Por algún motivo, que no descifraré, me vinieron a la mente el título y el tema de una novela de Torcuato Luca de Tena: “Los renglones torcidos de Dios”. Lo evoco ahora, aunque aquí no tenga nada que hacer el buen Dios, que no nos abandona. ¡Imagínense si lo hiciera, dejándonos a merced del supremo gobierno! En esa novela, la protagonista ingresa en un hospital psiquiátrico y pasa por las vicisitudes que deparan su nueva morada y sus extraños habitantes. Con este arranque, voy a mis propias observaciones sobre los primeros días de tránsito por los caminos septembrinos —itinerario de la Patria—, sin ignorar los últimos de agosto, que también trajeron lo suyo.  Miremos lo que ocurre y escuchemos los clamores que se levantan. Como en la novela de Luca de Tena.

Hubo llamas en el Estado de Derecho, nuestra casa. Lo comenté en un artículo publicado en El Universal (29 de agosto). Fuimos testigos —y lo seremos todavía más, ahítos de asombro— de un procedimiento penal que inició en medio de un gran escándalo y se ha desarrollado en infranqueable oscuridad. El personaje central, un “arrepentido” —así se le llama en la jerga jurídica de otros países— circuló por medio mundo y colmó los noticieros. Su visibilidad cesó en cuanto llegó a la sede del juicio, nuestro querido México. Aquí ha circulado muy poco, ha dicho de todo y no ha pasado nada. Nada, salvo las abolladuras que ha inferido a quienes la deben y a quienes no la deben.

Teníamos entendido que los procesos penales son públicos y orales, pero el de este “arrepentido” —aparente beneficiario de un sistema de “oportunidad”—  se ha mantenido a la sombra. Nos enteramos de sus declaraciones y de la marcha del procedimiento a través de mensajes que llegan, filtrados, a las conferencias mañaneras que nos obsequia el Ejecutivo de la Unión. ¡Extraño camino del que sería el juicio del siglo! El espectáculo amaina, el inculpado no aparece y la opinión pública se retrae, desencantada.

Nos hallábamos en ese número de agosto cuando la ola se levantó de nuevo, presagiosa de tempestades. En la ardiente campaña electoral del ya muy lejano 2018 se ofreció consultar al pueblo sobre el enjuiciamiento de los expresidentes de la República, que no gozan de gran popularidad, dicho sea de paso. Estos ciudadanos, a los que sólo se enjuiciará si la nación lo demanda, parecen hallarse en una burbuja política a merced de iniciativas de dudosa constitucionalidad. Pasaron los meses y se aseguró que no habría semejante consulta. Y más tarde  —así llegamos al mes de agosto—  cambió el humor, se alteraron las expectativas,  tomó otro curso la travesía y se reabrió el tema de la consulta, con insólito vigor.

El promotor del tema dijo que no favorecería con su voto el famoso enjuiciamiento, pero se atendría a lo que dijera el pueblo. Y el pueblo, “alevantado”, está diciendo. Lo hace por interpósitas personas, que toman dictado. En este punto del itinerario no hay ley ni razón que valgan. Claro está: no pueden valer si lo que se tiene en el horizonte no es el altar de la justicia, sino las urnas de una elección. Veremos el curso de los acontecimientos —alentados con pasión— y aguardaremos la decisión que podría tomar la Suprema Corte de Justicia. Entre la espada y la pared, la Corte deberá pronunciarse por la ley y la razón —que reprueban la insólita consulta—, aunque el alto tribunal salga tocado por el lance en el que la comprometió el generador del entuerto.

En la animada circunstancia de tales sucesos, acudimos a la radio y la televisión a presenciar el informe oficial (enésimo de su serie, pero apenas segundo de la serie constitucional prevista por el artículo 69 de la Ley Fundamental) que proveería al pueblo (en rigor, al honorable Congreso de la Unión, atrincherado para remontar la pandemia) noticias fidedignas sobre un largo año de intensa labor. La novedad mayor no fue novedad, ni siquiera menor: que vamos viento en popa, que mengua la pandemia, que se endereza la economía, que mejora la seguridad, que se reconcilia el gobierno con las empresas y que se nos respeta más allá de nuestras fronteras (¡vaya que se nos respeta, con un muro en construcción!). No es posible pedir más. Estamos encaminados.

Confesaré que yo aguardaba una aclaración. No me refiero al éxito de las políticas sanitaria, económica y de seguridad, éxito del que somos testigos y beneficiarios. ¡Vaya que lo somos! Yo tenía una gran curiosidad por saber qué ha pasado con nuestros “guardaditos”, es decir, con los recursos cuantiosos que teníamos a salvo para hacer frente a catástrofes y desgracias. Algo así como el ahorro familiar: el de la gran familia mexicana. Me explico: casi en paralelo con el informe que nos ilustró sobre la bonanza de la nación, el secretario de Hacienda y Crédito Público lanzó una noticia conmovedora: cuando concluya este año feliz —porque lo es, ¿no es así? — nos habremos quedado sin los fondos que acumulamos para enfrentar graves contingencias y sin los “guardaditos” que velaban nuestro sueño. Entiendo que se trata de centenares de millares de millones de pesos. Con eso contábamos, pero si sabemos contar ya no contemos con ellos. Sobre esto no hubo noticia en el informe oficial. La hubo, en cambio, sobre el progreso de las obras monumentales que son insignia del nuevo gobierno y orgullo de sus gobernados. Nosotros.

Dicen los economistas adversarios, fifís y conservadores que ha crecido nuestra deuda, con desmesura, en estos años. Y agregan que al perder los “guardaditos” ha disminuido nuestros patrimonios. He ahí los extremos de una pavorosa economía. Pero los otros enterados, que manejan cifras y mañaneras, aseguran lo contrario. Entre aquéllos y éstos nos hallamos los simples ciudadanos observadores del ping-pong. Ojalá que la razón asista a quienes no son conservadores y propalan buenas noticias.

Como fin de fiesta —culminación de días felices y agitados—, gozamos un episodio de gran republicanismo e institucionalidad. El escenario fue la Cámara de Diputados. Ahí se produjo una animada movilidad de la que fueron protagonistas algunos legisladores en el espinoso trance de formar mayorías artificiales. Ingenuamente he creído  —y en el mismo error incurren muchos ciudadanos—  que cuando voto por un representante popular y cruzo el emblema de un partido en  la soledad de la casilla electoral, estoy sufragando por un político que ejercerá su representación con lealtad a la nación y, por supuesto, bajo los proyectos y programas del partido cuyo emblema crucé en el colmo de la confianza. Pero —¡oh sorpresa!— no es así. Los representantes populares pueden mover sus convicciones y militancias a discreción, sujetas a las novedades que traiga el viento: mudar de trinchera y olvidar el mandato que les dimos a través de sufragios que implican   —eso supusimos— tanto la elección de un ciudadano como la selección del proyecto que éste enarbola. Cuando vuelva a votar, quizás sabré por quién voto (aunque podría ser un “tapado”, a la vieja usanza), pero no por qué estoy votando. Para saberlo me atendré a los cambios que traiga el viento y a las noticias que nos provea la prensa. Podríamos ir de sorpresa en sorpresa, para dar amenidad a la existencia.

Pese a todos los pesares, puedo culminar esta nota con una buena nueva. Al cabo de los primeros días de septiembre, mes que será memorable, salió humo blanco por la chimenea de la Cámara de Diputados. Nuestros legisladores suspiraron a profundidad y tomaron una excelente decisión: eligieron para presidir la Cámara a una mujer excepcional, política honorable —los hay y las hay; he aquí una prueba—, con experiencia legislativa y administrativa, que ha servido al país y ha sido fiel a la cruz de su parroquia, sin perder de vista que hay un templo mayor que se llama México. Por esto, enhorabuena a la Cámara y a su nueva presidenta. ¡Que le sea leve!