“La raza es la piedra angular sobre la que reposa el equilibrio de las naciones”.
Gustave Le Bon

 

El 30 de septiembre de 1889, hace trece décadas, fueron develadas las estatuas de Ahuízotl e Itzcóatl, que presidían el Paseo de la Reforma y escoltaban a la estatua ecuestre de Carlos IV, popularmente conocida como “El Caballito”, la cual había sido colocada, en septiembre de 1852, entre los actuales paseos de Bucareli y de la Reforma.

Aquellas estatuas de los tlatoanis aztecas fueron encomendadas al escultor Alejandro Casarín por la Secretaría de Fomento, cuyo titular era el liberal general Carlos Pacheco Villalobos, quien había ocupado la gobernatura del Distrito Federal, y cuya postura cultural fue proclive a la resignificación del pasado prehispánico de la Nación Mexicana, lo que le permitió completar la promoción que su antecesor en el cargo, Don Vicente Riva Palacio, asumió a favor de la estatua en honor al Tlatoani Cuauhtémoc, en 1877, que le correspondió develar a Pacheco una década después, el 21 de agosto de 1887.

Con esta triada escultórica, el neoindigenismo porfirista consideró reparada la incomprensible actitud asumida en 1869 por el ayuntamiento de la Ciudad, el cual decidió erigir un monumento a Cuauhtémoc frente al puente de Jamaica en el Paseo de la Viga, estatua consistente en el simple busto que hoy se puede contemplar en uno de los “jardines de bolsillo” del Zócalo capitalino.

Complementada la narrativa mexica en el Paseo de la Reforma con la iniciativa de Francisco Sosa de honrar a los héroes liberales a lo largo de esta arteria capitalina, las esculturas de Casarín comenzaron a ser objeto de severas críticas, tras las cuales se embozó la discriminación imperante entre los círculos económicos más poderosos del país, mostrando así la hipocresía de los “científicos”, quienes por congraciarse con el mestizo Díaz Mori predicaban el neoindigenismo en tanto construían una ciudad de corte afrancesado del cual son testimonio irrefutable las mansiones y las nuevas urbanizaciones colindantes con tan importante vialidad.

Ejemplo de esa discriminación embozada, es un artículo anónimo aparecido en el diario El Tiempo, cuyo contenido denosta al escultor Casarín con argumentos varios como que “las figuras representan indios de la raza azteca (…) aunque no lo muestran claramente (…) el conjunto no airoso, que no hemos oído alabar y que, sin embargo, costaron $80,000.00 (pesos)”.

Bajo los adjetivos de fealdad y onerosos, en 1902 la aristocracia porfirista obligó al Ayuntamiento a retirarlos, decidiendo enviarlos al Paseo de la Viga, de donde luego, en 1920, serían desterrados primero al inicio de la carretera México-Nuevo Laredo y, finalmente al parque de El Mestizaje, afuera de la estación terminal de la Línea Tres “Indios Verdes”, popular nombre que sólo los cosificó restándoles la dignidad humana que su autor había concebido para sendos tlatoanis aztecas, lo que contradice al sociólogo francés decimonónico Gustave le Bon, quien definió como piedra angular de las naciones a las razas que las conforman y equilibran.