El pasado fin de semana, testimoniamos en Michoacán un nuevo y lamentable episodio de la creciente descomposición social que vivimos como efecto de la violencia criminal desatada por el crimen organizado. Y si, en Michoacán, donde al inicio de un nuevo gobierno en 2006, se declaró la “guerra” al narco, lo que lejos de abatir la violencia vivida principalmente en Tamaulipas al final del régimen Foxista, exacerbo la espiral de violencia. Lo anterior nos permite insistir en nuestra postura de entonces y que ahora reiteramos que era un error involucrar al ejército en tareas de seguridad pública.
Sin caer en la arrogancia intelectual de la auto cita, quisiera recordar a los lectores de Siempre!, que nuestra posición respecto de esa decisión fue oponernos a la utilización de la fuerzas armadas como policías. La primera razón, porque constituía una violación flagrante del marco jurídico constitucional, y adicionalmente por razones prácticas, tales como: se le perdería el respeto al uniforme y podría ser permeado por la corrupción ante la enorme cantidad de recursos financieros que maneja el narcotráfico.
Se comprendía que la corrupción había penetrado a todas las corporaciones policiacas de todos los ámbitos, municipal, estatal y federal y que las fuerzas armadas eran la última línea de contención. En esas circunstancias y ante una retorcida interpretación jurisprudencial, que si podría actuar el ejército, solo por petición de una autoridad civil, como coadyuvante y únicamente de manera temporal, podía la sociedad aceptar la injerencia del Ejército y la Marina.
La política pública preveía que en paralelo se depurarían las corporaciones civiles responsables de la seguridad pública, como lo prevé el texto Constitucional, se les capacitaría, se mejorarían los salarios, se elevaría el nivel de estudios de sus integrantes, en pocas palabras se profesionalizarían las fuerzas policiacas de los tres ámbitos de gobierno. A esos afanes se destinaron recursos oceánicos y los resultados dos sexenios después siguen sin percibirse.
En el lapso trascurrido, una evaluación somera nos muestra que efectivamente un segmento de sociedad le perdió el respeto a los integrantes del ejército que realizan labores de disuasión y persecución de las bandas criminales, los hechos acaecidos en Michoacán, son solo un botón de muestra. Por otro lado, y dándoles la razón a quienes señalan a las fuerzas armadas como violadores contumaces de Derechos Humanos, algunos de sus miembros o unidades completas se han visto involucrados en hechos condenables e inaceptables. Lo anterior, sin que sostenga que no es una conducta institucional. Adicionalmente, se conocen también actos de corrupción que han sido procesados por las instancias de procuración y administración de Justicia Militar.
En este gobierno que comienza, hasta ahora la estrategia y las políticas públicas no se modificaron sustancialmente, las modificaciones legales y la creación de la Guardia Nacional, parecen más bien cambios cosméticos y de vestuario. Sin dejar de reconocer que por lo menos a nivel discursivo se hable de atacar las causas estructurales de la violencia, esto es, la pobreza, la desigualdad social, la educación y un largo etcétera.
Lo que a todos los mexicanos nos parece inadmisible es que los miembros del Ejército y la Marina puedan ser vejados, humillados, desarmados con total impunidad, sin poder hacer uso legítimo de la fuerza del Estado. Lo anterior, no quiere decir que propugnemos por conductas violatorias de Derechos Humanos, mediante el uso de los Protocolos de la ONU sobre “Principios básicos sobre el empleo de la fuerza y de armas de fuego por los funcionarios encargados de hacer cumplir la Ley” se logrará el uso proporcional de la fuerza en defensa de la vida y la integridad de las personas y también de policías, soldados y marinos.