Debo elegir un tema para estas líneas, entre los muchos que agobian a la nación. La lista es muy larga. Todos requieren acción, con urgencia. Acción del Estado y la sociedad. De nosotros, pues, sin salvedad.

Va una brevísima recapitulación. En estos días reaparecieron las tensiones en la agenda universitaria, asediada por novedades ominosas. Además, arreció la revolución cultural feminista, combatida con discursos mañaneros o atendida con medidas reactivas y tardías. La violencia nos golpeó con insólita crudeza. El gobierno dispuso, sin deliberación pública, de una buena parte del fondo de contingencia destinado a enfrentar problemas catastróficos. Persistió la crisis en el suministro de medicamentos, que cobra vidas en los sectores más débiles de la población. Y así sucesivamente. Para nuestro alivio, se atribuyó esta cauda de males a la malicia de los conservadores y al neoliberalismo que nos aquejó. Buena explicación, certera, juiciosa, persuasiva.

Pero también hubo noticias alentadoras. Se resolvió el arduo tema del avión presidencial. Un asunto de trascendencia nacional –y pasmo internacional–, que tuvo en vilo a la República y mereció amenas explicaciones desde la más alta tribuna del país. Ciento veinte millones de mexicanos escuchamos con estupor. Entre las vicisitudes del famoso avión figuró el amable entendimiento entre el poder político y el poder económico. Un grupo de empresarios, comensales en una cena feliz, aceptó contribuir con largueza a la rifa de billetes de lotería –o algo así– para encaminar la solución. Y la República respiró.

Voy, una vez más, al tema de la Universidad. En él me ocupé hace unos días, con la generosa hospitalidad de “Siempre!”. Sin embargo, hay motivo para insistir. En los mismos días en que se acumulaban las nubes en nuestro cielo encapotado, ocurrió una inesperada novedad. Sucedió que un legislador, movido por súbita inspiración (o por antigua codicia) planteó en la Cámara de Diputados una iniciativa cuya aprobación echaría por la borda la autonomía universitaria. No se trata de un hecho aislado. En el curso de un año han ocurrido otros de la misma o parecida naturaleza, que ponen en alerta a la Universidad de la Nación. Son llamadas a nuestra puerta. Van cuatro, por lo menos.

 

Primera llamada

Recordemos que en los primeros días de esta administración –federal, no universitaria– se promovió una reforma constitucional que pretendió retirar de la Ley Suprema la fórmula de la autonomía universitaria (fracción VII del artículo 3º). De un plumazo y sin previo aviso. Al conocer la noticia, un numeroso grupo de profesores de la Facultad de Derecho se reunió con el secretario de Educación Pública en la antigua Escuela Nacional de Jurisprudencia y expresó su profunda preocupación. Hubo explicaciones que devolvieron la paz al campus universitario. El retiro de la fracción constitucional sobre autonomía había sido un error, que se corregiría. Y así fue, aunque no muy pronto. Quedamos en situación de alerta, como el público expectante cuando escucha la primera llamada.

 

Segunda llamada

Pocos días más tarde, el proyecto de presupuesto de gastos de la Federación previó un “recorte” a los recursos de varias instituciones de educación superior. Entre ellas figuraba la Universidad Nacional. Por supuesto, era inaceptable mermar los recursos de que se dispone para la formación de profesionales y el desarrollo de la investigación. La voz de alarma se elevó una vez más. Hubo reacción y explicación. Por “lamentable error” –otra vez– apareció esa reducción en el proyecto de presupuesto. Se corrigió el error. Pero cambió el color en el semáforo de alerta. El público escuchó la segunda llamada, con creciente expectación.

 

Tercera llamada

En semanas recientes –y a todo lo largo de muchos días, hasta hoy– la violencia se ha manifestado sobre los recintos de la Universidad (y sobre todo el país, con auge espectacular). Ha quebrantado la educación superior y perjudicado a millares de jóvenes, cuya única posibilidad de libertad y progreso se halla en la Universidad Nacional.

Reconocemos, sin regateo, que en el origen confesado de algunos hechos violentos reside una causa justa: la revolución feminista contra la arraigada cultura de opresión. Hecho innegable y dominante, que también se ha enfrentado –como dije– con discursos copiosos y medidas reactivas y tardías. Sin perjuicio de ese origen notorio, que es indispensable atender –a fondo y con perspicacia y diligencia– la Universidad observó la presencia de factores externos en la violenta escalada en el campus. Y lo peor (y más elocuente y revelador): el presidente de la República declaró que había “mano negra” en la Universidad, y agregó que era necesario identificar la “mano que mece la cuna” de los conflictos. ¿Y luego?

 

Cuarta llamada

Finalmente, todavía en febrero de 2020 –a unos días de 2019, año en que celebramos la autonomía universitaria– se presentó en la Cámara de Diputados una iniciativa de reformas a la Ley Orgánica de la Universidad Nacional Autónoma de México. Oscura iniciativa imprevista, totalmente desconocida para la comunidad universitaria. Recordemos que esa Ley Orgánica, que fue promulgada en 1945 y no ha sido reformada desde entonces, consagra la autonomía de la UNAM y establece mecanismos propios para asegurar el autogobierno universitario. Mecanismos consecuentes con la naturaleza y las características de la Universidad, que han funcionado bien.

En el “aura” de la iniciativa aparecen antiguos fantasmas, deseosos de apoderarse de la Universidad y navegar a bordo. Frente a esos fantasmas, que no reposan ni desfallecen, los universitarios han librado y ganado grandes batallas. Obviamente, ninguna victoria es definitiva. Renovados asedios intentan dar marcha atrás a las manecillas de la historia y reivindicar la plaza.

Cuando se tuvo conocimiento de la iniciativa, los universitarios actuaron con presteza y energía. No era posible guardar silencio ante el atentado que podía cobrar la vida misma, la razón de ser, el destino de la Universidad Nacional. Y con ésta, el porvenir de la educación pública superior, con todo lo que implica. El Rector elevó la voz, denunció el agravio y exigió el rechazo de la iniciativa. Obró la razón y hubo rápida respuesta en varios espacios del poder público, tanto legislativo como ejecutivo. Era necesario que así fuera. Empero, esta ha sido la cuarta vez, en el curso de un año, en que el error o la malicia llaman a las puertas de la Universidad. Es flagrante el acecho. ¿O se trata apenas de una corriente de coincidencias, errores o casualidades?

¿Habrá más llamadas? ¿Se avecina la gran función?

Regularmente, la función inicia cuando se convoca a los asistentes con una tercera llamada. En nuestro caso, las convocatorias han ido más lejos. Vamos en la cuarta. ¿Habrá una quinta, una sexta y otras más? Y la función de fondo, si la hay, ¿cuándo comenzará? No podemos aguardar, desprevenidos, como los moradores de Constantinopla. De ahí la pertinencia de la voz elevada por el Rector y secundada por varias instancias universitarias.

Ojalá que en este coro se alce la voz de todos los universitarios, y también de quienes observan más allá de nuestras fronteras institucionales. Ojalá, porque el mal que llegaría –cuando se cumpla el mensaje que anuncian las llamadas– alcanzaría a toda la nación con un golpe rotundo sobre las esperanzas de los jóvenes, cifradas en la Universidad.