“Entre un corrupto y una prostituta, es más fácil
que una prostituta entre al cielo, pues élla
vende su cuerpo para salvar su alma, mientras que
el corrupto vende su alma para salvar su cuerpo”.
En la Roma del siglo IV d. C., el emperador Constantino fue el primero en convertirse al cristianismo e iniciar una lucha contra paganos, idólatras y politeístas de la cultura romana que le precedía. Ordenó la total destrucción de toda representación que indujera a las desviaciones de la única y verdadera fe revelada por quien vino a salvar al mundo del pecado. Se prohibieron las lecturas, los ritos y las imágenes que alentaran, sobre todo, las tentaciones del cuerpo. A él y a sus seguidores –San Agustín, Juan Crisóstomo, San Pablo–, y miles de pobres e ignorantes (como la secta de suicidas conocidos como circunceliones que buscaban la muerte para ser mártires), les debemos la destrucción casi total de la literatura latina. Las obras de Plinio, Cicerón, Séneca, Virgilio, Ovidio, Tito Livio y muchos más, ardieron en la hoguera. También se ordenó la demolición o mutilación de los templos y esculturas más bellas de la antigua Roma, como el templo de Atenea, de Apolo o la biblioteca de Alejandría (Catherine Nixey. La edad de la penumbra). En la nueva doctrina, la lucha era contra las tentaciones del diablo, sobre todo la lascivia; el diablo estaba en todas partes, te acechaba incluso dormido, en el puro pensamiento.
El enemigo se personificó en el Diablo, su triunfo era la comisión del pecado. En un relato de la época, se cuenta que un monje se castró por decisión propia para evitar las tentaciones del cuerpo. Hoy, al diablo y al pecado, el enemigo a vencer, le llaman “corrupción”, corrupción –se dice– que todo lo invade, todo lo permea, está en todos y en todas partes. Las inquisiciones –de antes y de ahora– nunca pudieron –ni podrán– exterminar el pecado ni a los pecadores. El problema reside en que cuando convertimos, ya sea el pecado o la corrupción, en el objetivo ultimo a vencer, absolutamente todo puede ser condenable, y los medios son todos justificados; en orden cronológico: el suplicio, la excomunión, la hoguera, la confiscación de los bienes, la condena pública, la congelación de cuentas, cancelación de megaproyectos (lujo que induce a la lujuria), el recorte de personal y de presupuesto. Antes y ahora se diría: “es preferible la auto castración antes que cometer actos impuros, o sea, de corrupción”. Es muy probable que el monje que hubo de cepillarse sus “partecitas” no haya vuelto a tener deseos “impuros”, como tampoco pudo procrear una familia que le trascendiera. Así ahora, es probable extirpemos las tentaciones de la corrupción, pero, en cambio, no podremos curar a nuestros enfermos ni educar a nuestros niños.
A diez años del empoderamiento de Constantino, se empezaron a aprobar leyes restringiendo “las contaminaciones de la idolatría”. En México, en unos cuantos meses ya se tomaron las debidas providencias contra la idolatría neoliberal (“esa minoría –nos dicen– rapaz, parásita y depredadora”), la cultura y la salud. Algunas de éstas han resultado en leyes; otras, en memoranda; otras más, “porque yo lo digo y porque yo sé los que es justo”. La santidad de antes, ahora se llama honradez, esa gracia extraña que todos, menos los fifís, tienen.
San Juan Crisóstomo elaboró una lista de cosas prohibidas: una mujer hermosa era una trampa terrible; la risa «a menudo da lugar a un lenguaje obsceno», la charla «la raíz de males posteriores», los dados «introducen en nuestra vida una infinidad de miserias», y el teatro, podía conducir a una amplia variedad de males: «la fornicación, la intemperancia y todo tipo de impurezas». En cambio, algunos cristianos intelectuales que advertían coincidencias de la doctrina de Cristo con la de Sócrates, se permitían algunas excepciones: “En realidad –decía Justino Mártir– era uno de nosotros. Sócrates era un cristiano antes de Cristo” (op. cit.).
También ahora se dan el lujo de conceder algunas excepciones; por ejemplo, castigan a una funcionaria por retrasar un vuelo de avión, pero perdonan, en cambio, a los autores de la Gran Estafa, o a un Superdelegado proveedor de medicamentos. “En realidad –han de pensar–, era uno de nosotros…”
En todo esto, resulta interesante observar que cuando el diablo, el pecado o la corrupción –en cualquier momento de la historia– se convierten en un único y temible enemigo, el pueblo lo asume como un dogma, como una consigna. Aquí, la ignorancia no sólo es un obstáculo, sino un valioso ingrediente. Según los cristianos antiguos, al igual que ahora, los intelectuales no son heréticos, pero sí dignos de sospecha. San Antonio decía que la educación no importaba demasiado: “no es necesario leer, abandona los libros y el pan y te ganarás el favor de Dios”. Alguien, me late, en la 4T tiene muy presente los principios de este santo señor.
La ventaja para cualquier gobernante de poder identificar al diablo y al pecado con la figura de la corrupción, es que en la práctica blande el “petate del muerto” con el que puede asustar, e incluso condenar, a cualquiera que le plazca. Es más, si cuenta con el poder suficiente, él puede decir cuándo has sido poseído y el castigo que mereces. Sólo así me explico la complacencia, tolerancia y silencio de quienes son amenazados y que sólo por temor asumen una conducta vergonzante y vergonzosa.
Ese credo, no es el mío. Espero que tampoco el vuestro.