Hace 81 años, el famoso escritor y periodista  británico George Orwell (1903-1950), cuyo verdadero nombre era Eric Arthur Blair, nacido en Motihari, India, cuando el subcontinente era aún posesión del imperio inglés, publicó su discutido libro Hommage to Catalonia (Homenaje a Cataluña), en el que contaba su testimonio sobre la Guerra Civil española, 1936-1939. El creador del concepto de “Gran Hermano”, término “orwelliano” que es frecuentemente utilizado en referencia al distópico universo totalitario imaginado por él, escribe en su versión de aquel enfrentamiento armado que todavía sangra –apenas el miércoles 23 del mes que corre se exhumarían  los restos del generalísimo Francisco  Franco Bahamonde de su discutidísima tumba en la catedral del Valle de los Caídos, para que “descansen” (si esto fuera posible) junto a su difunta esposa Carmen Polo en un cementerio madrileño–: “Barcelona es una ciudad con un largo historial de algaradas callejeras”. Si Orwell viviera, ya hubiera escrito algo similar para los periódicos ingleses. O, lo que es lo mismo, nada nuevo bajo el sol.

Luces y sombras en los días que corren para el actual Reino de España. Una parte significativa de los habitantes de Cataluña, componente importante del moderno Estado español, quiere cambios políticos basándose en sus luchas pretéritas. Los datos dicen que Cataluña es la segunda comunidad autónoma más poblada de las 17 que integran España con siete millones y medio de habitantes que viven en las cuatro provincias que la componen. Cuando el franquismo derrotó al legítimo gobierno de la República en 1939, tanto en Cataluña como en el resto del país se anularon las libertades democráticas, se persiguió a los partidos no afines al régimen dictatorial, amén de la supresión de la autonomía y la censura de la lengua catalana.

 

Los enfrentamientos de los últimos tiempos a favor y en contra de la secesión de Cataluña del resto de España, no son nada nuevos. Pero las recientes jornadas –cuando la violencia estalló entre manifestantes y policías–, la presión popular  subió de tono no sólo por el independentismo en sí sino por el disgusto en contra del Tribunal Constitucional que dictó sentencia contra varios de los principales líderes del soberanismo. Y ahí fue la de Dios es  Cristo. En esta coyuntura, no es fácil hacer un análisis político sobre Cataluña, ni sobre la España monárquica. El maniqueísmo se impone: si no estás conmigo, estás contra mí. Así no se facilita el diálogo entre las partes. La calle sustituye a la política y, para que nada falte, para subir la presión, Quim Torra, el golpeador presidente de la Generalitat, propone un nuevo referéndum para revalidar la decoración unilateral de independencia. En esta “sugerencia” se quedó solo, sus socios le abandonaron.

De tal suerte, no hay negociaciones y sin estas, el problema se emponzoña. El panorama se vislumbra más violento. Ataques y contraataques. La prensa se radicaliza, de acuerdo a sus intereses. Un cronista escribe: “La violencia crece al son de bombas molotov, quema de mobiliario urbano, coches, bombas de humo, balas de goma, cierre de carreteras, toma de aeropuertos, bloqueo de líneas férreas. Una escalada sin límites, salvo la represión. Unos y otros son incapaces de asumir responsabilidades, buscar una salida negociada”.

Los periódicos madrileños editorializan: “Las manifestaciones de rechazo a la sentencia del juicio del procés han puesto de manifiesto la contradicción en la que desde hace tiempo vive el president de la Generalitat, Quim Torra: la de encabezar un Gobierno que llama a la movilización en la calle, al mismo tiempo que ordena la actuación policial de los Mossos contra las protestas independentistas que él mismo alienta”.

“El único motivo por el que el presidente catalán aplaude las manifestaciones que bloquean infraestructuras de comunicación en claro desafío de la legalidad y, a la vez, envía a los Mossos en contra de ellas es su voluntad de mantener el control sobre las instituciones autonómicas sin que parezca importarle que su degradación sea cada vez mayor. No es el primer presidente de la Generalitat que se encuentra en tal situación. Tanto Artur Mas como Carles Puigdemont llegaron incluso a extremarla en el momento en que, siendo los máximos encargados de cumplir y hacer cumplir  la Constitución y el Estatuto, encabezaron un movimiento para destruirlos, uno en la consulta participativa del 9-N de 2014, y el otro en la secuencia secesionista de septiembre y octubre de 2017”, agrega el editorial.

“El resultado –afirma el editorial–, es un enorme sufrimiento institucional y ciudadano, que afecta especialmente a Cataluña y a los catalanes. Ninguna institución ha quedado preservada de la degradación que alcanza a todos los ciudadanos: a los independentistas movilizados desde el poder contra la sentencia, y a los no independentistas, excluidos por quienes se han apoderado de la institucionalidad. Los destrozos y los heridos en los enfrentamientos entre manifestantes y los Mossos deberían pesar en la conciencia del presiddent”.

Por su parte, otros personajes de los medios de comunicación españoles, como Juan Luis Cebrián, analizan la coyuntura y exponen: “Cualquiera que sea el origen y la naturaleza de un Estado, el deber inexcusable de quienes gobiernan es garantizar la unidad de su territorio y el mantenimiento del orden público. Para conseguirlo, sus dirigentes han de promover y lograr la cohesión social en torno a un proyecto común, sin menoscabo de las libertades, la pluralidad de ideas y creencias y el respeto a los derechos individuales. Ni el gobierno en funciones de Madrid, ni el triste payaso que preside la Generalitat, ni en general la mayoría de los líderes de los grandes partidos parecen por el momento capacitados para ello. En su logomaquia electoral, democracia, libertad, justicia…se proyectan como términos vacíos, que no representan valores, sino eslóganes de campaña o gritos de insumisión. Mientras tanto prometen cosas que saben que no podrán cumplir, y propician la confrontación al tiempo que jalean la unidad. Esta es la intrahistoria de unos sucesos que amenazan con desembocar en una crisis sistémica del régimen”.

 

Cebrián puntualiza, creo, el quid de la cuestión y pone los puntos sobre las íes: “La cuestión catalana, el hecho diferencial, va a condicionar irremediablemente el resultado de los próximos comicios. No estamos ante un conflicto de intereses, sino ante una lucha de identidades en la que los argumentos difícilmente se imponen a las emociones. Es por eso a la vez una oportunidad y una amenaza para los candidatos, y de manera específica para el presidente en funciones. De cómo afronte la situación en  Cataluña depende en gran medida su posibilidad de formar un Gobierno estable. Conviene por lo mismo que él y sus ministros se aparten de una vez del lenguaje políticamente correcto que les permita evadir el reconocimiento de la gravedad de los hechos. Cataluña no tiene solo ni principalmente un problema de convivencia: este es consecuencia directa de una insurrección popular contra los poderes del Estado, alentada y orquestada por su primer representante, cuya única legitimidad, repetidas veces traicionada, procede de la Constitución que pretende derrocar”.

Cebrián propone su verdad sobre el grave problema que enfrentan España y Cataluña: “…nadie ha puesto seriamente sobre la mesa (los partidos catalanes tampoco) esa “solución mejor” al conflicto planteado, cuyo desenlace sólo puede transitar por la Constitución si esta se reforma. Es preciso, pues, que alguien ofrezca un plan creíble que incorpore de nuevo al proyecto común a los cientos de miles de catalanes engatusados hoy por las promesas del separatismo. Frente a la épica xenófoba y sectaria de los independentistas, hay que enarbolar una épica de nuestra democracia constitucional que por el momento nadie interpreta…España es, de hecho, y no sólo en espíritu, un Estado federal sometido a la imperfección de no reconocerse como tal en las definiciones legales. Necesitamos un acuerdo en las Cortes, única residencia de la soberanía popular, para implementar las reformas precisas que garanticen a futuro esa realidad”.

Mientras tanto, la violencia desatada en las calles de la Ciudad Condal en los últimos días, ha hecho retroceder la economía catalana a octubre de 2017, cuando el desafío independentista de la Generalitat  generó tal incertidumbre que países como el Reino Unido o Estados Unidos de América recomendaban a sus ciudadanos no viajar a Cataluña y más de 5 mil empresas terminar por sacar sus sedes sociales de su territorio. La situación está en ascuas. ¿Hasta cuando? VALE.