Estuve escribiendo estos comentarios mientras tenía lugar, en Biarritz, del 24 al 26 de agosto, la cumbre el G7, con la idea de extenderlos hasta que concluyera el cónclave. Un cónclave que se presentaba lleno de problemas, tanto por los asuntos de gravedad que se veía obligado a debatir como por la participación de algunos de los dirigentes de los gobiernos, que más parecen braveros de barriada que diplomáticos -vale decir representantes de estados y negociadores.

 

El club cuestionado

Además, este club, que se reúne cada año para discutir sobre la economía mundial, la seguridad y los temas puntuales de actualidad y que, integrado por las siete democracias más industrializadas del mundo, que representan el 40 por ciento del PIB mundial, es criticado –con argumentos atendibles– por no incorporar a estados tan importantes política y económicamente como China y la India. Aparte de que deja de fuera a Rusia, aunque por razones válidas.

Un club que –añaden los críticos– debería incluir a “potencias económicas y políticas, en ascenso”, como Turquía y Brasil –y, me gustaría decir, como México. Ello independientemente de que estas últimas y otras, formen parte del G20; aunque, digámoslo sin malicia, el G20 es la business class, pero no la primera clase del mundo.

Recuérdese que el G7 reúne a cuatro países de Europa: Alemania, Francia, Italia y el Reino Unido, dos americanos: Canadá y Estados Unidos, y un asiático: Japón. La alemana Ángela Merkel, el francés Emmanuel Macron, Justin Trudeau, premier canadiense y el japonés Shinso Abe; así como Donald Tusk, por la Unión Europea, que tiene representación en el grupo, son dirigentes con experiencia y respetados, que pueden debatir civilizadamente y llegar a acuerdos.

Lamentablemente, el premier italiano Giuseppe Conte llega disminuído políticamente al cónclave merced a las turbulencias políticas de su gobierno; y, respecto a Donald Trump y Boris Johnson era previsible que hicieran labor de zapa en la reunión, como es su gusto y estilo –bien dice el destacado escritor y periodista británico John Carlin, ante la elección de Johnson como primer ministro del Reino Unido, que “otro cretino más ha llegado al poder en Occidente”–. Tan duro calificativo sería aplicable también a más de un dirigente europeo y de nuestro espacio latinoamericano.

Un analista recuerda, al respecto, que, en 1975, durante la cumbre del G7 en el castillo de Rambouillet, se reunieron Valéry Giscard d’Estaing, Helmut Schmidt, Harold Wilson, Aldo Moro y Gerald Ford, “que eran amigos o al menos mantenían unas formas exquisitas; hoy –añade– entre algunos de los líderes saltan chispas en público y las cortesías diplomáticas han degenerado a veces en verdaderos desplantes y groserías”.

Entre los temas a abordar se ha planteado el de las tensiones comerciales, la lucha contra la desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, el medio ambiente y la protección del planeta a través de una transición ecológica justa, fortalecer la dimensión social de la globalización a través de políticas comerciales, fiscales y de desarrollo más justas y equitativas –aparte de revisar el futuro de las criptomonedas y de la fiscalidad de la economía digital–, tomar medidas por la paz contra las amenazas del terrorismo, y aprovechar las oportunidades creadas por la tecnología y la inteligencia artificial.

Pero los temas verdaderamente difíciles, a debatir, en el foro y en las conversaciones en corto, entre todos o de manera bilateral, -como se hace en las cumbres y otros encuentros multilaterales, comenzando por los que se tienen año con año en el marco de los períodos de sesiones de la Asamblea General de la ONU, todos los meses de septiembre- tenían “nombre y apellido”.

 

Turbulencias persas

Para comenzar, el tema de Irán, sobre el acuerdo nuclear con las potencias del Consejo de Seguridad y Alemania, por el que el régimen de los ayatolás renuncia a enriquecer uranio con fines bélicos. Un acuerdo del que se desvinculó Trump, quien volvió, además, a imponer sanciones y bloqueos a Teherán, que causan graves perjuicios a su economía y han provocado tensiones políticas y medidas de fuerza contra los barcos que cruzan el estrecho de Ormuz.

La cerrazón del mandatario estadounidense, sus provocaciones y las ofensas a los dirigentes iraníes y al régimen de los ayatolas, así como las duras respuestas y represalias –pequeñas ciertamente– de éstos, hacían prever discusiones inútiles –diálogos de sordos– y más insultos de Trump cuando se tratara el tema en el encuentro del G7. Pero obró el milagro y de la chistera de Macron apareció en Biarritz, ni más ni menos que ¡el ministro de relaciones exteriores iraní, Mohammad Javad Zarif!

Sucedió que el mandatario francés, anfitrión de la cumbre, invitó al canciller a Biarritz, no como participante en el encuentro, sino para una larga entrevista, al margen del encuentro, con su homólogo francés Jean-Yves Le Drian. Esta inesperada presencia, la del canciller iraní en Biarritz, precisamente cuando iniciaba la cumbre –pero al margen de ella, reitero– no había caído de sorpresa a Trump, pues el presidente galo, con habilidad de diplomático, se lo había anunciado previamente y el estadounidense no se inconformó.

El desenlace de esta maniobra de prestidigitador del mandatario galo puede prever, por lo menos hasta hoy, un happy end, porque ya se anunció una posible cumbre entre los presidentes Trump y Hassan Rohani, de Irán, en las próximas semanas -aunque éste pide a Trump dar “un primer paso” levantando las sanciones impuestas al régimen de los ayatolás. Lo sucedido si bien no permite un optimismo desaforado, para nada impone ser pesimista. Ciertamente muestra el valor y la vigencia del oficio diplomático, la diplomacia, de la que Macron ha hecho gala, desactivando posiciones encontradas y la rispidez en la relación iraní estadounidense, propiciando, en cambio, que el acuerdo en torno al programa nuclear de Teherán, vuelva a tener vigencia.

El ave de tempestades

Otro tema de extrema importancia, que fue discutido desde la cena informal del sábado, de lo los jefes de Estado y jefes de Gobierno del G7, fue la cuestión de Rusia y su eventual retorno a ese club, del que fue excluida a raíz de haberse anexado Crimea y por el apoyo a los rebeldes, secesionistas, prorrusos del este de Ucrania. Además de que hoy Moscú es duramente criticado por su apoyo a la ofensiva de Bachar Al-Assad en Siria, así como por la represión gubernamental a opositores y por la violación sistemática de los derechos humanos.

Un amplio segmento de la opinión pública en Occidente critica –habría que decir que condena– a Putin, como también lo hacen analistas, dirigentes políticos y gobiernos: es el caso de países vecinos, como Georgia, o como Polonia, obsesivamente antirrusa; de dirigentes como el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, quien, según la prensa de Ucrania –ZN,UA–  no estaría de acuerdo en que Moscú se reintegre al G7. Por su parte, mi querida amiga Beata Wojna, ex embajadora de Polonia en México, comentarista de prensa y académica, es muy crítica –al fin es polaca– al hablar de la Rusia de Putin.

Sin embargo, Trump, que tiene ambiguas relaciones con el amo del Kremlin –recordemos la investigación del fiscal especial Robert Mueller, que investigó la presumible intervención de Rusia, favoreciendo al candidato republicano, en las elecciones presidenciales de 2016– propone la reincorporación de Moscú al G7. Mientras Merkel y Macron, como políticos inteligentes, sensibles y diplomáticos por vocación y experiencia, enfrentan el tema con mentalidad abierta, conscientes de que Rusia conducida por Putin es un actor clave en las relaciones internacionales, al margen de la crítica y hasta condena que amerite su política exterior y su violación a los derechos humanos de su pueblo.

Macron también se preparó, con vistas al encuentro de Biarritz, para el tema ruso, recibiendo a Putin, días antes –el 19 de agosto– en Brégançon, residencia de verano de los jefes de Estado franceses. En esta reunión un Macron, elocuente y cálido, de la mano de la historia y del presente, recordó a su invitado que “Rusia es europea, profundamente” y que “nosotros creemos en esta Europa que va de Lisboa a Vladivostok”. Aunque no se hizo revelación alguna sobre el fondo de lo que hubieran tratado en la reunión Macron y su invitado.

Concluida la cumbre del G7 en Biarritz, el presidente francés ha dicho que, junto con la canciller alemana, Ángela Merkel, organizará un encuentro en próximas fechas, entre los dirigentes ruso y ucraniano –recuérdese que Ucrania tiene nuevo presidente, Volodymir Zelensky, de quien escribí en mi artículo de Siempre! el 12 de mayo pasado– para buscar soluciones a la crisis. Unas conversaciones que el flamante mandatario propone tener con Putin, apadrinadas por París y Berlín, y que, por supuesto, no devolverán la Crimea a Kiev, pero es posible que desactiven la trama de los secesionistas prorrusos de Donbass.

 

Del Amazonas al Brexit

Un tema que también causó fuerte impacto fue el de los incendios en el Amazonas, que además forma parte de uno de los dossiers prioritarios de la cumbre del G7, el calentamiento global y el cambio climático. Un dramático episodio que produjo críticas legítimas a Bolsonaro, presidente de Brasil; implicó el compromiso de los países del G7 de luchar contra los incendios, ofreciendo, de inmediato, apoyos financieros de por lo menos 20 millones de euros; y dio lugar a un intercambio de reclamos, del mandatario brasileño y el presidente francés, provocado por burlas y ofensas de aquél –actuando en verdadero patán– a la esposa de Macron.

Las noticias y comentarios de analistas y medios de diversos países, que he consultado hablan poco –o nada– del primer ministro británico Boris Johnson en la cumbre, salvo para decir que el premier anda perdido en el laberinto del brexit, y el divorcio británico de la Unión Europea el 31 de octubre, que –sentencia bravucón– tendrá lugar “con o sin acuerdo”. Desvaído Johnson en esta cumbre, quizá solo quede como recuerdo fotográfico de su presencia la foto que se le tomó en su reunión preliminar, informal con Macron, –sentado y con un pie sobre una mesita –más en estilo texano que de un exalumno de Eton.

 

 

La diplomacia y la Grandeur

El G7, criticado –como señalé– por considerarse que pierde representatividad, contó, sin embargo, en Biarritz, con la presencia como invitados, además de sus miembros, de los jefes de Estado o de Gobierno de Australia, Burkina Faso, Chile, Egipto, España, India, Ruanda, Senegal y Sudáfrica. En todo caso, el balance de la reunión, que poco tuvo que ver con los invitados, comprueba la utilidad de estos foros, en los que es posible que se llegue a acuerdos significativos para las relaciones internacionales. Es el caso de esta cumbre en relación con los asuntos cruciales que he comentado y otros más.

El éxito del cónclave –hay que reiterarlo como expresión de reconocimiento– se debe en gran medida a las acciones inteligentes y audaces –arriesgadas– de Emmanuel Macron, que demuestra una vez más el valor y la vigencia de la diplomacia, tan menospreciada por más de un político y, también, que sigue existiendo la grandeur de Francia, ayer personificada por De Gaulle y Mitterrand, de quienes hoy toma la estafeta el joven mandatario galo.