Por José Manuel Cuéllar Moreno

 

La evolución del miedo

Ciudad de México, mayo de 1942. El Presidente Manuel Ávila Camacho declara la guerra a la férula nazifascista. En el Congreso, los diputados, de pie, aplauden y lanzan vítores entusiastas por más de tres minutos. En los cines se proyecta la versión hispana de Frankenstein, protagonizada por Lupita Tovar, y una serie de Columbia Pictures llamada La sombra de terror (The Shadow). La escena en que el Dr. Henry Frankenstein insufla vida a su abominable monstruo, mientras exclama “está vivo, ¡está vivo!, ¡lo hice con mis propias manos!”, ponía los pelos de punta. ¿Cómo era posible que la razón, la ciencia y la tecnología, depositarias de las más altas esperanzas, engendraran criaturas capaces de aniquilarnos? Un drama semejante –el drama de una razón que engendra monstruos– lo relata Goethe en su Fausto. Este miedo a las posibilidades ambivalentes del desarrollo científico y tecnológico se hizo realidad unos pocos años más tarde, en 1945, con la bomba atómica. Sobrevino un nuevo temor, esta vez a la desintegración atómica, es decir, fundamental de la materia.

La sombra del terror (1940) era un serial dirigido por James W. Horne. A lo largo de 15 episodios, Lamont Cranston alias la Sombra combate las ambiciones de dominación mundial de un villano que tiene el peculiar poder de hacerse invisible. La economía de la posguerra y la Guerra Fría se alimentaría pantagruélicamente de este miedo al hombre fáustico, a las amenazas de dominio y destrucción mundiales y a la siniestra presencia de un peligro invisible: los rayos radiactivos. El accidente de Chernóbil (1986) dio final y triste cumplimiento al serial de Horne. Para esas fechas, otro enemigo invisible asediaba a los cuerpos: el virus del Vih.

En septiembre del 42 tomó lugar la primera “prueba de oscurecimiento”: los dos millones de habitantes de la capital tenían que apagar las luces de sus casas, de su oficina, de su auto, tenían que apagar incluso sus cigarrillos, al escuchar las sirenas de los bomberos. El discurso oficial insistía en la “solidaridad” de los mexicanos y en su disposición para acatar las normas gubernamentales con “inquebrantable disciplina”. Casi de manera simultánea entró en vigor el Servicio Militar Nacional y el Mexican Farm Labor Program (Programa Braceros). Poco antes de las fiestas patrias se creó un Registro Nacional de Ciudadanos al que debían inscribirse todos los varones del país, “considerándose [esta medida] de gran utilidad especialmente en estos momentos en que es necesario el control de ciudadanos, con motivo del estado de emergencia” (El Nacional, 15 de septiembre de 1942). Hoy los filósofos no hablamos de “estados de emergencia”, sino, siguiendo a Agamben, de “estados de excepción”. El efecto es el mismo: mayor control de los ciudadanos, un recrudecimiento de los dispositivos de vigilancia, el despliegue de fuerzas militares y una movilización forzosa de los cuerpos con la subsecuente e inevitable suspensión de las libertades básicas del individuo. Podríamos decir que México comenzó a ser una sociedad disciplinaria durante el régimen avilacamachista. La “inquebrantable disciplina” nos la podemos explicar actualmente, junto con Foucault, como “aquellos métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad” (Vigilar y castigar).

La noche del 15 de septiembre el Zócalo estuvo abarrotado. Hubo juegos pirotécnicos, fanfarrias y cohetes. “Nos dominó la sensación de que el corazón de México palpitaba con más intensidad, al influjo de aquel ambiente multicolor, propicio para un drama cinematográfico de grandes conjuntos” (Excélsior, 16 de septiembre de 1942). No era ninguna casualidad la correspondencia entre las fiestas del Zócalo con un drama cinematográfico. Al mismo tiempo que el Presidente pronunciaba los nombres de Cuauhtémoc, Hidalgo, Morelos, Juárez… (11 de la noche en punto), en el Cine Palacio Chino nuestro charro mexicano por antonomasia, Jorge Negrete, entonaba de viva voz el Himno Nacional. La interpretación presidió el estreno de “la más extraordinaria de todas las películas nacionales”, Historia de un gran amor, dirigida por Julio Bracho. Era apenas el inicio de un largo y duradero matrimonio entre el Partido Oficial y la industria del cine. Ésta última se convirtió muy pronto, para decirlo en términos de Althusser, en un “aparato ideológico del Estado”.

 

La estetización del terror

Ciudad de México, 11 de septiembre de 2001. Sólo hay una noticia y un tema de conversación. El ataque a las Torres Gemelas. Se cree que los terroristas calcularon el tiempo que hacía falta esperar entre un impacto y otro para garantizar la mayor cobertura mediática. A las 8:46 h. el primer avión entró en contacto con la torre norte. Tres minutos después, a las 8:49 h., la CNN había establecido la transmisión en directo. En su descripción de los hechos, a las 9:04 h., una periodista de la NBC dijo lo siguiente con voz jadeante: “It looks like a movie” (parece una película). La disponibilidad de este material es absoluta. Los videos y las imágenes pueden ser reproducidos y descargadas de Youtube y Google ilimitadamente (como no había sucedido antes). A esto se suman los cortometrajes, las películas y las novelas que se produjeron en los meses y años subsecuentes. Si después del Holocausto se puso en entredicho la capacidad humana de representación y se propuso el mutismo, en este caso la reacción fue la opuesta. Hubo, sin embargo, una estétitca oficial del desastre. Las imágenes de esos hombres y mujeres diminutos que brincaban desde un piso cincuenta o sententa fueron de inmediato censuradas por Giuliani. No habría representación de cadáveres. Tampoco se hablaría de suicidas o jumpers (saltadores). La jerga oficial se decantó por dropping men, “hombres que caen”.

Los filósofos se apresuraron a intepretar la tragedia, a desentrañar el guion de la película. Susan Buck-Morss afirmó: “Lo que desapareció el 11 de septiembre fue la aparente invulnerabilidad, no sólo del territorio estadounidense, sino, de hecho, de la hegemonía occidental” (Thinking Past Terror: Islamism and Critical Theory on the Left, 2003). El prominente filósofo francés, Jacques Derrida, secundó el diagnóstico. El 9/11 dio inicio a una crisis de acreditación: la pérdida del poder estadounidense para acreditar un orden internacional y el estallido de una lucha, ya no contra otro Estado-Nación, sino contra un enemigo espectral. El enemigo es de una inconsistencia inasible, habita la propia casa, no se circunscribe a ninguna frontera ni agrede en nombre de ninguna soberanía: éstas parecen ser las notas más terroríficas del terrorismo.

El tránsito del miedo al terror traía consigo, según Derrida, una amenaza inédita: la amenaza auto-inmunitaria. La inmunidad es un estado de resistencia del organismo frente a las sustancias extrañas y potencialmente patógenas. Ser inmune a algo es resistirse al trabajo (ergon) de otro (allos) sobre uno. De allos y ergon proviene “alergia” (un vocablo que Platón usó en el Fedro para distinguir entre lo propio y lo ajeno, entre un adentro y un afuera, lo endógeno y lo patógeno). La enfermedad es una alter-ación: el accidente que sobreviene a una sustancia, la irrupción del exterior en la interioridad autosuficiente del organismo. El Uno-Bien plotineano (Dios) no puede tener alergia. Su Unidad anula la alter-ación, esto es, la relación con cualquier exterior posible. Dios no padece.

Estados Unidos fue el blanco de un ataque. Todos lo vimos en tiempo real. Quedó registrado. Solo que el ataque terrorista no se centraba en la destrucción física del World Trade Center. La intención última era mostrar a los Estados Unidos en un estado de indefensión y vulnerabilidad, un estado desacralizado, y para conseguirlo, los terroristas se servirían de la amplia red de telecomunicaciones yanqui y de su inserción en los seis continentes. Los propios Estados Unidos consumarían el ataque transmitiéndolo en vivo a todos los rincones del orbe: un espectáculo mediático, más aún, un disaster film. “Después de cuatro décadas de disaster films hollywoodenses de alto presupuesto, escribió Susan Sontag, el ‘it felt like a movie’ parece haber desplazado al ‘If felt like a dream’ (parecía un sueño)” (Regarding the Pain of Others, 2003). Algo parecido concluía el filósofo Slavoj Žižek: “Cuando miramos la tantas veces repetida toma de la gente asustada corriendo hacia la cámara, frente a una gigante nube de polvo de la torre colapsando, ¿no fue este encuadre de la toma una reminiscencia de las tomas espectaculares de las películas de catástrofes?” (Welcome to the Desert of the Real: Five Essays on September 11 and Related Dates, 2002).

Giorgio Agamben ha hecho notar recientemente (en su artículo del 26 de febrero) que la “invención” de una pandemia es, después de la amenaza terrorista, el pretexto idóneo para imponer y eternizar un “estado excepción”.

 

La actual pandemia

¿La actual pandemia es un disaster film? Comparte algunas características. La sensación de irrealidad, el encarnizamiento mediático, la proliferación de news y fake news. Vemos a diario en la televisión a conductores que informan (nerviosos o con acento grave) sobre el número de víctimas, mientras, a sus espaldas, un mapamundi se tiñe de rojo (según avanza la enfermedad). Vemos, en cuidado plano holandés (dutch angle), las estanterías vacías de los supers. También se ha dicho que la actual crisis, más que una película, parece una serie, en específico, una serie de ciencia ficción, tipo Black Mirror. El filósofo Byung Chul-Han, en su artículo “La emergencia viral y el mundo de mañana”, nos recuerda que China no es como Italia o España o Francia. Que allí el gobierno es autoritario y que no existe tal cosa como una “esfera privada” o el respeto a los datos personales. Hay millones, cientos de millones de cámaras que reconocen los rostros y miden la temperatura de los cuerpos. Drones surcan los calles. No hay acción, por mínima que sea, que se sustraiga a la mirada panóptica del gobierno. Chul-Han nos pinta un cuadro de ciencia ficción. Y nos advierte: éste es el modelo de gobierno exitoso que en un futuro cercano será importado al resto del mundo.

Los medios replican, acaso sin saberlo, los recursos narrativos de estas series. La mala noticia: hoy en día una serie exitosa no tiene menos de cinco temporadas. Y casi siempre carece de un final. Esto no preocupa a los escritores ni al público. El propio Byung Chul-Han lo ha señalado en El aroma del tiempo (2015): el ser humano ya no recorre arcos narrativos, con su inicio, su desarrollo y su desenlace. Vivimos en un tiempo dislocado. Vamos por la vida haciendo zapping. La última temporada de Juego de tronos dejó en la mayoría un regusto amargo. Stephen King dio con la clave: lo que molestaba a los espectadores no era la falta de creatividad de los guionistas sino el hecho mismo de que hubiese un final.

¿En qué acabará, entonces, la pandemia? Hago algunas conjeturas: en una profundización de la crisis de acreditación (con la consiguiente redefinición de la relación Oriente-Occidente); una renuncia a las categorías de frontera y de soberanía (la estrategia que han seguido los países europeos, alerta Chul-Han, es equivocada: no se trata de cerrar fronteras ni de declararle la “guerra” a un enemigo externo, la amenaza es espectral y auto-inmune: si la economía baja la cortina, comienza su digestión canibálica; el amigo, el transeúnte, cualquiera puede ser foco de infección); regresaremos a lo que Judith Butler, apoyada en Lévinas, ha llamado una “ética de la vulnerabilidad”: “La pérdida y la vulnerabilidad parecen seguirse de nuestro ser cuerpos socialmente constituidos, vinculados a los otros, en riesgo de perder estos vínculos, expuesto a los otros, en riesgo de violencia por virtud de esta exposición” (Precarious Life: The Powers of Mourning and Violence, 2004). Nosotros, los mexicanos, nos podremos apoyar en Emilio Uranga para hablar de una “ética de la accidentalidad”. El reto es en todo caso concebirnos como cuerpos expuestos a la enfermedad y a la alter-ación.

Del autor: Maestro en Filosofía de la Cultura por la UNAM y en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona. Se especializa en la filosofía mexicana del siglo XX y la configuración del discurso nacionalista del PRI. Es autor de La revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018), y de las novelas El caso de Armando Huerta (Premio Nacional de Novela Luis Arturo Ramos, 2009) y Ciudademéxico (Premio Nacional de Novela Joven José Revueltas, 2014).

@Jmcuellarm