Recordar la frase, atribuida a Napoleón, también empleada por Lenin y de la que el político y escritor francés Alain Peyrefitte se sirvió para titular su ensayo Quand la Chine s´éveillera, aparecido en 1974 y que fue un éxito editorial, es oportuno.
Porque China, de la que Mao ZeDong, el Gran Timonel, dijo que “es un gigante que se ha puesto de pie, nunca más será arrodillada”, ha despertado, después de una larga marcha de la mano de ese déspota, mitad héroe, mitad asesino, fallecido en 1976, con la Reforma y Apertura –el proceso de reformas echado a andar a partir de 1978 por Deng Xiaoping, que lo sucedió.
Este, denominado Pequeño Timonel, se decidió a superar, a marchas forzadas, las catastróficas consecuencias del Gran Salto Adelante, desmanteló la economía socialista y entró de lleno a la economía de mercado, aceptando la inversión extranjera, y rompiendo con la autarquía que defendía Mao, China abandonó su aislamiento –como el del Imperio Británico de fines del XIX y el de los Estados Unidos de hoy con Trump. Y se abrió al mundo, “para nunca darle la espalda”.
Téngase presente, sin embargo, que el capitalismo de Pekín es un capitalismo de Estado, vale decir, con el instrumental del sistema capitalista, pero controlado por el Estado. Con sus multimillonarios, como en Occidente –tal es el caso de Ma Huateng, más conocido como Pony Ma –con una fortuna de 45 mil millones de dólares– Jack Ma y Li Shufu, quienes cuentan con el apoyo del partido comunista, y constituyen una excelente propaganda de un país con vocación de dominio económico.
El régimen presenta, además otra diferencia –ésta grave– con el Estado y la sociedad “capitalista” de Occidente: no es una democracia liberal y puede violar flagrantemente los derechos humanos. Como se puso de manifiesto en la matanza de la plaza Tiananmen, el 3 de junio de 1989, cuando los militares masacraron a estudiantes, obreros y otros civiles que exigían cambios democráticos. Los muertos fueron, según diversas estimaciones, 400, más de 1000 o más de 10 mil–esta cifra de acuerdo al embajador británico de la época. Aparte los más de 100 mil heridos.
Li Peng, entonces primer ministro de la adolescente China “capitalista” puesta en marcha por Deng Xiaoping, fue el responsable de esta matanza, condenada internacionalmente. Sin embargo, fue reelegido y elogiado entonces; y ahora, con motivo de su fallecimiento este 22 de julio, los medios chinos gubernamentales, dijeron que las medidas que tomó “el camarada Li Peng” fueron “decisivas para detener el desorden y apaciguar los disturbios contrarrevolucionarios”.
Hoy el Celeste Imperio camina de la mano del presidente Xi Jinping, su Nuevo Timonel, firmemente asentado en el poder –cuyo mandato ya no está limitado a dos períodos–, enérgico, pragmático y que hoy enfrenta, con habilidad y firmeza la guerra comercial que le ha declarado Trump como presidente de Estados Unidos.
China ha crecido económicamente de manera impresionante: de 1975 a 2005, a una media de 9.5 por ciento anual, aunque en el segundo trimestre de este 2019 haya caído a 6.2 por ciento, lo que de todas maneras sigue siendo impresionante. Produce enormemente bienes de toda índole y de excelente calidad –la fama de mala calidad que acompañaba a los productos chinos va siendo cosa del pasado. Otro dato, asimismo importante, es el de que, informa el periódico chino Global Times, el número de empleados en ese país, es mayor que el de los empleados de Estados Unidos y la Unión Europea en conjunto.
De los múltiples datos cuantitativos e informaciones cualitativas sobre la fortaleza económica del país asiático, me parece particularmente ilustrativo hacer notar que en una suerte de desafío a Occidente, ha creado sus propios sistemas digitales de información, comunicaciones, comercio y servicios: Baidu, que es su Google; Tencent, su Facebook –que llegó a sobrepasar momentáneamente a éste en valor de mercado–, Alibabá, su Amazon; Yoku, su YouTube; Didi, su Uber; QQ, su Spotify; y WeChat, su WhatsApp –esta última, WeChat, a través de la cual se hace en China el 70 por ciento de los pagos. Tal dinamismo ha hecho decir a Eric Schmidt, presidente de Google y de Alphabet, que en breve habrá Internet chino.
Este gigante puesto de pie, como lo dijo Mao, pero siguiendo estrategias y con prioridades diferentes a las del Gran Timonel, tiene, además, con Xi Jinping, presencia internacional –en naciones extranjeras y en todos los continentes– contundente, aunque de expresión discreta, que choca con la presencia insultante, así sea igualmente –o más– contundente que China, de los Estados Unidos de Trump. Sin la agresividad que llega a percibirse –acertada o erróneamente– en Putin.
Su presencia es –obvio– imponente en su entorno, donde reparte, según sea el caso, recompensas comerciales, ayuda militar, inversiones; o castigos también comerciales, presión militar, etc. Hay múltiples ejemplos de ello, que tienen que ver con India, Pakistán, Vietnam, Filipinas, Camboya –sin excluir a Japón y Corea del Sur.
Respecto al entorno, hago especial referencia al muy mediático ejemplo de Corea del Norte, cuña que pone China a Seul, la “aliada incondicional” de Washington. Cuña de la que Pekín saca dividendos valiéndose de Kim Jong Un, su “aliado incondicional” y protegido, como anzuelo para envanecer a Trump: quien solo ha obtenido la vaga promesa de Kim, sobre la desnuclearización de su país, a cambio de la suspensión de los ejercicios militares estadounidenses realizados con Corea del Sur. Una clara victoria diplomática, no tanto de Kim como de Xi Jinping, que causa desencanto y preocupa seriamente a los aliados de Washington en la región.
No puede ignorarse, por supuesto, la relación de Pekín con Taiwán, tensa en la mayor parte del tiempo y a menudo llena de conflictos. La isla se pretende país soberano, en tanto que China la considera parte de su territorio. Actualmente las tensiones están a flor de piel, porque la presidenta taiwanesa Tsai Ing-wen se rehusa, desde su arribo al poder en 2016, reconocer el principio de la unidad de la isla y el continente en el seno de una sola China.
Hay múltiples ejemplos de la presencia internacional, económica y política, de China en todas las latitudes. Es el caso de la “conquista” de África, a la búsqueda de los insumos agroalimenticios y energéticos requeridos por el crecimiento chino, realizando inversiones multimillonarias y creando en varios países africanos las llamadas Zonas Económicas Especiales, como las creadas en territorio chino y que impulsaron grandemente la economía de las zonas en las que se instalaron.
Pekín ejerce su “poder suave”, económico y político con las inversiones y obras de infraestructura importantes, de las que menciono la línea ferroviaria Nairobi – Mombassa, en Kenia, a pesar de la corrupción que ha acompañado al proyecto. Igualmente interesante es tener presente que precisamente en la plaza Tiananmen tuvo lugar, en septiembre de 2018, el Foro China – África, con la participación de todos los líderes africanos –excepto el rey de Swazilandia–; y que ya se anuncia el próximo Foro, para 2021, en Senegal.
Una palabra también sobre América Latina, donde Pekín es ya el principal socio comercial de Argentina, Brasil y Perú, así como el primer destino de las exportaciones de Brasil, Chile, Cuba, Perú y Uruguay. Las relaciones bilaterales, ya en 2017, alcanzaron los 244,000 millones de dólares, mientras que, desde 2005, los préstamos a Latinoamérica alcanzan los 150,000 millones de dólares. Es igualmente interesante tomar nota de que Venezuela está recibiendo el 53 por ciento de los préstamos chinos a la región, a pesar de su grave crisis económica y social, y de las no menos graves turbulencias políticas. Además, si creemos a las declaraciones, en la CELAC de enero de 2018 en Santiago de Chile, del canciller Wang Yi, América Latina es el segundo destino de las inversiones de su país.
Si nos referimos a la presencia política de Pekín en la región, es interesante mencionar la noticia en la prensa internacional del 30 de julio, de que China estaría siendo invitada por el presidente colombiano Iván Duque –de visita oficial este 28 de julio en el país asiático– a participar en la búsqueda de salidas políticas a la grave situación de Venezuela y de que el presidente Sebastián Piñera, de Chile, habría hecho similar petición al ministro Wang Yi –porque estos gobiernos latinoamericanos, a pesar de haber reconocido a Juan Guaidó como “presidente encargado” de Venezuela, también rechazan una intervención militar estadounidense para resolver la crisis venezolana.
Pero el Proyecto Imperial –si puedo así llamarlo– del Celeste Imperio es el de La Nueva Ruta de la Seda –One Belt, One Road (Una Franja y Una Ruta)– que lleva el sello personal de Xi Jinping; una red china de infraestructuras que se extiende por los cinco continentes. Un proyecto económico: comercio, construcción, inversiones, créditos, formación profesional. Una brillante promoción de la imagen de China, testimonio de su fortaleza económica y presencia política global. ¿Además un plan Marshall del siglo XXI que dará apoyo a países y regiones subdesarrollados?
Ahora, según Pekín más de 100 países de todo el mundo están vinculados al proyecto que, en los mapas traza líneas que parten de localidades chinas, al extranjero –elijo arbitrariamente– hacia el oeste, Kazjistán, Moscú, ciudades de Europa Occidental. Hacia el sur de Asia, Malasia, Sri Lanke, Singapur. Hacia África, Etiopía y Kenia. En Latinoamérica, Panamá, Bolivia, Antigua y Barbuda, Trinidad y Tobago y Guyana. Etcétera. En todo caso la Ruta, proyecto ambicioso, que aún debe consolidarse, es una excelente carta de presentación de la potencia mundial, cuyo Presidente, Xi Jinping, a diferencia de los Estados Unidos de Trump, que jura, entre insultos, America first!, y está en guerra de aranceles, defiende el multilateralismo y la cooperación “ganar–ganar”.
Pero el país del poder suave y su líder todo amabilidad, tienen lados oscuros que no pueden ignorarse: la seria limitación –por no decir ausencia– de libertades, derechos humanos, con frecuencia violados de manera flagrante y grave. Dos ejemplos, de los múltiples que existen, son: el caso de los Uigures, la etnia musulmana asentada en la región de Sinkiang; y la actual situación incendiaria en Hong Kong, la excolonia británica, hoy territorio autónomo.
La etnia uigur, 11 millones de personas que residen en China –núcleos de la etnia también habitan en Uzbekistán, Kazajistán y Kirguistán– es hostilizada, incluso reprimida violentamente, por las autoridades chinas, que han establecido campos de concentración en los que han confinado al menos al 10 por ciento de esa minoría. Se trata de campos de “reeducación”, que son centros de trabajo con estrictos lineamientos ideológicos, para quitarles ideas “terroristas” y asegurarse de su lealtad al partido comunista y al presidente Xi Jinping.
El otro ejemplo, que está dando vuelta al mundo en los medios, son las manifestaciones de cientos de miles de habitantes de Hong Kong, desde el 9 de junio, protestando contra un proyecto de ley de extradición a China y exigiendo la preservación de la democracia y las libertades en esa excolonia. La situación se agrava de momento a momento, por la cerrazon de las autoridades, que han empleado incluso fuerzas para policiales –lo que recuerda a los halcones del 10 de junio de 1971, en la presidencia de Luis Echeverría– contra los que protestan; y a las que apoya la jefa del ejecutivo, Carrie Lam, cuya destitución es exigida por los manifestantes. Gravísima situación que deteriora gravemente la imagen de China.
Dicho sea de paso, que Reporters sans frontières ubica al régimen de Pekín en el lugar 176, de 180 en materia de libertad de prensa.
Concluyo refiriéndome al presidente chino Xi Jinping, cuya imagen pública está en las antípodas de las de Trump, Putin, un sátrapa menor como Bolsonaro, y Boris Johnson, “otro cretino más que ha llegado al poder en Occidente” –dice el distinguido periodista John Carlin.
Sin embargo el apacible Xi Jinping es, según lo revelan los analistas que han estudiado su personalidad, un político hábil, poderoso, impositivo, que nada tiene que envidiar a Mao, para empezar, porque su pensamiento, al igual que el del Gran Timonel, forma parte de la constitución del partido comunista de China; y porque, de acuerdo a las últimas reformas constitucionales, puede reelegirse indefinidamente como presidente.
Los analistas consideran que Xi Jinping, a diferencia de sus predecesores, tiene plena consciencia de pertenecer “a una auténtica familia comunista”, “convencido de la misión sacra del partido comunista”. Controlador de todos y de todo, ha instaurado la Controlcracia –incluso de las redes sociales–, según la expresión acuñada por el politólogo noruego Stein Ronger. “Principe rojo”, como hijo de un personaje político, que cayó en desgracia pero supo levantarse, forma parte de una dinastía, muy alejada de los cánones de la democracia.