La contingencia sanitaria global provocada por el esparcimiento del virus Sars Cov 2 y su respectiva enfermedad, la COVID-19, ha puesto cada vez más en evidencia las fallas sistemáticas que presenta el Estado en sus responsabilidades básicas, como son proveer a la población un piso parejo de garantías y derechos humanos como el acceso universal a la procuración de la salud, una vivienda digna, educación, entre otros.
Y es que, hasta la persona más libertaria en materia económica ha criticado la falta de un Estado capaz de hacer frente al manejo de la pandemia poniendo por delante la salud del pueblo antes que el rescate económico (aunque van de la mano). Aun así, México ya llegó al escenario “catastrófico” en número de lamentables decesos que había advertido el nada eficiente Subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, el Dr Hugo Lopez-Gatell.
El Gobierno Federal nunca presentó un verdadero plan de rescate económico para que la mayoría de las familias mexicanas, las cuales se encuentran en el sector informal de la economía que según datos del Inegi, alcanzó en mayo al 58 por ciento de la población económicamente activa del país o que son miembros de micro, pequeñas y medianas empresas, pudieran quedarse en casa y realizar el aislamiento con los alimentos garantizados.
Es por eso la urgencia de volver a poner sobre la mesa y en calidad de urgente una verdadera reforma fiscal a nivel nacional que aumente la capacidad tributaria del país. Esto puede ayudar a tener mayor recaudación fiscal y que el Estado se encuentre preparado para escenarios como este y así pueda garantizar los derechos mínimos que ya son reconocidos en nuestra constitución.
México aún se mantiene en el último lugar de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en recaudación tributaria respecto al Producto Interno Bruto (PIB), ya que la desaceleración comenzó a impactar negativamente en la obtención de recursos desde el año pasado. Por su parte, el reporte anual Estadísticas de Ingresos Tributarios 2019, divulgado desde París, evidencia que la recaudación promedio de México experimentó “un ligero deterioro” al pasar de 16.2 por ciento del PIB en el 2017 a 16.1 por ciento en el 2018, que es el año final del análisis comparativo.
Según Stiglitz (premio Nobel de Economía) y Rosengard un sistema tributario debe ser: eficiente (favorece la asignación eficiente de recursos); sencillo (sus costos de operación y cumplimiento son bajos); flexible (se adapta con facilidad a los cambios en la situación económica); con responsabilidad política (transparente) y justo, siendo esta última cualidad de gran importancia, pues implica que el sistema fiscal sea progresivo, es decir, que se trate de manera equitativa a las diversas clases de contribuyentes, considerando sus condiciones económicas para determinar su aportación a los ingresos públicos.
El rezago del país en materia de inversión pública se debe a la escasez de los recursos gubernamentales, lo cual se ha venido presentando desde hace tiempo. La inversión pública corresponde a la creación de infraestructura física en carreteras, electricidad, abastecimiento de agua potable, mejoramiento de espacio público, entre otras cosas. El problema en cuanto a este rubro se debe al aumento del gasto corriente del gobierno, que hace referencia a los servicios de personal y a adquisición de bienes y servicios que realiza el sector público durante el ejercicio fiscal sin incrementar el patrimonio federal.
Con lo mencionado podemos enfatizar la necesidad de una reforma fiscal que incorpore modificaciones tanto por el lado del ingreso, como por el lado del gasto público. Esto implica la planeación eficiente de proyectos de inversión, así como modificaciones en las prestaciones de los trabajadores públicos que absorben una gran cantidad de recursos del Estado.
Necesitamos una reforma integral que apunte hacia la extrema concentración de la riqueza y ataque el problema del trabajo informal y que la reforma venga acompañada de una campaña de información, agilización de los procesos tributarios, políticas públicas plausibles y justificables, y gravámenes específicos y segmentados para los diferentes estratos sociales.
Una reforma fiscal daría la oportunidad de mejorar los servicios de salud estatales, de asegurar la educación pública y gratuita, el acceso a la cultura física y al deporte, donde la inversión pública mejore la calidad de vida de todas las personas mediante obra pública que al final recupere también los tejidos de convivencia social.
Que el poder judicial y los ministerios públicos tengan los recursos suficientes para la impartición de justicia, donde quepa un nuevo pacto fiscal para que los estados y municipios tengan lo necesario para mejorar y capacitar a las policías locales, y que, con dinero etiquetado, logremos implementar políticas públicas focalizadas para cada territorio, bajo sus características y el mando municipal.
Este fortalecimiento del Estado tiene que ir acompañado, sin duda, del fortalecimiento al sistema nacional anticorrupción, con ayuda de inversión en tecnología y procedimientos que ayuden a prevenir, y en su caso, castigar los actos de corrupción. Está comprobado que la corrupción no acaba por un decreto, ni por un discurso populista proveniente de Palacio Nacional, y para que la sociedad acepte los nuevos paradigmas de la redistribución de riquezas, necesitamos que tengan la confianza en que el dinero será gastado de una forma asertiva y transparente.
Con un Estado más fuerte es mucho más fácil lograr el objetivo que debería ser común: un México de derechos humanos, donde todas y todos tengamos las mismas oportunidades, donde dejemos de ver el acceso a la educación, a una vivienda o a la cultura como un privilegio y lo empecemos a ver como lo mínimo vital que merecemos todxs los mexicanos.
Nunca más un Estado que abandone a las personas que nacen sin oportunidades y condenadas a permanecer así, nunca más un México que actúe pensando en que “el pobre es pobre, porque quiere”.