En este Mundo, para bien o para mal, hay de todo. Así, para algunos, llegar a viejo implica abandonar prejuicios; ignorar inhibiciones; dejar hacer, dejar pasar; en pocas palabras: que cada quien haga lo que su regalada gana le indique. Otros, en cambio, olvidando sus pecados de juventud, se erigen en predicadores de buenas costumbres, en adalides de una moralidad ultra ortodoxa y guardianes de la verdad absoluta. Ésta, normalmente, se identifica con la moral de una religión. Unos más, se dedican a gozar la vida y los placeros que ella, en la medida de lo posible, proporciona; no pierden el tiempo en aconsejar ni en recibir consejos.
Contrariamente a lo que muchos creen, la vejez no es una carga; tampoco es un mal; lejos de ello. Es el estadio ideal de la vida. Hay muchas razones para que así sea. Pasados los sesenta años mucha es la experiencia, pocos los riesgos y escasos los embarazos.
Aquí no se habla de la vejez en general; se alude a un tema especifico: la vejez en la antigua Grecia. En ella, según los testimonios que se han conservado, hubo de todo: viejos graves y prudentes; hombres cargados de años que legislaron y organizaron países, ciudades-estado o sociedades.
También hubo viejos rabo verde; éstos, cubiertos por el manto de los muchos años, seducían doncellas y jóvenes imberbes; se les perdonaba todo y, con mayor razón, cuando se trataba de viejos geniales, como lo fueron el trágico Sófocles y el poeta Anacreonte.
Comencemos por los viejos honorables y graves; dos de ellos legisladores y hombres de bien: Solón, de Atenas y Licurgo, de Esparta. De éste diremos poco; de aquél, lo suficiente.
Solón, uno de los Siete Sabios de la antigüedad, fue llamado a organizar la ciudad-estado de la que era nativo y ciudadano: Atenas. Lo hizo prudentemente; suavizó las leyes de Dracón, liberó a los deudores de sus cargas y dio participación a los más en la elección de los magistrados y en el ejercicio del gobierno.
Refiere Plutarco que durante la tiranía de Pisístrato, ante la ola de represión que provocó, los nobles de la ciudad huyeron; pocos de los que en verdad valían se quedaron. Uno de ellos fue Solón, de muy avanzada edad; éste se retiró a su casa, puso sus armas fuera de su casa, con ese gesto dio a entender que estaba listo para luchar contra el tirano; no se detuvo en eso, también lo censuró y, con él, a sus secuaces. Ante esta muestra de osadía, se le hizo notar los peligros que corría:
“… eran muchos los que le advertían que iba a ser víctima del tirano; y como le preguntasen qué era en lo que imprudentemente confiaba, ‘En la vejez’ les respondió.”
El mismo autor asienta: “más con todo, Pisístrato, apoderado ya de toda autoridad, tuvo tanto miramiento con Solón, honrándole, contemplándole y enviándole llamar, que fue éste su consultor, y aun celebró alguna de las cosas que hacía…” (Plutarco, Vidas paralelas, Solón, XXX y XXXI).
El otro gran legislador de la antigua Grecia fue Licurgo; éste organizó Esparta, lo hizo de tal manera que, a pesar de ser un estado pequeño, por su organización política-militar, se impuso a las restantes ciudades-estado de la península helénica. Su muerte fue ejemplar: estando en su vejez y en la cúspide de su felicidad, optó por una muerte pública, como conviene a un hombre público; dejó de tomar alimento; así partió de este mundo.
La vejez es una especie de fuero o forma de inmunidad no prevista en las leyes; indudablemente existe y se observa. En menor o mayor grado, el respeto a los viejos es universal y permanente.
En Esparta se tenía mucho respeto a los viejos. Existía la opinión de que era el lugar ideal para pasar la vejez.
En México, en las poblaciones con influencia indígena, a los viejos se les guarda un respeto especial. Esa práctica se observa también en las grandes ciudades. Fui testigo de un hecho singular: en 1968, en la Alameda Central de la Ciudad de México, entre Bellas Artes y la calle de López, nos enfrentábamos los estudiantes, profesores y pueblo en general a los granaderos y policía. Éstos nos tiraban gases lacrimógenos; nosotros respondíamos con piedras y lo que encontrábamos. En medio de la humareda y la violencia apareció una anciana, pobre y mal vestida jalando un carro con ruedas de balín en el que estaban, tal vez, todas sus pertenencia; ella, sin pedir permiso, se atravesó entre nosotros los beligerantes; al verla, granaderos y adversarios, suspendimos la lucha; la anciana, sin voltear a vernos, pasó entre nosotros. Una vez que desapareció, siguió nuestro enfrentamiento. Estoy seguro de que aún viven algunos de los que fueron testigos de ese incidente.
En Grecia también hubo viejos rabo verde. Algunos de ellos geniales. Invoco dos ejemplos: Anacreonte y Sófocles. El primero, a pesar de su avanzada edad, aún pretendía a las mozuelas; ellas no le hacían mucho caso; se quejaba:
“Dícenme las muchachas:
‘Viejo estas Anacreón,
y para que lo veas,
toma, toma el espejo,
verás que en la cabeza
ya no tienes cabello,
y que muestras la frente
con calva y sobrecejo.’
Pero yo les respondo:
‘Muchachas, no me meto
en si ha quedado alguno
o todos se cayeron;
sólo podré deciros
que de amores y juegos,
cuando más se le acerca,
la muerte, trata el viejo.'”
El mismo Anacreonte, reconociendo su vejez, rechazando las limitaciones que ella impone, también afirmaba:
“Amo al que es viejo verde
y amo al que es mozo y baila,
ambos a dos se alegran
y ambos a dos me agradan.
El viejo, si es de gusto,
sólo es viejo en las canas
que para las holguras
es muchacho en el alma”.
Refiere Plutarco que hallándose Pericles y Sófocles como estrategos en una expedición naval ” …celebrando éste de lindo a un mocito: ‘Un general -le dijo- no sólo ha de tener limpias las manos, sino también las miradas.'” (Vidas paralelas, Pericles, VIII). Eso dijo su colega Pericles al poeta trágico y estratego casquivano.
Pasados los años, según cuenta Platón: “…en cierta vez estaba junto al poeta Sófocles cuando alguien lo preguntó ‘¿Cómo eres, Sófocles en relación con los placeres sexuales? ¿Eres capaz aún de acostarte con una mujer?’ Y el respondió: ‘Cuida tu lenguaje, hombre; me he liberado de un amo loco y salvaje.’ En ese momento lo que dijo me pareció muy bello, y ahora más aún, pues en lo tocante a esas cosas, en la vejez se produce mucha paz y libertad”. (La república, 329b y c).
A mis ochenta y dos años de edad puedo afirmar, lo hago de manera contundente, que Sófocles no tenía razón; cuando menos a esa edad es falso que alguien se haya liberado de ese amo loco y salvaje. Le doy la razón a Anacreonte, que vivió ochenta y cinco años: que aún sentía los llamados de Eros. Tengo un compadre que a los ochenta y siete años reconoce que tiene “una autonomía de vuelo de sólo quince días; pasado ese lapso tiene que bajar a tierra”. La falta de interés del hombre en las mujeres tal vez suceda después de los noventa años, no antes. En el evangelio se insinúa que los muertos dejan de ser marido y mujer, lo que implica admitir la posibilidad de que quienes partieron de este mundo, ya no piensen en sexo (Lucas, cap. 20, v. 36). Si hacemos caso a esa afirmación, habrá que reconocer que la muerte sí es capaz de liberar de Eros. Tal vez tenga razón. No estoy tan seguro.
La mitología griega niega esa posibilidad; los bienaventurados se hallan gozando eternamente de borracheras y orgías en los Campos Elíseos.
Desde la antigüedad los escritores dejaron constancia de que a los viejos le da por alardear, de escudarse en su edad para no realizar una tarea ordinaria; en cambio, se dedican a importunar a medio mundo con sus recuerdos. Néstor, como viejo que era, en un pasaje de la Ilíada, dice:
“También a mí mismo me gustaría mucho ser igual que cuando maté a Ereutalión, de la casta de Zeus. Pero los dioses no otorgan a los humanos todo a la vez: si entonces era mozo, ahora en cambio la vejez me acompaña. Mas incluso así estaré entre los cocheros y los exhortaré con mis consejos y advertencias, el privilegio de los ancianos”. (canto IV, 130 a 123).
Algunos, entre ellos Cicerón, Séneca y recientemente Bobbio, han escrito sobre la vejez. Lo hacen en forma noble y grave. Bien hecho. También había que hacer un elogio de los viejos rabo verde y desinhibidos. Este pretende ser uno.