Por Héctor Flores Ávalos
Hace un par de años, en medio de las campañas presidenciales de 2018, surgieron varias iniciativas, provenientes de distintos partidos políticos, cuyo contenido buscaba eliminar el fuero constitucional; lo anterior propició un acalorado debate nacional en medio de la euforia electoral, de la mano de acusaciones cruzadas sobre casos de abuso y corrupción por hechos cometidos al amparo de esa protección constitucional. El 4 de diciembre de 2018, ya como presidente de la República, López Obrador envió la primera de dos iniciativas muy similares para —según dijo— eliminar el fuero.
Exigir la eliminación del fuero puede ser entendible como un recurso retórico de coyuntura, es decir, como parte de un discurso más electoral que político; pero definitivamente no es aconsejable entrar en una discusión de esa naturaleza sin hacer un análisis detenido del origen y las causas de la existencia de esa figura y, sobre todo, de las consecuencias que tendría su eliminación.
Al hablar de instituciones del Estado, sobre todo de aquellas que están enmarcadas en la Constitución, debe tenerse siempre presente que éstas significan un acuerdo fundamental en la organización política de una sociedad. Están ahí por algo y para algo. La visión que tuvo la sociedad para incluirlas como parte del andamiaje constitucional obedece generalmente a momentos históricos que, de tiempo en tiempo, han definido la forma ordenada que la nación ha encontrado para transitar en su desarrollo; implican, pues, un acuerdo nacional sobre temas de gran relevancia. Por eso, cuando se pretende apuntar la necesidad de un cambio, de un viraje, en el sentido que sea, lo recomendable es hacerlo con precaución. No es aconsejable hacer afirmaciones a la ligera. Si esto es cierto para cualquier persona, lo es aún más para aquellos que hablan desde el poder.
Con un antecedente inmediato en la Constitución de los Estados Unidos de América, la figura del fuero constitucional fue incluida en México prácticamente desde su inicio como país independiente. Así, previsto en la primer Constitución federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824, el fuero para determinados cargos públicos no ha desaparecido hasta la fecha.
Es cierto —y no menos lamentable— que en la historia moderna la sociedad mexicana ha presenciado abusos y excesos de autoridades que, escondidas tras el fuero, rehúyen a dar la cara y responder con honorabilidad por las consecuencias de sus actos. En esa hipótesis no hay distingo de partidos, ideologías, orígenes o causas políticas; en la lista lo mismo están personajes de derecha que de izquierda; detentadores del poder y radicales opositores. La tentación de la impunidad ha rozado todos los colores del espectro político.
Pero en la historia del fuero constitucional no todo han sido abusos; en otros momentos la figura también ha estado ahí y ha servido para centrar el debate público y encauzar la vida institucional del país en situaciones verdaderamente cruciales. Quizá pueda decirse que el mayor servicio del fuero a la vida pública de México ha sido en esas etapas en que la sociedad ha precisado discutir abiertamente, con determinación y valentía, sobre todo frente al poderoso, el destino de la nación. Desde esas tribunas, investidas de fuero constitucional, muchas veces se han asumido posturas que no sólo dignifican y fortalecen la vida democrática del país, sino que, incluso, ante la mirada incómoda y renuente de quienes detentan el poder, han permitido corregir el rumbo. Así tenemos sentencias de la Corte que desafiaron a presidentes de la República; debates en el Congreso que culminaron con reformas del Estado, prácticamente arrancadas al régimen prevaleciente; denuncias de legisladores que pusieron de manifiesto más de un escándalo de corrupción; gobernadores que confrontaron al poder central en la defensa del pacto federal y la autonomía de sus Estados.
En todos esos casos el fuero estuvo ahí para dar estabilidad al cargo; para evitar la persecución política y permitir a un servidor público cumplir con su deber a cabalidad, principalmente en situaciones polémicas o de confrontación con el poder prevaleciente.
Posiblemente ahí radica la confusión y la mayor debilidad de la figura: en su finalidad. El fuero no es, ni debe ser, sinónimo de impunidad. No es una protección para evitar un juicio sobre la culpabilidad del funcionario. Es un instrumento cuyo propósito se centra en evitar persecuciones políticas desde el poder; pretende dotar de estabilidad a quien ocupa un determinado cargo público, para que pueda ejercer su función con plenitud y determinación, sin estar sujeto a presiones o amenazas provenientes del mismo poder público.
A la fecha, han existido dos formas de abordar la necesidad de revisar y, en su caso, reformar el fuero constitucional: la primera, que abona por la “politquería” y la simulación, en la que no cambia la sustancia y sólo se pretende la rentabilidad política a partir de alimentar el rencor y la animadversión contra la clase política (quizá ganada a pulso). La segunda, que propone una reflexión mesurada y una adecuación cuidadosa de la figura, respetando su finalidad original, pero subsanando los errores que han permitido (e incluso propiciado) el abuso de servidores públicos que han buscado impunidad bajo el resguardo de esta protección constitucional.
Hace unos días, el presidente López Obrador envió al Congreso de la Unión su segunda iniciativa para, según dijo, eliminar el fuero constitucional del presidente de la República. Sin embargo, al analizar el texto de esa iniciativa, es fácil concluir que la propuesta se encuentra en el primero de los casos descritos en el párrafo anterior. No modifica la sustancia y sólo busca el aplauso a partir de un lenguaje populista, pues el fuero del presidente persiste. Fiel a su estilo, el presidente López Obrador trató de hacer su propia reinterpretación de la historia constitucional mexicana; seguramente pidió ayuda para ver qué decía la Constitución Federal de 1824 y quizá la de 1857, concluyendo que lo mejor era idealizar al pasado, toda vez que, al incluir delitos electorales y actos de corrupción, no hizo mas que reiterar lo que señalan esos textos; pero deja claro, muy claro, que sólo se le puede acusar ante el Senado de la República y que será ese órgano el que, a fin de cuentas, juzgue sobre su culpabilidad. Sobra decir que eso ya existe en el texto constitucional vigente. No importa que ahora el presidente López Obrador pretenda incluir en la Constitución la frase de que puede ser enjuiciado como “cualquier ciudadano común”. Esta afirmación es falsa, pues ningún ciudadano común es enjuiciado ante el Senado, que es un órgano político, integrado por políticos y que resuelve con criterios de carácter político.
La reflexión mesurada sobre el fuero, por el contrario, nos debe llevar a evaluar si su finalidad sigue siendo de utilidad para la vida democrática del país y si, llegado el caso, su configuración institucional es la adecuada o, bien, desvía el sentido de dicha protección constitucional.
Como se mencionó anteriormente, la finalidad del fuero es brindar la estabilidad del cargo y evitar presiones de carácter político. Un primer cuestionamiento estructural es, precisamente, definir si la Cámara de Diputados o el Senado de la República deben juzgar sobre la culpabilidad de los presuntos infractores. En el caso del fuero de servidores públicos distintos del presidente de la República, si bien la ley señala que la Cámara de Diputados no juzga sobre la culpabilidad, la realidad es que el proceso está diseñado precisamente para evaluar la culpabilidad y no la existencia o inexistencia de persecución política. Y si se profundiza el análisis, el lector entenderá que el proceso en realidad está diseñado para naufragar a menos que haya un escándalo de altísimo costo político. Sobre el presidente de la República no hay duda, pues incluso la reciente iniciativa del presidente López Obrador reitera que será el Senado de la República quien juzgue sobre la culpabilidad, perdiendo el enfoque sobre la finalidad del fuero, que debería buscar resolver sobre la existencia o inexistencia de una persecución política y, llegado el caso, remover al funcionario y dejar la valoración de las pruebas sobre su culpabilidad al sistema de justicia.
Un primer acercamiento a los elementos que hay sobre la mesa permite concluir que el fuero es útil, sobre todo en momentos que exigen una revisión profunda de las decisiones que se toman desde el poder. Lo que es revisable, sin duda, es el andamiaje legal que soporta la figura; debe procurarse que la discusión se centre precisamente en evaluar la existencia o inexistencia de una persecución política detrás de una determinada acusación y dejar a los órganos de administración de justicia resolver si existe o no culpabilidad del servidor público.
Una reforma verdaderamente útil merece una aproximación cuidadosa. La solución no es simular en aras del aplauso fácil, como ocurre con la iniciativa presidencial, pero tampoco es eliminar el fuero sin cortapisas; debemos permitir el disenso y fomentar el debate para encontrar el rumbo correcto. México no es una sola voz. Baste recordar las palabras del senador Belisario Domínguez, quien, con fuero, se dispuso a criticar el régimen de Victoriano Huerta:
¿No veis, señores, cuán obscura se presenta actualmente la situación del país, cuán tenebroso parece el porvenir?
Lo primero que se nota al examinar nuestro estado de cosas, es la profunda debilidad del gobierno, que teniendo por primer magistrado a un antiguo soldado sin los conocimientos políticos y sociales indispensables para gobernar a la nación, se hace la ilusión de que aparecerá fuerte por medio de actos que repugnan la civilización y la moral universal, y esta política de terror, señores Senadores, la practica don Victoriano Huerta, en primer lugar, porque en su criterio estrecho, de viejo soldado no cree que exista otra (…)
El autor es abogado, profesor titular de la cátedra de Responsabilidad del Estado por la Escuela Libre de Derecho.
Fue senador de República y presidente de la Comisión de Justicia en la LXIII Legislatura.

