Una de las promesas reiteradas de Andrés Manuel López Obrador —durante su campaña y al inicio de su gobierno— fue otro de sus sueños utópicos: alcanzar la autosuficiencia alimentaria. Qué más quisiéramos que México tuviese una mágica capacidad de producción agroalimentaria suficiente para dotar a toda la población de los alimentos que se requieren. Hasta la fecha no existe nación alguna que haya logrado tal meta. Por el contrario, todos los países necesitan intercambiar productos del campo y pesqueros, sin que ello implique una dependencia alimentaria ni un atentado a las políticas de soberanía y seguridad alimentaria que cada Estado se impone.

Aquí, la cuatroté se ha empecinado en observar al campo como el mítico cuerno de la abundancia y en predicar el terminajo de “autosuficiencia alimentaria”, el cual es objetivo central de ese andamiaje burocrático llamado Seguridad Alimentaria Mexicana (encabezado por Ignacio Ovalle, mentor, gurú y añejo amigo de López Obrador).

Es probable que ambos sepan que tal autosuficiencia es prácticamente imposible, pero desde la campaña, en aras de granjearse las simpatías de organizaciones sociales de base -que en muchos casos ni siquiera saben de producción de alimentos- crearon un pastiche ideológico que cacha votos, pero que no da de comer. Así, hasta Greenpeace le entregó un premio a AMLO en octubre de 2018 por su pretensión de liberar al territorio nacional de los transgénicos y de “impedir la ratificación de funcionarios que han servido los últimos tres sexenios a los intereses de las empresas agrotransnacionales”.

Y aquí estamos, en 2020 en el centro de una pandemia y, desde luego, sin viso alguno de que esos compromisos para el campo puedan ser cumplidos -para botón, la SADER, que es encabezado por Víctor Villalobos, otrora defensor acérrimo de los transgénicos y muy cercano al hoy deslucido Alfonso Romo, su jefe. De cara al COVID-19, México vivirá efectos perniciosos en los más pobres, los mismos a quienes López Obrador usa de caballito de batallas propagandísticas en las homilías mañaneras.

Con previsiones para México de una perniciosa caída del PIB que podría alcanzar hasta 9 por ciento para este año debido a la ausencia de políticas de incentivos fiscales y el desempleo creciente, el fantasma de la pobreza alimentaria es un asunto que ya está cobrando la atención de académicos y empresarios, pero no del gobierno de la cuatroté. De acuerdo con el Centro de Modelística y Pronósticos Económicos (CEMPE) de la Facultad de Economía en la UNAM, los mexicanos que caerían en pobreza alimentaria -es decir, a quien no le alcanza para comprar lo mínimo para comer- puede crecer un 35 por ciento más que el año pasado, para pasar de 25 a 43 millones de personas.

Apenas el pasado 9 de abril AMLO “garantizó” el abasto de alimentos pese a la pandemia. Posteriormente hablaron en el mismo sentido el titular de la SADER y el presidente del Consejo Nacional Agropecuario, Bosco de la Vega. Sin embargo, este último también expuso sus reservas, pues no descartó la posibilidad de que se desate la violencia y los saqueos en contra del transporte de productos del campo.

Así se les escuchó en reuniones y reuniones, Villalobos incluso con sus homólogos a nivel Latinoamérica y el Caribe, mientras que De la Vega haría lo propio con sus pares empresarios y con los responsables de la seguridad nacional. Pero hasta ahí. Todos sus discursos de una y otra parte dan de frente con la realidad que viven los mexicanos en su día a día: un marcado incremento de precios de la canasta básica y peor aún, las dificultades cada vez mayores para adquirirla. Porque al parecer, ni el gobierno ni los empresarios entienden las diferencias entre garantizar el abasto y el acceso alimentario.

Las primeras señales de alerta las dio como siempre, el precio de la tortilla, cuya alza mereció mención en las mañaneras y que la PROFECO armara todo un tinglado más preocupada por dar una imagen de eficacia que por buscar y contener las causas. Al alza en la tortilla siguió el huevo, el azúcar y finalmente, las imágenes de mercados con surtido precario de frutas y verduras por el cierre de varias bodegas en la Central de Abastos de la CDMX, por rumores de contagios importantes de coronavirus y de ruptura de las cadenas de abastecimiento. Para cuando se publique esta columna, también estarán cerrados otros importantes centros de abastecimiento como Jamaica y La Merced. Un entorno que a nadie conviene.

Paradójicamente, en la otra cara de la moneda, productores de jitomate de Sonora, de hortalizas en Puebla, de leche en Chihuahua, de maíz y trigo en Tamaulipas y Sinaloa, ganaderos en el Bajío y pescadores en Yucatán, Tabasco y Baja California, han externado su preocupación por la caída de la demanda de sus productos en hoteles y restaurantes de México y Estados Unidos. Incluso hay productores que tiran o donan su producto bajo el argumento de que no hay mercado y piden apoyo al gobierno de López Obrador para que incentive a los compradores a adquirir sus productos. Pero nada, no hay respuesta a sus llamados de auxilio.

Entre el desabasto y la falta de mercado de los productores, hay un eslabón perdido. ¿Dónde está el gobierno? ¿Dónde está SEGALMEX y Liconsa, la Secretaría de Economía y la del “Bienestar”? ¿Acaso es que creen que con el reparto de despensas con su imagen -quien sabe con qué fines electorales- van a paliar las deficiencias estructurales de un sistema alimentario inexistente? ¿Esa es la estrategia?

El rechazo del gobierno de la cuatroté a las iniciativas del CNA por pertenecer al hoy estigmatizado Consejo Coordinador Empresarial ha frenado las iniciativas de un trabajo en conjunto que hoy, necesita y merece la sociedad mexicana ante esta urgencia sanitaria. Pero hoy solo nos rige la pírrica visión de que favorecer al empresariado -o en este caso al agroindustrial- le saldrá muy caro al gobierno federal. Pese a sus previsiones, una sociedad que pasará de la inquietud a la desesperación por no poder acceder a alimentos no le sentará nada bien a la erosionada administración de López Obrador.

El gobierno federal debe pasar ya del discurso cansino, intolerante e irreductible a las acciones concretas. ¿Cuáles es el plan A, el B o hasta el C que evitará que los mexicanos no comiencen a morir de hambre en la Sierra, en las Costas, en las ciudades y las áreas rurales? La sociedad mexicana merece conocer puntualmente las previsiones del gobierno en caso de una ruptura de las cadenas de suministro. La autosuficiencia alimentaria no es el centro del debate, ahora la preocupación es qué alimentos llegarán a la mesa de las familias mexicanas dentro de un mes.

No hay política, no hay dirección, no hay liderazgo político y vemos puros palos de ciego. Todo indica que, en materia alimentaria, la consigna se ha modificado: primero más pobres, en lugar de primero los pobres.