Entrevista a Arturo Pérez Cruz | Rectoría de la Purísima Concepción y Jesús Nazareno.
En la esquina de avenida Pino Suárez y la calle de República de El Salvador, al alcance de los cañones del palacio de los condes de Santiago de Calimaya, un sobrio y antiguo templo pasa desapercibido por la mirada de los muchos ciudadanos que cruzan las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México. A veces, la indiferencia logra ser vencida por un colorido mosaico enclavado en el muro exterior trasero de la iglesia, en el que se reproduce una de las escenas más simbólicas en la historia de la humanidad: el primer encuentro entre el emperador Moctezuma y Hernán Cortés en aquel 8 de noviembre de 1519.
Réplica de un precioso biombo pintado por Juan Correa en el siglo XVIII, esta obra señala el sitio en que, según numerosas fuentes, el poderoso tlatoani y el legendario conquistador quedaron deslumbrados uno del otro, se hablaron a través de Malitzin y dieron comienzo a la epopeya de la conquista de México Tenochtitlán. Es entonces, cuando la mirada repara en la rectoría de la Purísima Concepción y Jesús Nazareno, recinto conocido popularmente como el Templo de Jesús, un lugar que resguarda invaluables tesoros históricos y artísticos, además de la memoria del mítico momento antes señalado. De manera exclusiva, le fue concedido a Siempre! acercarse y registrar estos prodigios por parte del rector presbítero Arturo Pérez, quien nos guió detalladamente en todo lo concerniente a ellos, hablando, en principio, de la historia del inmueble.
El surgimiento de una cámara de maravillas
“La existencia de este templo está ligada por completo con la fundación del Hospital de Jesús, la obra pía más representativa de Hernán Cortés; ambos, tanto el hospital como la iglesia, nos fueron legados por él. Así pues, el nosocomio fue fundado en 1524 y, paralelamente, se dispuso de un espacio donde se estableció el primer antecedente de la iglesia. Sin embargo, al paso de los años, la humedad, la lluvia y las inundaciones dejaron en un estado insostenible el recinto, al grado de que fue arrendado a un grupo de indios para ser convertida en cocina pública. Es hasta el año de 1662 que comienza a ser intervenida para erigir el templo que tenemos actualmente, cuya consagración se daría tres años después. En 1688 se concluyó la bóveda, quedando formalmente finalizada la construcción”.
A partir de entonces, asevera el sacerdote, el Templo de Jesús fue conocido por la belleza y es esplendor que emanaba de sus retablos y objetos, convirtiéndose en un lugar de culto muy reconocido por la aristocracia novohispana que gustaba de mostrar su faceta altruista con donaciones al Hospital homónimo, unido indisolublemente a la iglesia. Pero no solo en el interior del lugar se conservaban maravillas, puesto que en la entrada lateral del templo, ubicada en República de El Salvador, se encuentra una inadvertida joya.
“Nosotros tenemos el privilegio de preservar, en el exterior del muro lateral izquierdo, la primera fachada, la fachada original, que ostentó la Catedral de México. Esta portada, data de alrededor del año de 1532, de la primera catedral que construyó Fray Juan de Zumárraga antes de que en 1625 se ordenara demoler la edificación para comenzar a construir la actual Catedral Metropolitana. Al destruirse lo que podríamos llamar la primera catedral, la fachada fue colocada piedra por piedra en el Templo de Santa Teresa la Antigua y ahí perduró, nos cuenta don Guillermo Tovar de Teresa, hasta 1691, cuando el arquitecto Juan Durán la trasladó, nuevamente piedra por piedra, al Templo de Jesús. Y aquí la conservamos, intacta, cuando está a punto de cumplir cinco siglos de existencia, opacada por la estación del Metrobús: cientos de personas esperan frente a ella su transporte, sin saber que están frente al único resto de la primera catedral que tuvo nuestro país”.
La tumba de Cortés y la pequeña necrópolis
Pero, volviendo al vínculo del oratorio, y también del hospital, con Hernán Cortés, se sabe que el Marqués del Valle de Oaxaca destinó mucha voluntad y recursos a la construcción del complejo y que terminó siendo tan entrañable y preciado para él que es probable que deseara que el Templo de Jesús fuese su última morada, cosa que eventualmente se cumplió, pues aquí reposan los restos del conquistador. De ello, nos da constancia una sencilla placa del lado izquierdo del presbiterio en la que únicamente se encuentran el nombre, los años de nacimiento y muerte y el escudo de armas del hombre que dio a Carlos V el imperio donde nunca se ponía el sol. Sin embargo, la historia de que como llegaron a reposar ahí los huesos de Cortés parece sacada de un guión cinematográfico de suspenso.
“Hernán Cortés murió en Castilleja de la Cuesta, el 3 de diciembre 1547. En su testamento se estipulaba que, a más tardar diez años después de su partida, parte de sus bienes debían destinarse para construir en la Nueva España, específicamente en Coyoacán, un convento, sitio donde quería que estuviera su tumba definitiva. Esta cláusula nunca se cumplió. Primero, Cortés fue enterrado en el monasterio de San Isidoro del Campo, en Sevilla, después se le trasladó a un altar dentro del mismo lugar. De ahí, es hasta 1566 que sus restos son trasladaos a la Nueva España, para ser colocados en el Templo de San Francisco en Texcoco, que ya guardaba la tumba de su madre, Catalina Pizarro.
“Pero en 1629, cuando murió Pedro Cortés, su último descendiente varón, los restos de don Hernán fueron exhumados nuevamente para que acompañaran a los de Pedro en una tumba en el suntuoso Templo de San Francisco, pero de la Ciudad de México. Todavía faltaba más: a finales del siglo XVIII, el virrey Revillagigedo mandó construir a Manuel Tolsá un sepulcro para Cortés dentro del Hospital de Jesús, y ahí descansan hasta que en 1823 el gran pensador del siglo XIX, Lucas Alamán, los sustrae para evitar que sean profanados en medio de una absurda ola de nacionalistas fanáticos. Alamán ocultó los huesos en un lugar secreto cuya ubicación reveló solo en un documento de 1836, qua tardó más de un siglo en ser dado a conocer por la embajada de España en México, que lo reguardaba.
“En 1946, el historiador de arte Francisco de la Maza, junto con Manuel Romero de Terreros y Manuel Toussaint, entre otros, fue el encargado de corroborar, de acuerdo a las instrucciones de Alamán, el paradero de los restos, que se hallaban en el mismo sitio donde se encuentran hoy, en el Templo de Jesús. Cuando el presidente Ávila Camacho tuvo noticia del descubrimiento, prefirió no revivir los resentimientos nacionales y se optó por dejarlos en el mismo lugar y se colocó la placa referida. Así acabó uno el gran protagonista del siglo XVI”.
Pérez Cruz, refiere que el nombre de Lucas Alamán es sumamente significativo para el Templo de Jesús, no solo por su acto de valentía, sino porque también aquí, muy cerca de la de Cortés, se ubica su tumba, la sepultura de quien Francisco Bulnes consideraba “el gran monstruo intelectual” decimonónico, al igual que la de su familia. Y es que esta iglesia al gozar de un prestigio singular, era escogida como última morada por notables personajes de los que aún los muros conservan los bellos monumentos funerarios y lapidas, como la una descendiente de Cortés o la del virrey de la Nueva España Pedro de Castro Figueroa y Salazar, primer duque de la Conquista y marqués de Gracia Real.
Si todo lo anterior no resultara suficiente para considerar este templo como un baluarte del patrimonio nacional, debe anotarse también que en la bóveda de su coro alto se encuentra Apocalipsis, un magnifico mural que José Clemente Orozco pintó en la última etapa de su vida, entre 1942 y 1944 y que muestra su visión respecto al pasaje bíblico y los desastres de la Segunda Mundial.
“Requerimos que el INAH y el INBA concentren sus esfuerzos en atender los necesidades
de los muchos inmuebles históricos que fueron dañados por los sismos en 2017”.
Una intervención urgente
A pesar del incalculable valor histórico y artístico que representa y resguarda, el Templo de Jesús ha sufrido a lo largo del tiempo una cantidad significativa de vejaciones que parecen aún no concluir. En el siglo XIX, el infortunio comenzó con las Leyes de Reforma y la destrucción de la enorme mayoría de su acervo y continuó, en el contexto de la Guerra Cristera, cuando se terminaron de destruir los alteres, dejando las paredes desnudas y a la rectoría con los pocos objetos e imágenes que pudieron esconderse. Tras estos agravios, todos los sacerdotes que han llegado a encabezar el organismo, han tratado de recuperar poco a poco el mobiliario de la iglesia para volver a integrarla no solo al culto, sino a la vida en comunidad que demanda un recinto así en el centro de la Ciudad de México. Arturo Pérez, especialmente, se ha encargado de implementar una serie de acciones para la manutención del edificio a través de la difusión de su historia, aunque respetando siempre la solemnidad religiosa. Además, el templo contribuye a la solución de algunas problemáticas de índole social, como la ayuda a personas en situaciones de indigencia y el contacto con los sectores más vulnerables del área. Sin embargo, a raíz de los sismos de septiembre 2017, los habituales problemas de humedad y hundimiento se vieron incrementados de manera significativa, agrietando de manera contundente la estructura y dañando, de manera no menos importante, el mural de Orozco. Ante este panorama, Pérez Cruz ha acudido de manera insistente ante las autoridades correspondientes, pero aún no existe una respuesta.
“Requerimos que el INAH y el INBA concentren sus esfuerzos en atender los necesidades de los muchos inmuebles históricos que fueron dañados por los sismos en 2017. Entendemos el trabajo que esto significa, pero después de dos años la situación se ha agravado paulatinamente; nosotros hacemos frente con la ayuda de la feligresía y de iniciativas propias, pero requerimos el apoyo gubernamental para poder realizar un proyecto integro, en modo y forma, que contemple la restauración y conservación del templo. Independientemente de las creencias religiosas, este es un lugar que guarda casi quinientos años de eventos memorables. Reconocer su importancia representa reconciliarnos en buena parte con nuestra historia y complementar nuestra identidad mexicana”.