Habrá un antes y un después de la pandemia. Esta afirmación también vale para la filosofía mexicana, que hace amagos de salir de su letargo academicista para ocuparse, por fin, de problemas actuales y urgentes. Cada vez es más frecuente sorprender a uno de nuestros filósofos fuera de su hábitat y de paseo por la plaza pública del periodismo. Todavía nos sueltan, al menor descuido, un terminajo esotérico o una frase que corta la respiración (por lo larga y enjundiosa). En poco tiempo veremos a nuestros filósofos desentumecidos y merodeando con holgura por calles y callejones. Todo esto lo escribo con un libro en mente: COVID México, una compilación de 13 artículos escritos por colegas filósofos que la editorial Torres Asociados lanzó hace unos días a la web como quien arroja un anzuelo. No es la primera compilación de este tipo que se hace en nuestro país, pero sí es la última, la up-to-date.
Recordemos los inicios de la pandemia, ese lejano y luminoso mes de febrero, cuando ya se dejaba venir (pero todavía no se dimensionaba) el poder devastador del virus. Los filósofos —cosa rara— fueron de los primeros en hacer valer su voz. Me estoy refiriendo a Giorgio Agamben, Jean-Luc Nancy, Slavoj Žižek, Byung-Chul Han, Judith Butler y a otros muchos que terminaron incluyéndose en la muy especiada pero no muy sabrosa Sopa de Wuhan. Algunos cedieron a la tentación de dictar profecías, siendo la predilecta la del Fin del Capitalismo. No pocos filósofos incurrieron en lo que Samuel Ramos llamaba el “vicio de la subsunción”. En lugar de mirar la realidad y de dejarse aleccionar por ella, la sometieron al yugo de una teoría preconcebida. En otras palabras, cada quien quiso acarrear agua a su molino y ver en la situación de emergencia un caso confirmatorio de lo que ya venían elucubrando desde antes. Sólo el tiempo les dará la razón o los desmentirá. Sea como fuere, da la impresión de que la discusión filosófica sobre el coronavirus fue una llamarada de petate. Samuel Ramos, para quien no se acuerde, fue ese célebre filósofo que a inicios de los años 30 estuvo a punto de pisar la cárcel por diagnosticar en el mexicano un “sentimiento de inferioridad”.
Yo apunté, en estas mismas páginas, por ahí de marzo, que en México no debíamos caer en la “compulsión imitativa” (otra expresión de Ramos). De nada nos iba a servir calcar temas y argumentos extranjeros. Nuestros problemas son otros. Nos preocupa y nos toca de lleno la reconfiguración de Occidente-Oriente, pero, a decir verdad, todavía no resolvemos la cuestión de si somos o no somos parte integral de Occidente. Nos preocupa –y debe preocuparnos– que los nuevos mecanismos de control y vigilancia hayan llegado para quedarse y que pongan en crisis la democracia representativa liberal, aunque, para ser honestos, nuestra democracia (lo que sea que signifique) hace tiempo que está en crisis, sin necesidad de ninguna pandemia. Es horrible, una inaguantable atrocidad, el espectáculo cotidiano de muertes, de cifras que no hacen sino abultarse, la sensación de vulnerabilidad, pero —hay que reconocerlo— la delincuencia y la impunidad nos habían ya inoculado esta sensación. Es momento de repensar el valor de la casa y de la familia, sólo que nuestras casas y nuestras familias son otras: sin servicio de agua, sin balcones, sin Internet.
Alfonso Reyes tiene más razón que nunca: llevamos la “X” de México en la frente, y esta “X” es tanto una incógnita como una encrucijada: un lugar de encuentro, y hasta de encontronazo, entre el Norte y el Sur, entre Oriente y Occidente, entre el catolicismo hispano y el paganismo azteca. ¿Cómo pensar el coronavirus desde esta misteriosa “X”?
Volvamos a COVID México. Alfredo Torres inaugura el volumen y se hace acompañar para la ocasión de dos grandes: el Maestro Antonio Caso y Leopoldo Zea. De Caso podemos aprender, salvadas las distancias, que los problemas humanos no se agotan en “factores económicos o las necesidades materiales de la existencia”. La pandemia no es asunto exclusivo de políticos, economistas, epidemiólogos y farmacéuticos. Ahí donde están en juego lo justo, lo bueno, lo bello y lo verdadero, la filosofía tiene algo que decir y que defender. Nadie entendió mejor esta idea de la filosofía como defensa y como compromiso que Leopoldo Zea. Para el filósofo mexicano, la “debacle inaudita” de la Segunda Guerra Mundial debía dar origen a un nuevo hombre. Nosotros, 75 años después, estamos en una posición parecida: urgidos de una renovación radical.
Torres, en sus palabras inaugurales, nos pone sobre aviso: COVID México no es un libro que se forjó en los yunques de algún seminario universitario. Son “meditaciones en el corazón del cataclismo” y a bordo de un “barco zozobrante”. Se parecen en esto a las novelas de la Revolución, que fueron escritas en el campo de batalla y en medio del fragor de los cañones. De ahí su tono impresionista y apasionado. Prácticamente todos los autores comparten la convicción seminal de que la filosofía no es –o ya no puede ser– una tarea especulativa. La contingencia sanitaria “nos mueve a actuar” (Mauricio Beuchot) y recuperar la vieja concepción del quehacer filosófico como terapia (Patricia Díaz Herrera) y como una forma de vida (Carlos Gutiérrez Lozano). ¿Será una exageración hablar de un “giro humanista” y un “giro circunstancialista” de la filosofía mexicana? Más que giro, sería un retorno a lo que siempre fue: una filosofía volcada a la acción y atenta al devenir político.
Este compromiso de nuestra filosofía no se entendería sin el escándalo. “En su origen, [la palabra ‘escándalo’] nombraba a las piedras con las que alguna vez hemos tropezado todos o a las rocas con que se obstruye el libre tránsito en un camino” (Josu Landa). Con el tiempo, el “escándalo” pasó a significar cualquier hecho o dicho que causa indignación pública. De nueva cuenta se hace sentir la presencia de Leopoldo Zea. La filosofía surge, justamente, cuando un hombre de carne y hueso se tropieza con una roca. “Toda filosofía —escribió Zea en 1940— trata de contestar a una serie de problemas, de aporías, de dificultades, con que el hombre tropieza en su mundo. Estas dificultades no son nunca las mismas: en cada época, en cada generación, en cada hombre se van planteando nuevas dificultades.”
Nuestros filósofos miran al futuro con expectación, se muestran más cautelosos y discretos que un Žižek o un Han. Si algo nos hace falta, insisten, es “la pausa, la mirada serena en medio de la vorágine de noticias, tuits, mensajes y hashtags” (Carlos Gutiérrez Lozano). Nos hace falta “densidad histórica” (Aureliano Ortega). Boecio escribió su Consolación de la Filosofía durante el año que estuvo confinado en prisión (Patricia Díaz Herrera). Y Pascal era uno de esos raros hombres que pueden quedarse tranquilos en su cuarto disfrutando de su soledad (Roberto Casales García). Estos son sólo dos ejemplos del poder apaciguador y espiritual de la filosofía. Muy lejos y muy atrás queda el optimismo de un Leibnitz o de un Kant, que hacían malabares teóricos para justificar la presencia de terremotos y pandemias en el “mejor de los mundos posibles” (Alejandra Velázquez). ¿Quién se atreve a siquiera pronunciar la noción de “progreso”?
Nuestros filósofos, conscientes de que atravesamos un umbral y de que rozamos extremos escandalosos de inequidad, de individualismo, de consumismo y de destrucción, apuestan por un prudente recogimiento y por una vuelta al suelo granítico de la tradición, pero esto no les impide aventurar algunos análisis políticos. Guillermo Hurtado pone el dedo en la llaga: la pandemia, en México, se dio de bruces con el “populismo lopezobradorista” y con la 4T. Nuestro presidente hizo de la pandemia un anillo refulgente con el que ha distraído la atención pública y con el que ha debilitado a la oposición. Su férrea ética de la austeridad es, de momento, la única ética practicable.
Carlos Vargas lleva a cabo un análisis sobre la “nueva normalidad”, pero no con voz de arúspice, sino a modo de advertencia. “La nueva normalidad —escribe— es la medida política que busca cambiar hábitos y vínculos interpersonales para que el plano económico siga igual.” ¿A los gobiernos les importa nuestra salud? Sí y no, responde Vargas. Les importa sólo en la medida mínima indispensable para evitar el colapso financiero. Una lógica perversa que haría las delicias del Conde de Lampedusa: “que todo cambie para que todo siga igual”. La nueva normalidad tendría que ser “una nueva manera de habitar la cotidianidad” en el sentido profundo y ontológico que daba Heidegger a estas palabras.
A excepción de Carlos Vargas, nadie invoca la “biopolítica” de Foucault, lo cual es de agradecer. Este sobado filosofema tiene un enorme poder explicativo, tan enorme, que acaba por dejarnos sin directrices éticas. La recurrencia de Zea no es ninguna casualidad y es en todo caso preferible a algún aparato teórico vistoso y foráneo. Quedan muchas discusiones pendientes (sobre la educación, por ejemplo) y muchos autores que rescatar.
Concluyo con un párrafo de Mónica Adriana Mendoza que hubiese despertado la envidia de Jean-Paul Sartre: “Siempre queda un espacio de libertad para crecer como queremos, para identificarnos como proyecto y posibilidad, la filosofía como compromiso tiene mucho que decir; me enseñó a que cada instante puede ser un nuevo comienzo. Descolonizarnos y desenajenarnos, ¿será posible?”
“Alea jacta est! (¡La suerte está echada!)”, exclama Gabriel Vargas Lozano. Y así me imagino a los autores de COVID México: con una moneda entre el índice y el pulgar. ¿Águila o sol?
@Jmcuellarm
Maestro en Filosofía de la Cultura por la UNAM y en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona. Autor de La revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018).

