El historiador romano Suetonio, en Los Doce Césares, relata la muerte de Julio César: “Uno de los Casio, que estaba a su espalda, le hirió algo más abajo de la garganta. César le tomó el brazo, se lo atravesó con el punzón y quiso levantarse, pero le detuvo otra herida. Viendo entonces puñales levantados por todas partes, envolvióse la cabeza en la toga, y con la mano izquierda se bajó los paños sobre las piernas, a fin de caer con más decencia, teniendo oculta la parte inferior del cuerpo”.
Durante este dramático relato —nos cuenta Suetonio—, al verse rodeado de sus asesinos en ciernes, Julio César los increpó airado: “¡Esto es violencia!” Su último aliento fue para evitar ser visto, ya sin vida, en una situación degradante e indigna del cuerpo que había llevado durante su existencia. En este episodio —y seguramente sin proponérselo—, el emperador romano había ejercido el derecho de todo ser humano a tratar el cuerpo que lo condujo durante su trayecto de vida, con dignidad y respeto.
Este derecho, derecho humano, ha sido consagrado en nuestra Ley General de Salud, en su Artículo 346: “Los cadáveres —establece el precepto— no pueden ser objeto de propiedad y siempre serán tratados con respeto, dignidad y consideración”.
Los medios de comunicación nos presentan todos los días las más estrujantes escenas de seres humanos, heridos o muertos, deformados sus cuerpos por la violencia.
Hoy los medios de comunicación nos presentan todos los días las más estrujantes escenas de seres humanos, heridos o muertos, deformados sus cuerpos por la violencia, resultado de hechos accidentales o intencionales, ofreciendo a la vista una escalofriante imagen que, en el común de los mortales, acaba rezumbando en su ánimo y cerebro como una imagen que nunca hubiéramos querido tener en nuestra memoria: cuerpos colgados en la vía pública, cabezas mostradas sin ningún recato a ras de tierra, en cajas, bolsas o sobre el techo de un automóvil, cuerpos descuartizados, personas agonizando captadas en pleno rictus mortuorio. Hoy, además, el video de los teléfonos móviles y las cámaras de vigilancia han enriquecido el macabro relato.
Las redes sociales, con miles de millones de cuentas, también parecen disfrutar de la difusión —a veces en tiempo real— de la más primitiva violencia y sus consecuencias. Ni modo: el exacerbado derecho a la libre expresión empodera al ciudadano del mundo para difundir masivamente aberraciones que anteriormente quedaban en la letra de la antes escueta “página roja” de los periódicos. En la actualidad, lo que no podamos ver en Internet, lo podremos encontrar en la “dark net” (red obscura): manuales para actos terroristas, fabricación de bombas caseras, compraventa de órganos humanos y armas, servicios sexuales de adolescentes vírgenes y drogas de cualquier tipo. Allá ellos y su loca cabeza.
Lo realmente inaceptable en una sociedad civilizada como deseamos que sea la nuestra es que en los medios formales de comunicación, aquéllos sujetos a leyes y reglamentos vigilados por la autoridad, sistemáticamente hagan apología de la violencia, que no hace sino enfermar, aún más, a una sociedad agobiada cotidianamente por ella. En el caso de México, las casi 230 mil muertes dolosas resultado de la lucha contra el crimen organizado de los dos últimos sexenios, no solo han dejado una huella imborrable en las familias que han sufrido la pérdida, sino también en el policía o soldado que participó en el evento, la población que presenció las escenas y el ambiente de peligro inminente e, incluso, en el ánimo del mismo delincuente, sino también en quienes frecuentamos la prensa escrita, la televisión y los formatos digitales de noticias. O sea, millones de mexicanos —incluyendo niños— afectados en su salud mental, tercera causa de la mortalidad por trastornos neuropsiquiátricos (María Elena Medina Mora, La epidemiología de la salud mental en México). Entre 1990 y 2015 la tasa de suicidios se duplicó en el país, con un notable incremento entre la población infantil. Habría que ver en próximas investigaciones, qué tanto el entorno de violencia (y los videojuegos) han influido en esta triste estadística.
¿Cuántas imágenes —pregunto al lector—, impresas o viedograbadas, vemos a lo largo del día que nos provocan sentimientos de angustia, depresión, zozobra y, en no pocos individuos, de morbo y excitación, cuando por ley y por un principio elemental de moral pública jamás debieron divulgarse en los medios formales y masivos de comunicación? Pero ¿y quiénes suelen ser los protagonistas que generan tan alto rating en los medios? No son, por cierto, altos funcionarios o conspicuos hombres de negocios los que aparecen entre los hierros retorcidos de un helicóptero o un automóvil de lujo ni con el cerebro reventado por un disparo a quemarropa: son los más pobres y marginados de la sociedad los que conforman el elenco de este circo sangriento “que tanto vende”.
Nada sería más deseable que el gobierno que apenas comienza asumiera como una premisa de las más alta prioridad el principio de defender la dignidad y respeto por el cuerpo humano, ese envoltorio de nuestra existencia que nos confirma como una criatura única e irrepetible. Es urgente, ya sea mediante el cumplimiento del tímido precepto de la Ley General de Salud o, al menos, a través de códigos éticos de autorregulación de la industria, que recuperemos la paz de nuestras conciencias. Detengamos, pues, esta forma de apología de la violencia y germen de descomposición del tejido social. Démonos la oportunidad —como a Julio César— “de una mano izquierda para bajarnos los paños sobre las piernas, a fin de caer con más de decencia”.
Director general de BL Grupo Consultor y
expresidente ejecutivo de la Fundación Mexicana para la Salud.