En México, la discusión central desde la llegada de Evo Morales ha girado entorno a si estuvo bien o estuvo mal que el gobierno mexicano recibiera al ahora expresidente bolivariano en nuestro país, pero debería ir más allá.

Hay dos grandes estandartes que México sostiene con orgullo ante la esfera internacional: la Doctrina Estrada y nuestra tradición como país de asilo. El primero va completa y totalmente de la mano con el principio de no intervención que rige a la política exterior mexicana y dicta que todos los países del mundo tienen libre autodeterminación, lo que implica que la legitimidad y reconocimiento a un gobierno no la dan los países que acepten a la nueva administración, sino que la dan sus propios ciudadanos.

Es ahí donde se debería centrar la discusión que ocupa a México, va más allá de recibir o no a Evo. La tradición de asilo daba por hecho que México no negaría la recepción del exmandatario porque, a final de cuentas, está en nuestra Constitución y son derechos humanos, tal como argumentó el Canciller Ebrard: “invocando la protección internacional a la vida y la integridad de Evo Morales”.

Sin embargo, la forma importa: no fue Evo quien solicitara en un principio asilo a nuestro país, sino que México lo ofreció y luego sería él quien hiciera la petición formal. Esto es relevante por el posicionamiento mexicano. El apoyo inmediato tras unas elecciones reconocidas internacionalmente como dudosas, y el rechazo categórico al golpe de Estado hecho a Morales, no hacen otra cosa más que preguntarnos ¿dónde quedó la Doctrina Estrada?

Son indiscutibles los grandes y favorables cambios que el gobierno de Evo Morales trajo a Bolivia, comenzando con la disminución de la pobreza y terminar con la estigmatización de tener un gobernante indígena (elegido legítimamente en tres ocasiones). No obstante, en un pequeño, pero muy relevante recorrido histórico por la vida democrática de Bolivia se enuncian: dos elecciones ganadas por Evo con una mayoría significativa, la creación de una nueva constitución –que solo permitía una reelección, a partir de ese momento‑‑, el triunfo en esta última reelección, y un referéndum al pueblo bolivariano en el cual el Presidente no saldría bien parado con el 51 por ciento de la población votando por el “No”. Pero, aún así, ganando unas elecciones –no tras sin una caída del sistema y convenciendo al Tribunal Superior de Justicia de que “siempre no” era su última reelección–.

Evo Morales, aludiendo a su condición de indígena, condenó el golpe de Estado hecho por “políticos neoliberales, Policía y Fuerzas Armadas que reprimen al pueblo que defiende la democracia con justicia, paz e igualdad”. Sin embargo, no se trata –como él dijo– debido a su origen étnico, y sí se trata –como él también dijo– del “pueblo que defiende la democracia”. Los dulces frutos del árbol del poder no le bastaron ni aunque él mismo fuera quien ponía las reglas.

Las armas nunca son –ni deberían de ser– la solución, pero tampoco lo es la inconstitucionalidad.