Un amable lector me hizo ver que en mi último artículo para Siempre, titulado “Cal y arena”, me explayé en las que van de arena (las cuentas oscuras) y poco dije sobre las que van de cal (las cuentas claras del presente promisorio). Si no hubo equilibrio, pido una disculpa.
Por supuesto, el paisaje no es uniformemente sombrío: hay regiones iluminadas. Destaqué una, la mayor a mi juicio: la admirable, imbatible perseverancia de los mexicanos en sacar adelante al país, remontando adversidades. No es poca cosa, y basta para equilibrar, en los números finales, todas las que van de arena.
Dicho lo anterior en mi descargo, voy a las cuentas favorables de 2019. Debemos revisarlas para saber por dónde hemos caminado –terreno con minas–, dónde lo hacemos ahora mismo y qué es lo que nos aguarda. Pero dije que cargaría el acento sobre las cuentas favorables. Lo haré a partir de discursos alentadores, aunque también me gustaría hacerlo con apoyo de hechos consecuentes con la euforia de las palabras. La realidad, que sí existe, no se disciplina a las palabras.
Hay dos temas principales en la retórica del nuevo gobierno –o de la “nueva era”, si lo prefieren los enterados–, que gravitan sobre todos los restantes. Son el lado luminoso de las propuestas políticas. Uno de ellos se concentra en una fórmula inobjetable: “primero los pobres”; otro, anuncia la batalla indispensable y resuelta en contra de la corrupción devastadora. Magníficos propósitos que merecen el aplauso de todos.
Aquéllos, los pobres, son nuestro mayor contingente, incluso si se consideran las caracterizaciones más benignas –para la política– sobre el significado de la pobreza. Y la corrupción es un antiguo mal que perturba todos los esfuerzos por la prosperidad y la justicia. Es justo y necesario que la acción del Estado se concentre en la redención de los pobres y el combate a la corrupción.
Bien que se rescate a los pobres del olvido inveterado. Es natural que quienes elevan las banderas de las sucesivas transformaciones de México pongan a los pobres en el centro de sus afanes. Suelen recordar –seamos memoriosos– la expresión de Morelos: moderemos la indigencia y la opulencia. Por lo tanto, la reivindicación de los pobres asume un antiguo compromiso, constante a lo largo de la historia y decisivo en la génesis de la Revolución Mexicana.
Hoy se ha cargado el acento en programas destinados a aliviar la mala suerte de los pobres, con abundante distribución de recursos: menguados en lo individual, enormes en lo general. Ahora bien, los inquietos analistas no dejan de ensombrecer estos programas del supremo gobierno preguntando por la fuente de aquellos recursos, que no parecen inagotables.
No hay incremento de impuestos (enhorabuena, aunque la carga tributaria en México sea muy reducida si se compara con la de otros países con desarrollo similar), y tampoco de precios y tarifas de bienes y servicios públicos (salvo “ajustes” inevitables para atender a los valores “reales”). El presupuesto nacional lleva a cuestas, por lo tanto, una carga inmensa que acabará por doblarle la espalda.
No hemos conseguido dar pasos adelante en el proceso de crecimiento económico. Más bien, hemos desandado el camino y culminado el año con un decremento (crecimiento negativo, dicen los expertos, con elaborado eufemismo) que nos lleva a números tan bajos como “cero”.
Así terminamos el primer año, en medio de una estrepitosa fanfarria. Y todavía no podemos explicarnos cómo es posible asegurar que hemos logrado, por fin, un buen avance en el desarrollo, pese a la nulidad del crecimiento. Salvo que “otra lógica” tenga “otros datos”, que permitan abolir la realidad
No han sido escasos los tropiezos en el rescate de los pobres. Ya no diré en materia educativa, a través de planteles fantasmales que poco harán para mejorar las condiciones de sus alumnos en este mundo de intensa competencia (la nueva sociedad del conocimiento, devoradora). Diré, más bien, en asuntos de seguridad y de salud, de los que depende la vida de millones de mexicanos.
No es necesario abundar en los desarreglos en este campo, que han minado las esperanzas de millares de compatriotas –niños y niñas, muchos de ellos– privados de medicamentos y atenciones indispensables. Nada de esto contribuye, más allá de las palabras que proliferan, a mitigar la indigencia. Son apenas el sustituto de las medidas de fondo que generen empleos y aseguren condiciones de vida digna, razonables y duraderas.
Por supuesto, tampoco se ha dado un paso en la otra vertiente titánica del compromiso proclamado por Morelos, paladín de la primera transformación: moderar la opulencia. Aquí prevalece, intacta, la desmesura. México sigue siendo, como dijo Humboldt hace doscientos años, un país en el que prevalece la más absoluta, irritante, lacerante desigualdad. Al gran capital no se le toca ni con el pétalo de una modesta reforma fiscal. Quede ésta para el incierto futuro. La justicia social, aplazada, duerme la siesta. Sería peligroso interrumpirla.
Dije que otro asunto estelar de esta nueva era es la batalla contra la corrupción. Por supuesto, se trata de un trabajo de Hércules, cuyos resultados se van más allá de algunos casos estrepitosos, que indignan y avergüenzan. Dicen los conocedores –a ellos me remito– que han proliferado las obras públicas emprendidas sin concurso, pese a la promesa de corregir esta vieja costumbre clientelar. Seguiremos esperando el ofrecido ahorro de medio billón de pesos, que se lograría a partir del buen ejemplo y de la rectificación de antiguos usos del poder y la riqueza.
En fin, he querido destacar los proyectos de más enjundia y de mayor justicia asignados a esta nueva era. Nada se puede objetar al propósito de favorecer a los que más lo necesitan y extirpar el cáncer de la corrupción. Debemos enarbolar estas banderas. No las habría mejores. Son las de cal, por las muchas de arena que heredamos del pasado.
Y mientras enarbolamos tales banderas, con fervoroso entusiasmo, podemos preguntarnos si de veras estamos logrando los objetivos para los que fuimos convocados y por los que sufragamos convencidos.

