En estos días en que el mundo cristiano conmemora la pasión y crucifixión de Jesucristo resulta propicio hacer un alto en el camino para reflexionar sobre los acontecimientos que hemos venido viviendo en los últimos tiempos. La llamada Semana Santa o Semana Mayor en la religión cristiana es pues ocasión propicia para reflexionar.
En nuestro país, desde que se instauró el catolicismo con la Colonia, se ha conmemorado por la comunidad cristiana, que representa el 90 por ciento de la población, en un espíritu de reflexión, meditación e introspección, así como, con representaciones de la pasión de Cristo, algunas de las cuales son famosas en el mundo entero, como la procesión silenciosa de San Luis Potosí; los penitentes de Taxco; la pasión de Iztapalapa en el cerro de la Estrella en Ciudad de México; la de Metepec o la de Tenango del Valle, en el Estado de México, por citar algunas.
A la par de las celebraciones religiosas, de un particular sincretismo religioso mexicanísimo, para algunos estos días se convierten en temporada de holganza, esparcimiento, diversión y hasta excesos; de vacaciones en distintos lugares, en playas —quienes pueden— aunque algunos pueden con visita previa o posterior al Monte de piedad. En suma, tenemos nuestra propia tradición.
Serán especialmente relevantes las celebraciones religiosas de Semana Santa que oficie en Roma el sumo pontífice, el papa Francisco, primer papa franciscano y latinoamericano, el mismo que ha expresado que le gustaría una iglesia pobre y para los pobres, el mismo que ha llenado de regocijo el corazón de los creyentes al abandonar los lujos y formas fastuosas de la liturgia y los protocolos vaticanos. El mismo que condena la sed de poder, la arrogancia y la prepotencia. El mismo que al dirigirse a los cardenales de su iglesia les recordó que forman parte de una oligarquía, pero de una iglesia que nació con la crucifixión de un hombre, de un hombre que no vino a recibir los honores reservados a los reyes sino a ser azotado, insultado y ultrajado, el que tomó sobre sí el mal y el pecado del mundo y lo lavó con su sangre con misericordia y amor.
La fiesta pascual de los cristianos tiene sus raíces en la pascua de los judíos. La celebración judía se entiende mejor al conocer los ritos de celebración pascual del Antiguo Testamento cuando Moisés liberó al pueblo judío de la esclavitud en Egipto, para interpretar el misterio de la muerte y la resurrección de Jesús y que constituye la fiesta más importante de nuestra Iglesia.
El origen puede rastrearse desde la noche de los tiempos, cuando los pastores nómadas celebraban con una fiesta especial el comienzo del año o la transición entre el invierno y la primavera. Coincidía con la época del año en la cual nacían las crías de las ovejas. La noche del primer día de luna llena de la primavera se reunían los pastores en el desierto, sacrificaban y cenaban un cordero, realizaban un rito mágico-religioso para espantar los espíritus que podían perjudicar a los ganados o para ganarse la protección de los buenos espíritus y agradecían a los dioses la protección a su pueblo. Posteriormente se conmemoró la salida de los judíos de Egipto.
La pasión de Cristo tiene otras lecturas religioso-filosóficas de mayor trascendencia que afectan el paso del hombre en el tiempo infinitesimal de la vida humana. La sociedad espera un planteamiento y un convencimiento de construir una rúa por donde transitar hacia una sociedad más justa. Un mundo mejor como el que Jesús soñó y prometió para toda la humanidad.