escribió en una lista los nombres de Marcia, Leto y Eleto y otros más que quería asesinar la noche siguiente; puso la lista debajo de la almohada de su cama.

Cuando fue a lavarse, un de sus muchachos preferidos, andando por la recámara y por la cama, encontró la lista, y saliendo con ella en la mano, encontró a Marcia, ella se la quitó y al leerla, vio su contenido y rápidamente mandó llamar a Leto y Eleto; al conocer los tres el peligro en que estaban, decidieron evitarlo, y sin dar tiempo a nada, esa misma noche asesinaron a Cómodo” (N. Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, libro III, capítulo 6).

Con vista a lo anterior, Maquiavelo era de la opinión de que quienes tenían mayores posibilidades de conjurar con éxito eran los poderosos o los que se hallaban cerca de él: “Afirmo, con vista a la historia, que todas las conjuras son hechas por hombres importantes o por familiares cercanos al príncipe”.

La guardia personal, con las características de ser reducidas, compuestas por elementos reclutados selectivamente, con pagas y beneficios especiales y diferentes de los que se asignaban a los miembros del ejército regular, es una institución común a un número crecido de gobierno desde la antigüedad.

 

Estado Mayor Presidencial

Frente a un ejército regular, cuya existencia está prevista en la Constitución Política y que depende de las Secretarías de Defensa Nacional y Marina, se encontraba un superejército: los Guardias Presidenciales-Estado Mayor, que dependían directamente del presidente de la república, sin intervención de ninguna secretaría; el poder de fuego de ese cuerpo armado, a decir de don Adolfo Ruíz Cortines, duplicaba, durante su presidencia, al que pudo haber tenido, en un momento determinado, todo el ejército regular reunido.

Independientemente de su poder de fuego, este superejército contaba con elementos y características que los distinguían de manera notable del común de los integrantes de las fuerzas armadas, gracias a su preparación intelectual, física y humana; gozaban de privilegios, ascensos, sueldos y prestaciones especiales. Aunque el grueso de sus jefes y oficiales provenían de las escuelas militares oficiales, la verdad es que para poder ingresar en él se requerían de otros estudios, especialmente los que se imparten en la Escuela Superior de Guerra, universidad militar u otras similares.

Los Guardias Presidenciales-Estado Mayor, independientemente de las ventajas anteriores, contaban con una: estaban concentrados en una entidad: la Ciudad de México; contrario a lo que sucede con el ejército regular, que está esparcido en todo el territorio nacional, entretenido en labores que en muchos casos tiene poca o ninguna relación con la disciplina militar, con jefes y oficiales con los que, dada su gran movilidad, no se identifican del todo. Un ejército desmembrado poco puede hacer en una conjura contra la clase gobernante.

Los Guardias Presidenciales-Estado Mayor, difícilmente se utilizaban en otra cosa que no fuera la seguridad y defensa directa del presidente de la república y de la clase gobernante. Aunque era un cuerpo con una capacidad bélica excepcional en el país, no le era permitido ni aconsejable distraerlo en acciones diversas. Su capacidad, en todo momento, estaba libre de compromisos que pudieran menguar su efectividad.

La existencia del Estado Mayor no está prevista en la Constitución Política. Una disposición secundaria preveía su organización, funcionamiento y responsabilidades. Era financiado por una partida que se le asignaba en el presupuesto anual de gastos. Esta era generosa y segura.

El hecho de que las Guardias Presidenciales-Estado Mayor estuvieran integrados por militares derivó del hecho de que en México, durante muchos años, los presidentes de la república fueron militares; ellos, para su seguridad, recurrieron a sus antiguos Estados Mayores, en los que confiaban, para hacerlos responsables de su seguridad. Al asumir el poder los civiles, la práctica subsistió y adquirió el carácter de ley,

Lo cierto es que en otros países la prudencia política ha aconsejado que el presidente, rey o primer ministro cuenten con un aparato de seguridad, para ello, más que buscar el apoyo castrense, se ha recurrido a organizar y sostener servicios de seguridad civiles. Se ha considerado riesgoso tener que recurrir a los elementos armados para la seguridad nacional y la de los titulares de las autoridad civil.

Con la desaparición del Estado Mayor Presidencial, ante la necesidad de que el presidente cuente con un servicio de seguridad propio, lo ideal sería que derivara en la organización y el funcionamiento de un cuerpo integrado por civiles altamente preparado que dependa de autoridades civiles.

De la actuación del Estado Mayor o Guardias Presidenciales, durante el tiempo en que existió, se puede hablar mucho; hay de todo; bueno y malo.

En la obra De cómo vino Huerta y cómo se fue…, se narra que en los primeros días de la decena trágica, la actuación de los Guardias Presidenciales en defensa del presidente Madero fue encomiable; se refiere:

“Se inicia un diálogo rapidísimo, seguido de un violento forcejeo, y, comprendiendo el ejecutor de las órdenes de Huerta que su víctima está por escapársele, detiene a los soldados exclamando con voz estentórea: ‘¡Alto! Media vuelta a la derecha; levanten armas, apunten…’ y antes de que pudiera dar a los soldados, cuyas armas estaban ya dirigidas hacía nosotros, la terrible orden de hacer fuego, advierto yo en un bravo ayudante (Gustavo Garmendia) que se hallaba inmediatamente adelante de mí, un vivo movimiento del brazo derecho, veo brillar en sus manos el pavonado cañón de una pistola, lo dirige inmediatamente en la dirección de la sien izquierda del coronel Riveroll, se escucha una tremenda detonación y el infidente militar recibe su castigo, desplomándose en tierra con el cráneo atravesado por la certera bala de un leal” (p. 38).

En mayo de 1920, ante la revuelta del grupo sonorense, Carranza se consideró perdido cuando se le informó que también la Guardia Presidencial lo había traicionado. El Estado Mayor Presidencial no impidió el atentado contra el presidente Pascual Ortiz Rubio el 5 de febrero de 1930, cuando entraba a Palacio Nacional. Según lo refiere Irma Serrano en sus Memorias, nadie le impidió que le diera un taconazo en el ojo a Gustavo Díaz Ordaz y le desprendiera la retina. Hay otros casos.

El peligro de un Estado Mayor Presidencial con las características que tenía estaba en el hecho de que, en determinado momento, perdiera su sentido institucional; también existía el riesgo de que se convirtiera en una guardia personal del presidente de la república y de la clase gobernante y obsequiara todos sus caprichos, incluso aquellos que fueran contrarios a la ley; o que sus jefes, tomando conciencia de su poder casi ilimitado, atentaran contra las instituciones públicas.

En fin, para bien o para mal, el Estado Mayor Presidencial ha desaparecido.