Un joven abogado recién regresaba de un viaje de estudios en la Universidad de Perugia, Italia, profundamente impresionado por la vigorosa consolidación del Estado fascista, después de la desilusión que en los italianos había causado el Tratado de Versalles (1919). Era el año de 1938: la Gran Guerra que estaba por iniciar obligaba a nuestro personaje a regresar anticipadamente y, en ese año, escribiría un breve, pero profundo y bien informado ensayo, gracias a una formación jurídica, filosófica e histórica casi madura, no obstante sus 23 años, recién recibido de abogado en la Facultad de Derecho de la UNAM. A este trabajo lo título Esquema del Estado fascista”. El autor: José Campillo Sainz, mi padre.

José Campillo Sainz.

 

Trataré en las siguientes líneas de hacer una acotada referencia a lo que este joven mexicano plasmó en su texto, acerca de las bases ideológicas, jurídicas y políticas que dieron sustento al Estado fascista de Benito Mussolini.

Era una Italia que, junto con la España de Primo de Rivera, fueron, por así decirlo, la cola del papalote que manejarían a su antojo Adolfo Hitler y José Stalin, sin más ambición que el poder absoluto. El autor, en ese año, no sabría lo que se avecinaba en el lustro siguiente: al menos a 60 millones de seres humanos les esperaba la muerte.

El ejercicio que me propongo hacer en las próximas líneas pretende refrescar, sin mayores pretensiones, algunos hitos de la doctrina fascista que —al menos en la Italia del Duce— tuvieron como característica distintiva la exaltación de los nacionalismos, “fanatismos genéticos”, les llamaría Juliana González; concentración del poder político absoluto; fobia hacia los poderes autónomos contrarios al poder central; y el populismo, ingrediente óptimo para toda dictadura.

Tengo, al efecto, la impresión de que el fascismo, como filosofía, doctrina y forma de gobierno, son materias que han dejado de ser estudiadas en sus orígenes. De lo último que conozco, es la espléndida convocatoria que hiciera el abogado e intelectual Javier Wimer, (Revista Nueva Política, “El fascismo en América Latina”, 1976) en la que participaron, nada menos, que Eduardo Galeano, Julio Cortázar, Edward Kennedy, Leopoldo Zea, Susan Sontag, José Revueltas, entre otros. Las semejanzas entre las corrientes totalitarias de hace 100 años y la aparición renovada de estas en lo que va del siglo XXI —ahora en forma de neonazismo, neofascismo o simplemente de extremismos de izquierdas o de derechas, basados por lo regular en el populismo e, inevitablemente, proclives a la dictadura—, deben, por lo menos, llamarnos a la más seria reflexión. Ello, antes de que nos tropecemos con la misma piedra.

 

Los experimentos políticos de la primera mitad del siglo XX le costaron a la humanidad el cinco por ciento de la población mundial y la supresión de las libertades a cientos de millones más y que aún ahora perduran.

Entrando en materia, una de las primeras tareas que emprende el joven ensayista será ubicar al individuo entre dos entidades que lo abrigan y condicionan: la sociedad y el Estado. Diserta al efecto sobre qué derechos le corresponden a cada uno y la prelación de unos sobre los otros. Desde un inicio, el autor parte de la convicción de que los derechos de la persona humana sobre los del Estado no admiten la sumisión de sus libertades a un derecho superior. Lo contario, nos hace ver, da origen a las dictaduras y a los regímenes totalitarios. “El derecho humano —cita— nace antes que el Derecho”. El individuo, afirma, es principio y fin del derecho. A esta posición que privilegia los derechos de la persona, años después (1952) Campillo Sainz antepondrá los derechos sociales a los derechos individuales, justificado cuando, por los desequilibrios del poder económico y el abuso de las libertades, el individuo ve mermadas sus capacidades para el pleno desarrollo. Lo resume en una bella frase: “Entre los débiles y los poderosos, la libertad es la que sojuzga y la ley es la que liberta”. A mi parecer, este postulado es la verdadera justificación de la intervención del Estado en las relaciones entre particulares.

“La reunión de los poderes Ejecutivo y Legislativo en manos de un solo hombre es la forma clásica de la dictadura”.

 

En el fondo de esta discusión, yacen dos conceptos yuxtapuestos significados por el personalismo y el transpersonalismo y, para explicarlos, el autor recurre a la famosa polémica entre Sir George Knollys y Sir George Birdwood, cuando pregunta a este, ¿qué salvaría del fuego de una casa en llamas, a un niño o a la “Madonna de Dresde” de Rafael? Birdwood, transpersonalista, contestó que a la Madonna. Yendo a un ejemplo más extremo del transpersonalismo, recurre el autor a Gentile, un ardiente propagandista neohegeliano citado por el maestro Recaséns, de quien dice que si a la opción de rescatar a la Madonna o al niño, se agregara la de una bandera, “el transpersonalista salvaría a la bandera”.

Para entender el esquema fascista, el texto aborda el concepto de Estado que se tenía en esa época, en donde este tiene supremacía sobre el individuo, siendo Hegel quien proclamaba al hombre como un “yo”, en tanto participa del “espíritu objetivo” del pueblo y “está condicionado por el todo”, y el todo —hace notar el filósofo— no es cualquier tipo de comunidad, sino únicamente aquella que se ha constituido en Estado. En palabras simples: el hombre es un “yo”, en tanto es “pueblo”, y es pueblo o comunidad, condicionado a que sea dentro del Estado. Para entender este concepto en la expresión extrema del transpersonalismo, el joven jurista de la UNAM le suma la opinión del neohegeliano Harold Laski (La Liberté), quien dice “… mi verdadera libertad es una sujeción permanente al Estado, un sacrificio tan completo como sea posible de mis tendencias particulares a sus designios que me sobrepasan. (…) En suma, dice Laski, yo no seré completamente libre más que cuando esté completamente impregnado del sentimiento de mi subordinación”. Como se puede apreciar, estos posicionamientos no se sostienen si no están basados en una doctrina que exige en la praxis el dogma y el fanatismo, ajeno a la razón y al buen juicio.

Cuando el autor se acerca a los fundamentos del totalitarismo en su dimensión social, dice que la sociedad y el Estado se influyen de manera recíproca, “pero ni el Estado puede pretender abarcar toda la sociedad ni la sociedad puede pretender abarcar todo el individuo”. Lo contario —dice— es el fundamento del totalitarismo. Y aquí encontramos una aseveración interesante: “La teoría mítica del Estado fue preconizada por Gentile y heredada por Mussolini de Jorge Sorel. Mussolini, comenta el autor, perfecto conocedor de las masas, se dio cuenta del poder del mito sobre las multitudes e hizo de la patria el mito de los italianos.

Más adelante nuestro autor agrega: “Ha hecho (Mussolini) del fascismo una religión, con su liturgia, sus tabúes y sus mártires y fundó en Milán una rara academia a la que llamó “Academia de Mística Fascista”. Se refiere también al concepto “orgánico” del individuo que no es más que una parte del órgano, que es superior en potencia y duración a los de los individuos: “Es una unidad moral, política y económica que se realiza íntegramente dentro del Estado fascista” (Rocco, Carta del Lavoro, del 21 de abril de 1927). “Para el fascismo —dice Mussolini—, el Estado es delante del cual individuos y grupos son el relativo. Individuos y grupos son pensables en cuanto están en el Estado. El fascismo no reconoce más existencia y más interés legítimo que los intereses del Estado fascista y solo acepta los intereses particulares en tanto coinciden con los del Estado”. En otras palabras: “los que no están conmigo, están contra mi”.

“La tesis personalista —nos dice Campillo Sainz— sufre en este caso la más terrible inversión de sus valores: la sociedad se coloca sobre el individuo, el Estado sobre la sociedad y un partido sobre el Estado”. Hace también la distinción entre totalitarismo y dictadura, en donde —sostiene— no toda dictadura implica un totalitarismo: para que exista la primera basta con que el gobierno no se encuentre limitado respecto a sus súbditos por un orden jurídico, siendo esencial en el totalitarismo el absorber todas las actividades dentro de la órbita estatal, subordinándola a sus fines. Y cita al Duce: “Quien en la política religiosa del fascismo se ha detenido en consideraciones de mera oportunidad, no ha entendido que el fascismo: más que un sistema de gobierno, antes que nada, es un sistema de pensamiento” (E. Ludwing. Coloquios con Mussolini). La fórmula del totalitarismo la da el Duce en octubre de 1925 en su famoso discurso en la Scala de Milán: “Nada fuera del Estado, todo dentro del Estado y nada, absolutamente nada en contra del Estado”.

Para concluir su análisis sobre El concepto del Estado fascista, el becario de la universidad italiana se pronuncia concluyente. “Tal es la tesis totalitaria que en lo espiritual pretende llegar hasta el fondo de las conciencias y en lo económico desconoce todo interés singular”. Reconoce Campillo “que —en efecto— hay una ética de las sociedades, sí, pero uno de sus mandatos es precisamente respetar la ética de las individualidades”.

 

Destituir sin previa sentencia judicial a cualquier juez del Tribunal Supremo, entre otras razones, (porque) “se pusieran en contradicción incompatible con la política general del gobierno”.

 

El concepto de pueblo, estado y nación es también objeto de análisis. Para ello recurre a Jellinek (Teoría del Estado), quien entiende por pueblo a la sociedad políticamente organizada, mientras que los pensadores liberales lo entendieron como una simple suma de individualidades “el individuo es resultado de dividir un millón entre un millón”. Analiza también la confusión en el Estado fascista entre nación y estado. En estas reflexiones el autor considera que la nación se realiza solo dentro del Estado y se convierte en una entidad ontológica titular de la soberanía, la cual ya no reside en la nación ni en el pueblo. Pero como el único Estado donde se realiza la nación italiana es en el Estado fascista, esta tesis en último término viene a atribuir la soberanía al Partido Nacional Fascista (PNF), y concluye: “La soberanía ya no reside en el pueblo y ni siquiera en la nación sino en el Estado, y no en cualquier clase de Estado, sino en el Estado fascista”.

Basado en estas reflexiones, profundas y complejas —difíciles de abordar en este espacio—, adelanta una conclusión: “El ideal de todo dictador es llegar a ser un dictador popular”. Y sigue: “Se afirma a veces que el fascismo no es demócrata, pero es populista y, en cambio, Mussolini presenta al fascismo como el ejemplo más puro de la realización democrática, caracterizando a su régimen como una democracia centralizada, organizada y autoritaria, como si la centralización y el autoritarismo no fueran la negación misma de la democracia”. El joven autor aporta una apreciación singular sobre la teoría italiana del PNF, que nació en la Plaza de San Sepolcro, el 23 de marzo de 1919, entre la élite intervencionista y combatiente, sin programa y sin doctrina. “…nació de una acción —dijo Mussolini— y fue acción. En los primeros dos años no fue partido sino antipartido y movimiento.

Tres fases históricas del fascismo nos señalan el autor en su primigenio ensayo: Insurreccional (1919-22); Constituyente (1922, cuando el Duce alcanza el poder), y la Institucional (ley del 9 de diciembre de 1928) fecha en que se crea el Gran Consejo del Fascismo que consagra el partido único y totalitario. “Es el que obra y combate —cita a Panunzio (Lo Stato fascista)— (…). Por tanto, el partido revolucionario es institucional, dictatorial, totalitario y único”. Ya en 1915 —nos informa— Mussolini escribía desde el Popolo de Italia: “Yo pienso que cualquier cosa grande y nueva puede nacer de ese puñado de hombres que representan la herejía y tienen el coraje de la herejía”. Ladel herejía del PNF imponía un juramento: “Juro seguir sin discutir las órdenes del Duce y servir con todas mis fuerzas y si es necesario con mi sangre la causa de la Revolución fascista”, sobreponiéndose así el partido , a la nación y al Estado.

“Indudablemente —comenta el autor sobre el proceso de selección para ingresar al PNF— una de las cosas más difíciles para la determinación de una élite es fijar el criterio de selección. Para el PNF el problema está resuelto. La élite primitiva estuvo compuesta por todos los que defendían la causa fascista, más tarde las gentes se precipitaban en tropel a inscribirse porque ello significaba enormes privilegios, y se cambió la forma de selección; actualmente pasan a formar parte del partido todos los inscritos en la organizaciones juveniles que automáticamente pasan a formar parte de la Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional, a las órdenes del Jefe de Gobierno para “defender la causa de la Revolución fascista”. “El Duce —concluye— hace todo, dicta todo y nombra todo”.

En su apartado Estado y Derecho, cita el autor: “Mussolini ha dicho frecuentemente que el fascismo no es un programa, `es un movimiento, nació de una necesidad de acción y fue acción´. De acuerdo con los postulados de su filosofía activista, el Duce ha eludido siempre la fijación de un programa y repudia temeroso a `todo lo que signifique hipoteca arbitraria sobre el misterioso futuro (Popolo de Italia, 23 de marzo de 1921)´. Acepta, en cambio, todas las soluciones que le brinda la naturaleza de los hechos, …porque él “no excluye nada” (Trieste, 20 de septiembre de 1920)”. El siguiente comentario es revelador del agudo análisis que sigue el joven abogado de la UNAM: “El fascismo se afana en ser algo más que un programa, desearía adquirir la categoría de forma de vida, que apareciera frente a la forma de vida del liberalismo y pasará a la historia. De la misma manera que hubo italianos del Renacimiento o de la Edad Media, Mussolini quiere que las generaciones venideras hablen de los italianos del fascismo”. Y concluye: “Se instauraron nuevas tablas de valores en oposición a la escala de la burguesía (…), y a la aclamación de inmutables normas racionales se opuso el entusiasmo desenfrenado de los mitos”.

Hay entre las líneas algo que inquieta al joven maestro de derecho laboral: las autonomías y su razón de ser. Al referirse al Estado y derecho, menciona que “En el Estado fascista, el derecho ya no considera regir las relaciones éticas de los particulares … “ahora el derecho no es sino un instrumento de la organización del Estado fascista (…), que no puede tolerar la existencia de autonomías frente a su suprema autonomía ni de ordenamientos jurídicos independientes frente a su ordenamiento jurídico. La fórmula fundamental no admite que existan fuera del Estado poderes capaces de crear el derecho, solamente es derecho aquello que la voluntad estatal impone como tal”. “Además —comenta más adelante—, las autonomías son contrarias a la unidad, unidad que es condición sine qua non de la dictadura”. Citando a Heller (Europa y el Fascismo), concluye: “la norma sin voluntad del racionalismo fue sustituida por la voluntad sin norma, y el derecho sin fuerza, por la fuerza sin derecho”.

En este análisis no podía faltar una referencia al Estado de derecho, partiendo del concepto generalmente aceptado de que el Estado no puede hacer sino aquello que le está permitido por la ley. En el Estado fascista, en cambio, no se reconoce un deber ser “porque el dictador no halla ningún freno en el derecho positivo que pueda violar o modificar a su arbitrio, basado Mussolini en la ley de 31 de enero de 1926, en la que la ley la sanciona el Gran Consejo del Fascismo, al que Mussolini le nombra sus miembros y les fija la orden del día”. “Aquí — afirma el autor—, la vieja fórmula kantiana (‘el hombre es un fin en sí mismo’) ha sido completamente trastornada por la nueva doctrina, y Alfredo Rocco, ideólogo del fascismo, no tiene empacho en afirmar que el Estado es el fin y el individuo el medio”. Y agrega: “Las libertades públicas e individuales son desconocidas: no existe libertad de asociación, de pensamiento, de enseñanza o de prensa —a los periodistas se les exige no solo un criterio apegado al pensamiento gubernamental sino que llega a la exageración de que se escriba ‘en estilo fascista’ ”. En el decreto de 28 de febrero de 1928, cualquier noticia contra un fascista fue totalmente prohibida, y, en cambio, a respetables no fascistas que criticaron al régimen (como Benedetto Croce), se les puede llamar con total impunidad “vulgar descamisado y alma rastrera de criminal potencial”.

Del tema religioso, el texto que nos ocupa refiere que “La declaración del Estado italiano como uno confesional católico, no fue sino una medida convencional que las circunstancias impusieron al Duce”. Mussolini afirmó frente a los garibaldinos que “su ideal era un pueblo pagano, alegre y guerrero: …el fascismo respeta al Dios de los ascetas, de los santos, de los héroes y también al Dios tal como lo ve y le reza el corazón ingenuo y primitivo del pueblo”. Sobre la organización económica del fascismo, el autor comenta que “Sobre un trabajo ya hecho en gran parte por la lucha sindical, realizó (Mussolini) `la totalización´ de la vida económica nacional y estableció la única forma posible de dictadura moderna, la que se asienta sobre una amplia base popular”. La sumisión corporativista y sindicalista llevó a darle gran notoriedad a Giuseppe Bottai —primer ministro de las corporaciones— por el gran mérito de “pensar exactamente igual a Mussolini”. El corporativismo recién conformado y fortalecido, fue resultado del desprecio que el propio Mussolini sentía por la democracia representativa. “La Cámara de Diputados, exclama el Duce, nunca fue de mi gusto, pues al fin y al cabo es anacrónica desde su mismo titulo… Y presupone un mundo que nosotros mismos hemos demolido… y es perfectamente concebible que un Consejo Nacional de las Corporaciones sustituya totalmente a la actual Cámara de Diputados”.

La fórmula del totalitarismo: “Nada fuera del Estado, todo dentro del Estado y nada, absolutamente nada en contra del Estado”.

 

En el mismo ensayo se lee que “el Jefe de Gobierno es el factótum de la política italiana y en sus manos se concentra toda la vida jurídica, legislativa y administrativa de toda Italia. “La descentralización —ahí se dice— municipal y por provincias ha quedado definitivamente abolida y es el Duce quien personalmente nombra a todos los prefectos…”, y concluye: “La reunión de los poderes Ejecutivo y Legislativo en manos de un solo hombre es la forma clásica de la dictadura. Cuando el titular del ejecutivo no encuentra freno a su actividad en las normas jurídicas, ha quedado roto el Estado de derecho y nunca puede decirse con mayor razón que no existe un freno en tanto la actividad del dictador es la ley en sí misma”. Siendo, pues, que el parlamento ha sido sustituido por la Cámara de los Fascios y de las corporaciones, el poder judicial tampoco escapa de estar a merced del dictador, quien autorizó al gobierno (Decreto del 5 de mayo de 1923) para destituir sin previa sentencia judicial a cualquier juez del Tribunal Supremo, entre otras razones, (porque) “se pusieran en contradicción incompatible con la política general del gobierno”.

Hasta aquí me he limitado a resaltar lo que a mi parecer resultan ser los rasgos que mejor reflejan lo que fue el Estado fascista, sus planteamientos políticos, los argumentos de sus impulsores y el basamento jurídico y filosófico sobre el cual operó uno de los regímenes más opresores de la primera mitad del siglo XX. Hay al caso una circunstancia histórica que, si bien no justifica un sistema que abole las libertades individuales y considera al Estado en un fin en sí mismo, el hecho es que hasta principios de los cuarentas de ese siglo, había en los italianos un sentido heroico reivindicatorio en su lucha por la desaparición del sistema previo, caótico en los más diversos aspectos de la vida política y económica. En ese momento, la mayoría de los italianos no imaginaba que cinco años después, el 28 de abril de 1945, al final de la Guerra, Sandro Pertini, líder del Comité de Liberación Nacional y futuro presidente de Italia, giró  instrucciones para que se le diera a Mussolini una muerte violenta, “ejecutándolo como a un perro”.

Hasta aquí nuestra reseña. Termino diciendo que en toda obra, la edad y el tiempo cuentan. Adviértase pues que quien escribió este texto lo concibió en 1938; un año más tarde lo concretó en forma de tesis profesional, y deja como testimonio escrito un pequeño volumen de no más de 60 páginas. A esta temprana edad, José Campillo Sainz fijó una convicción que le acompañaría durante toda su vida: “Como una forma definitiva de organización social, como régimen ideal y a la luz de los principios de la ética y el derecho, el fascismo resulta absolutamente condenable, como condenables son todos los regímenes que quieren asentarse sobre el aniquilamiento de las personalidades humanas y la coacción de la libre iniciativa y de la personal vocación”.

Adviértase igualmente que en 1938, había un sentimiento de admiración por la Italia de Mussolini; el propio Hitler le habría de seguir con la fundación del partido Nacional Socialista o NAZI (1922-1923) ante el entusiasmo que habría despertado aquel. En septiembre de 1939 estalla la Guerra; en 1941, Japón ataca a los Estados Unidos y a las posesiones europeas del Pacífico. En esos tiempos, la sed de revancha de unos y la ambición de otros, movía ciegamente al pueblo raso de distintos países agresores a combatir sin tregua por los nuevos territorios. El 2.5 por ciento de la población mundial habría de morir, ente 50 y 70 millones de seres humanos, en escasos cinco años de lucha. Quizás solo Mao Zedong acumuló tantas víctimas. Las doctrinas totalitarias, de uno y otro extremo ideológico, rendirían sus macabros y sangrientos resultados.

 

 

Tal parece que el joven becario supo interpretar las consecuencias que podrían tener planteamientos teóricos transpersonalistas llevados a la praxis política, advirtiéndonos que resulta contrario a la naturaleza humana sobreponer los fines del Estado a los derechos fundamentales de la persona, o lo que nuestra Constitución consagró como “garantías individuales”, y que hoy han sido denominadas —correctamente, diría yo— Derechos Humanos. Cuanto se escribió y se dijo en esas pocas páginas, se hizo en un momento en que nada estaba decidido, pero fueron premonitorias.

Parece evidente, por tanto y finalmente, que una lectura e interpretación correcta de las doctrinas que dieron origen a esquemas como el Estado fascista, el Tercer Reich, la Rusia soviética o la China maoísta, entre otros, es la mejor forma de prever —y prevenir—, en ese entonces y ahora, episodios que degradan esa naturaleza de infinitas posibilidades, de ese ser único e irrepetible, capaz de discernir y transcender, qué es el ser humano. Reflexionemos hoy, para redimir el mañana. Sería imperdonable repetir los mismos errores que la historia nos ha enseñado.