Vamos al galope y a campo traviesa. Emprendimos esa marcha con insólito brío. Hubo algunos intentos, infructuosos, por ordenar la carrera. Pero al cabo de los días arreció la cabalgata, que no tiene rumbo ni destino claros. Hoy vamos al galope, pero ¿a dónde nos dirigimos? El instinto, que denuncia los riesgos de una travesía sin orden ni concierto, y la reflexión, que analiza los datos de la vida y establece su sentido, nos ponen en guardia sobre los peligros que aguardan a la República bajo un firmamento poblado de nubes y en la víspera de un futuro incierto.
En ese futuro podría ocurrir el parto angustioso de una nueva era, pero también podríamos encontrar el abismo. Cualquier observador de la realidad —que sí existe, por encima de los discursos— y del debate que arrecia, puede llegar a la conclusión que he mencionado varias veces en las páginas de esta revista hospitalaria: la única certeza que nos abriga —¿abriga?— es la incertidumbre. Y con ella vamos a campo traviesa y a galope tendido.
La atención de los políticos, los actores sociales, los estudiosos de la sociedad civil y la sociedad política y los oráculos y profetas —que proliferan— se ha cifrado en ciertas novedades inquietantes de nuestra carrera desenfrenada. El proyecto obsesivo de dividir a la sociedad y enfrentar a sus integrantes en una contienda sistemática adopta formas y fórmulas que encienden focos de alarma. Ese proyecto —que ha tomado la figura de un plan de gobierno, exaltado en plena pandemia— viene de hace tiempo y se alimenta de las contradicciones en el seno de la sociedad, aprovechadas y exacerbadas. Por supuesto, las contradicciones existían, sus factores y sus posibles consecuencias se hallaban a la vista. Sin embargo, ahora han subido al escenario, convocados por quien provoca nuestra carrera y alimenta, con deliberación rigurosa, los conflictos que cunden.
Valga lo anterior como una suerte de “marco conceptual” para el examen de esas formas y fórmulas, que afloran en nuestra más reciente experiencia. En estos días se dijo que deberíamos entender y aceptar, de una vez por todas, la división que se halla en la fuente y en el destino de la marcha, que enciende y orienta las fuerzas de la nación, que informa y domina nuestra carrera. De esa lúcida —digamos, con el debido respeto— apreciación de nuestra realidad, mitad natural, mitad inducida, proviene una convocatoria expuesta con una franqueza que en otro tiempo hubiera sido desconcertante: estamos e iremos divididos. Aceptémoslo y ejerzámoslo.
Todos somos mexicanos, pero todos somos combatientes—hay que entenderlo-—en un infinito ejercicio de discordia. De un lado los partidarios, del otro los adversarios; cada sector con una vocación propia, que hará historia: vencedores y vencidos. Y quien debiera unir a los ciudadanos en un solo contingente, ha resuelto encabezar a su legión de partidarios y arremeter contra los adversarios. Por supuesto, ese conductor —exitoso desde cierta perspectiva; fallido desde otra— tiene la facultad de definir quiénes son unos y otros, y actuar en consecuencia.
La convocatoria de los tiempos modernos nos instó a prescindir de caretas, despojarnos de sarapes, dar la cara y actuar abiertamente, a la luz del día, sin evasiones ni fingimientos. Que cada quien se asuma como partidario o adversario, asuma su papel en la escena y enfrente, a pecho descubierto, las consecuencias. Para los adversarios, esas consecuencias están anunciadas y serán demoledoras. En el programa que distribuye a los mexicanos en dos inconciliables late una antigua consigna: no hay más ruta que la nuestra. Así ocurre en la nueva versión de la democracia, que no aviene a los ciudadanos, ni permite disensos, ni admite alternativas. No tuvimos convocatorias de este género en el pasado reciente —aunque las hubo en el pasado distante— , que hace formal y oficial la discordia. La convocatoria de hoy es clara y rotunda. Se hace desde el poder, que comienza a ser —lo previmos— cada vez más exigente, dominante, absoluto. No es un poder ilustrado, pero manda.
Últimamente arreció el conflicto. Las llamas recibieron una nueva ración de leña, por si hiciera falta. “Éramos muchos —dice la frase popular— y parió la abuela”. Parió, en efecto. El producto ha sido un insólito documento, con historia oscura, sigilosamente promovido ante un diario de circulación nacional, que no lo publicó, pero luego exhibido, sin ningún sigilo —ni análisis, ni prudencia, ni recato— en el oráculo más alto de la República. La misma tribuna en la que hoy se discuten, cada día, los rigores de la pandemia, ha servido para exponer ese documento, sustentar la división que cunde y advertir a la sociedad —con dedo flamígero— sobre los inductores y ejecutores de un nuevo episodio de la contienda. En este caso, el denunciante ya no actuó en la sombra ni ocultó la mano: mostró el panfleto y extrajo las consecuencias que quiso, por ahora. Pero mañana podrían ser otras.
En el papel de marras se habla de la creación de un movimiento opositor al que ya se identifica por sus siglas elocuentes: el BOA. Esta denominación invita a recordar el ofidio monstruoso que aprieta y devora. ¿Qué dice, en esencia, el ominoso documento? Informa que varios ciudadanos, partidos políticos y grupos organizados de la sociedad civil, empresarios, intelectuales, activistas, antiguos o nuevos dirigentes, han resuelto concertarse y concentrarse en una tarea común, que consideran necesaria para que respire la democracia: ganar al poder dominante las elecciones federales del año próximo, como primera etapa de un proceso que tendría su segundo episodio en la revocación del mandato de quien hoy tiene en sus manos —y a manos llenas— el Poder Ejecutivo de la Unión.
Interesante proyecto. En efecto, ha circulado la propuesta de formar un frente amplio —difícil y hasta improbable, pero no imposible— que milite en el 2021 para integrar por vía electoral una nueva mayoría en la Cámara de Diputados. Mayoría que impulsaría el equilibrio entre los poderes —frenos y contrapesos, dice la sabida doctrina—, consustancial al Estado de Derecho y a la democracia. En consecuencia, el documento del BOA —o de quien lo haya redactado– no descubre el hilo negro. Sin embargo, tiene una “virtud”: permite formalizar lo informal, difundirlo a rabiar, facilitar la toma de posiciones y declarar cuál será la del Ejecutivo, que la asume sin ambages.
Este juego de “sinceridad política” desemboza a los litigantes: sean los opositores, sea el titular del Ejecutivo. Éste se coloca como la cabeza visible de una opción electoral en el año 2021. Reanuda la campaña seguida en 2011 y convierte al gobernante en líder de partido. En fin, se formaliza la división de sectores y el presidente de la República queda al frente del partido que pugnará por conservar el poder, es decir, del partido conservador. Esa será, en lo sucesivo, la encomienda central de quien conduce la nave en la que viajamos todos los mexicanos. ¿Es plausible que el Ejecutivo encabece una opción electoral?
Otra virtud ha tenido el oscuro documento. No sólo anuncia; también denuncia. ¿Qué? Una conspiración, un complot. ¿De quién? De un conjunto de ciudadanos bien identificados, siempre a reserva de que la nómina aumente con engroses periódicos. ¿Para qué? Para que el pueblo sepa —sostiene el oráculo— quienes son sus enemigos, contra los que es preciso volcar la ira popular, con todo lo que ésta entraña. Todo, puede ser mucho. Así se sigue construyendo la nueva realidad, siempre al galope y a campo traviesa. No sobra advertir que muchos de estos conspiradores son personas a las que el presidente de la República ha cuestionado en diversas conferencias mañaneras.
Ahora bien, el analista no puede ignorar cuáles son los cargos que resultan a los conspiradores, cargos fortalecidos por la interpretación que se provee desde la más alta tribuna. Se dice, en resumen, que los ciudadanos comprometidos en este complot, alojados en la penumbra —es decir, tirando la piedra y escondiendo la mano—, pretenden ejercer el derecho a opinar y participar en la vida política del país, a través del proceso electoral previsto en la Constitución. Y se dice que esa partida de conspiradores se propone recurrir a la revocación de mandato que la misma Constitución incluyó, a propuesta del actual Ejecutivo de la Unión. En esencia, esa es la grave acusación: intento de ejercer derechos constitucionalmente previstos. Los individuos del complot se han armado con derechos constitucionales que pretenden ejercer por las vías establecidas en la Constitución. ¿Cómo reprochar a esos ciudadanos que ejerzan derechos consagrados en la ley suprema?
Otra virtud tienen el documento y su lector oficioso y oficial: una virtud insidiosa. En efecto, sugiere que el bloque de mexicanos pudiera convocar en su auxilio a instancias internacionales, al más puro estilo del siglo XIX; y más todavía, declara que en la falange de los conspiradores figuran personajes que debieran mantener absoluta neutralidad en los procesos electorales que se avecinan (al igual que el presidente de la República, por cierto). La referencia a consejeros y magistrados electorales implica un amago que enturbia desde ahora el desempeño de estos funcionarios, los atrae a una polémica de pronóstico reservado y oscurece la confianza de los ciudadanos en las instituciones que calificarán el proceso electoral. En suma, no sólo se siembra la discordia social, sino también la desconfianza de los electores.
Pero el problema para los sufridos mexicanos de hoy —y para los que sufrirán mañana— no es la pretensión constitucional de un grupo de ciudadanos. El problema sigue siendo esa carrera alocada, a campo traviesa y sin destino cierto. ¿O ha quedado a la vista, finalmente, el destino al que se dirige el corcel, manejado por un diestro jinete?

