Leer poesía en tiempos de pandemia tiene algo de necedad y de rebelión. La poesía exige detenimiento, introduce una pausa, un hiato, en la sucesión tumultuosa de noticias, cifras y tuits. Leer poesía erótica o cultivar el erotismo se parece a una proeza. La reclusión y el distanciamiento social no son las condiciones propicias para saciar a esa bestia pantagruélica y proteiforme que es el deseo. El matrimonio, hoy más que nunca, se ha desvelado como “el ayuntamiento de dos bestias carnívoras de especie diferente que de pronto se hallan encerradas en la misma jaula” (Rosario Castellanos). La habitación, el lecho, hoy se confunde con la oficina y con la celda del anacoreta. Este y otros motivos del amor carnal y descarnado aparecen en Eros una vez —y otra vez— de Julia Santibáñez (Textofilia, UANL, 2020, Premio Internacional de Poesía Mario Benedetti). El amor doméstico llega a parecer una liturgia o un “odio cordial”. Es cuestión, para quien tenga la paciencia, de obstinación, disimulo y labrantía. El poemario retiene en su título la circularidad neurótica —canibálica–—del eros. Sus más de 60 poemas nos dejan la misma impresión que una pintura de Cy Twombly, en que el artista —la poeta— repasa una y otra vez —y otra vez— el mismo trazo: esta es, quizá, la manera en que funciona nuestra psique: surcando los surcos —nos vuelve a salir al paso la figura del labrador— hasta su final erosión y agotamiento. Los niños piden a sus padres que les cuenten la misma fábula cada noche —“érase una vez…”—. De alguna manera quedamos atrapados en esta estructura reiterativa. Solo que la voz del padre muy pronto es sustituida por otra voz, acaso más taxativa, y por otra fábula, una en que nosotros somos los animales parlantes (el zoon con phoné y logos de Aristóteles). No nos queda más remedio que ceñirnos a la tesitura del amor, cuyas notas disonantes —archisabidas por todos— interpreta la autora.
El placer satisfecho tiene algo de herida, de “puñal que se quedó dentro”. A la consumación del amor le sigue la soledad de dos cuerpos tumbados que apenas se tocan por un centímetro de piel. El amor, desfogado, nos ofrece el espectáculo mortuorio de dos cuerpos sigilosos e inertes. “Locos de miedo de tocarse”, los amantes “un instante se miran como si fueran a hablar”. El mundo ha sido, por un rato, lo que debería. Este arrobamiento y esta reconciliación con un orden superior y divino dejan tras de sí una sensación abismal —oceánica— de soledad, abyección y caída. De este modo, el amor —instinto de unión y de vida—precede a otro instinto, este de destrucción: Tánatos. El cuarto de los amantes —evocación fugaz de un tiempo fabuloso y de un paraíso perdido — recupera sus modestas proporciones. Se hace visible, de nueva cuenta, la cortina percudida. La luz meridiana desbarata las tinieblas, profana los halos que nimbaban los cuerpos. Ovidio daba algunos consejos para salir victorioso en la pugna erótica: “Te lo ordeno —exclama—, abre todas las ventanas y a plena luz contempla las máculas de su cuerpo”. El amor —consejo para (des)enamorados en que insisten tanto Ovidio como Julia Santibáñez— está hecho de humores y de secreciones corporales. Es algo que “olfatea un perro y pela los dientes”. Las punzadas del deseo tienen un lado b: “pequeños miedos que nos corretean entre las piernas”, “una orfandad murmuradora”, “un reproche que se esconde entre pliegues”. La voz de ensalmo del amante, “cortejado y soberbio”, una ciudad sitiada, se oye, de pronto como una voz afectada y cursi, falsamente obsequiosa (con la obsequiosidad de los aqueos hacia los troyanos). “A batallas de amor, campo de plumas”, decía Góngora. Una batalla campal que a la amenaza de un ratón opone un cuerpo de granaderos. Los celos —esto lo decía Cervantes— son unos lentes de aumento, “una amarga y dura presunción”. Lo curioso —se lee en el libro de Santibáñez— es que “se va al encuentro del rival con las manos alzadas”. El libro bien pudo haberse titulado Tánatos una vez—–y otra vez—.
El saldo es una caracterización ambivalente de eros-tánatos como “un pálpito que aguarda”, que se agazapa como una serpiente a punto de atacar (“oficio de ofidio”): “cuando te vas recobro el aplomo y vuelvo a odiarte, ahora con más ganas”, “las ganas que me escuecen de morderte hasta que brote sangre”. El eros es un enemigo ominoso para el cual no hay suficientes prevenciones, una fuerza irresistible que llega de noche sin dejarse ver, como el Eros del mito griego, que se presentaba en los aposentos de Psique sin revelar su identidad. La psique (el soplo vital), según Homero, sale volando de la boca del moribundo como una mariposa. Es la misma mariposa que, desde la entrepierna, “tiembla y observa con los lúgubres ojos de sus alas”.
El lenguaje es para Jacques Lacan irreductiblemente fálico. El único camino que le queda a la poeta es apropiarse del instrumento masculino. La poesía escrita por mujeres —ya desde Sor Juana— es de suyo erótica: una toma de posesión del falo y un acto de masculinidad subvertida. El poemario de Santibáñez está (des)poblado de esos espacios en blanco que tanto fascinaban a Umberto Eco. El lector es convidado al banquete. La poeta funge de Diotima. Eros una vez —y otra vez— se lee varias veces.
@Jmcuellarm
Maestro en Filosofía de la Cultura por la UNAM y en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona. Autor de La revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018).

