Magdalena Galindo

Una alarma —que suena cada vez más alto— ha recorrido el mundo desde hace unos meses: la constatación de que los alimentos han iniciado una carrera a la alza y que, por lo menos al decir del Fondo Monetario Internacional (FMI), no se trata de un encarecimiento circunstancial, sino de una realidad que difícilmente podrá revertirse. El mundo deberá acostumbrarse a que los alimentos sean caros, advirtió recientemente el FMI; si bien tiene razón en lo que atañe a que se trata de una tendencia a largo plazo, yerra, en cambio, en cuanto a las causas del alza, ya que según su versión lo que sucede es que los habitantes de los países subdesarrollados, debido a una supuesta mejoría de sus ingresos, han aumentado la demanda de alimentos más ricos en proteínas como carne, lácteos, pescado, frutas y verduras, mientras han disminuido su consumo de cereales.

Aparte de que antes de sacar esas conclusiones, el FMI tendría que probar que en realidad ha habido tal incremento de ingresos para los trabajadores de nuestros países, la verdad es que la explicación está en la profunda transformación que ha experimentado la producción agropecuaria en todo el mundo.

Para empezar, habría que recordar que prácticamente desde la colonización de los países que hoy llamamos subdesarrollados, hasta más o menos la década de los setenta del siglo XX, nuestros países se especializaban precisamente en los productos primarios, y aun puede afirmarse que los conquistadores buscaron y consiguieron apoderarse de esos productos que a su vez sustentaron los procesos de industrialización de las potencias imperialistas. Se conformó así una primera división internacional del trabajo, en la que los países altamente desarrollados proveían las mercancías industriales, mientras los países pobres aportaban los alimentos y las materias primas para la industria.

Si bien esa estructura de relaciones fue causa de un saqueo y también de un intercambio desigual, también hay que registrar que en general los países subdesarrollados eran autosuficientes en cuanto a alimentos y en particular en los granos básicos.

Esa estructura comenzó a cambiar primero con la revolución verde impulsada por los países ricos y en especial por Estados Unidos, y luego, ya en los ochentas del siglo XX, las potencias industriales pasaron a convertirse en los primeros productores agrícolas, mientras los países subdesarrollados empezaron a sufrir una nueva dependencia, la alimentaria. Se conformó así uno de los aspectos de la nueva división internacional del trabajo. En aquellos años, se empezó a hablar del arma alimentaria, para aludir a la presión que los países ricos ejercían sobre los subdesarrollados a través precisamente de la nueva dependencia surgida a partir de la pérdida de la autosuficiencia en esos productos estratégicos que son los alimentos.

Se presentó entonces la curiosa paradoja de que mientras los sectores agropecuarios perdían importancia en todo el mundo en cuanto a su aportación al producto interno bruto y en cuanto al porcentaje de personas ocupadas, se convertían al mismo tiempo en el aspecto central de la discusión en las negociaciones comerciales internacionales. Así, la Ronda de Uruguay y la de Doha dentro del GATT que se convertiría en la actual Organización Mundial del Comercio, giraron alrededor del enfrentamiento entre los países europeos y Estados Unidos, sobre los subsidios que cada uno otorgaba a su sector agropecuario.

Al mismo tiempo, se produjo un extraordinario desarrollo de las transnacionales ocupadas en esa combinación de producción rural e industrial que se conoce como agroindustrias, así como en la nueva biotecnología que es hoy una de las ramas de vanguardia en la acumulación de capital. Esa concentración y centralización es lo que explica, en última instancia, el encarecimiento de los alimentos que hoy padecemos.

En México, ese proceso, aunado con las modificaciones al artículo 27 constitucional y la consiguiente crisis de la propiedad ejidal y comunal, ha conducido a la ruina de los campesinos y al florecimiento de las grandes corporaciones y transnacionales agropecuarias y agroindustriales. Como ejemplo, baste mencionar el maíz, donde los industriales del nixtamal y la tortilla, no tienen otra opción que aceptar las alzas de las grandes corporaciones que en el lapso de tres meses han aumentado en más de 60 por ciento el precio de la tonelada. Con esa estructura, no tenemos más remedio que, como recomienda el FMI, acostumbrarnos a tener alimentos caros. Claro que, como dice el dicho, a lo único que nadie se acostumbra es a no comer.