Por Diana Marmolejo

 

De alguna manera nacimos siendo la esquina del lado derecho de la cama, anverso y reverso, día y noche, tarde y mañana, frío y calor, lluvia y sequía, una clase de salud que enferma. Si nuestro calor tocó fondo en la luz de la mañana fue por justicia divina o azar, o tú y yo. Yo sabía las ganas que tenía de dejar pasar, de dejar ir a la vida sin poder hacerla entrar, sabía que vendrías a tomarme de espaldas y gritarme al oído que eres frágil. Sabía que mis huesos iban a contener deshechos de tus labios y que mis manos sin cuerpo ni atadura se sujetarían quietas en el vacío. Lo supe cuando bajaste y te acercaste, con flores en las manos y una mirada brillante, con un objetivo inerte. Nadie lo sabía mejor que yo. Me imaginaba vacilante a la orilla de la nada, tristeando con la cabeza en alto, con las rodillas desgarradas. Unomásuno. Tu diferencia contra mis agallas, el orgullo que se columpia a través de la ventana y toca a las nubes, y llega a extrañarte.

Las manecillas del reloj se han detenido, la hora en que tu silencio se recuesta en la comodidad de mi cama ha llegado.

Los sábados nos vamos sin desayunar, el domingo me aplasta el desencanto, tu vida me arrulla en la mañana, bebo la sangre del memorial en la regadera. Me llamas, no llego, me limpio la culpa escupiéndote la espalda. No juegas. No llegas. Me extrañas. Me comes. Me tomas medidas, tocas mis entrañas, metes un dedo por el hoyito de mi espalda, llegas a mi corazón y lo arañas. Llamas desesperado. Me acuesto. No me acuerdo. Todo en calma. No llegas. Me acurruco, me lastimas con la espina que sale de tu boca. Me enciendes. No me tocas. Me apagas. Me deslumbras. Me acaricias. No te siento. Grito y no me escuchas. Me maltrato. Mi mano resbala por mi pecho, llega a mi abdomen y no regresa. Te hablo. No me escuchas. No te siento. No me llamas. En la distancia tus manos se posan en mi cuello. Aprietas. Ya no oigo. Ya no llamo. Existo.