La directora de Siempre, Beatriz Pagés Rebollar, dedicó un editorial a la intervención del presidente de México en un mensaje grabado para la Organización de las Naciones Unidas. Correspondió a la participación de nuestro país en el septuagésimo quinto aniversario del establecimiento de aquella Organización, al cabo de la Segunda Guerra y para forjar la paz, la libertad y el desarrollo con justicia. Esta celebración fue un marco histórico para los mensajes de los jefes de Estado y gobierno y los representantes de la comunidad internacional. Ahí se elevaría y escucharía también la voz de México —ciento treinta millones de compatriotas, representados en una tribuna mundial— a través del discurso presidencial. Espléndida oportunidad para fijar nuestra posición en la agenda de la humanidad.

Vale recordar (más allá de las sobadas interjecciones contra el pasado, el neoliberalismo, los adversarios y otros temas del rústico breviario político), que en diversas ocasiones nuestro país ha expuesto en las más altas tribunas internacionales proyectos y criterios propios frente a temas de enorme trascendencia para nuestro país y para el mundo. México elevó su voz en la Sociedad de las Naciones para impugnar las agresiones del fascismo, participó en el establecimiento de la Organización de las Naciones Unidas y en la adopción de sus lineamientos básicos y ha planteado o apoyado ante ésta propuestas de gran alcance: planes de paz y energía, derechos y deberes de los Estados, supresión de armas nucleares, desarrollo compartido, sólo, por ejemplo. No hemos sido ajenos a las cuestiones permanentes o emergentes que preocupan e inclusive angustian a la comunidad universal.

Por supuesto, tenemos sobrada noticia de la florida oratoria del presidente de la República: inagotables conferencias mañaneras —con frecuencia y duración que han establecido un “récord” mundial—, informes cotidianos y trimestrales, apologías de una transformación en marcha  —que pasa como tractor sobre las libertades civiles y las expectativas democráticas—, requisitorias contra adversarios, todo ello a título de voz de México que relata e interpreta los acontecimientos del presente y anticipa los del porvenir.  También observamos el carácter de esa oratoria en el único encuentro internacional al que el infatigable orador asistió hace unas semanas en la capital de los Estados Unidos de América: un discurso elusivo de los problemas principales y muy elogioso y conciliador: suave fórmula de “amor y paz”. Con estos antecedentes se podía suponer lo que ocurriría en este nuevo despliegue en una tribuna mundial.

Hay que leer y releer el mensaje presidencial —como también el editorial de Siempre que lo comenta— para medir la presencia de México en el escenario dispuesto para el gran debate —y las magnas soluciones— de los problemas que aquejan a la humanidad. La Organización de las Naciones Unidas, su foro, su tribuna, su asamblea, no debieran ser el aula para impartir lecciones elementales de historia, bien sabidas, ni el palenque para el desahogo de rencillas y pasiones, ni el estrado para pueriles lucimientos personales. Sin embargo, esto ocurrió en la intervención con la que México compareció, representado por su jefe de Estado, ante espectadores del mundo entero. Seguramente muchos aguardaban —con escasa información sobre el destino de sus expectativas— el gran mensaje que podría aportar uno de los países más importantes de la comunidad internacional.

Las condiciones de la pandemia que padecemos —me refiero al coronavirus, no a otros achaques que nos agobian— determinaron que las comparecencias de los representantes nacionales tuvieran un formato especial, desprovisto de la solemnidad regular de estos actos. De ahí que la transmisión de los mensajes se hiciera a través de la pantalla de los medios de comunicación. No me referiré ahora al lamentable desaliño en ante las cámaras que difundieron el discurso presidencial. Importante como es este “detalle”, porque se trata del más alto representante de México, que transmite su genio y su figura, hay cosas más relevantes que destacar en la intervención del jefe del Estado.

La conducta política de los dirigentes de una nación puede tener más de un rostro: fronteras adentro, oscuro; fronteras afuera, luminoso. Se ha dicho a menudo que somos luz de la calle y oscuridad de la casa. Es probable que eso haya sucedido en varios momentos y en distintas circunstancias. Lo sabemos. Pero ahora, pendiente el diseño del futuro, pudimos y debimos proyectar hacia fuera, en esta etapa de crisis e incertidumbre mundial, las propuestas de nuestra nación frente a los inmensos problemas que compartimos con todos los países, asediados por la enfermedad y la zozobra. Pudimos plantear, como en otras ocasiones, propuestas y programas que identificaran a México como personaje relevante de la historia moderna, forjador del porvenir. Pudimos ocupar un sitio eminente entre los protagonistas de una nueva era. Pudimos aportar imaginación y grandeza. Pudimos salir del espacio de nuestros prejuicios y rencores para contribuir —con el talento, la palabra y el ejemplo— a las definiciones que la humanidad requiere. ¿Lo hicimos? ¿Lo intentamos siquiera? ¿Teníamos con qué y con quién hacerlo?

En este septuagésimo quinto aniversario del establecimiento de las Naciones Unidas, el discurso de México se ocupó, con indigencia de ideas y palabras, en relatar algunas de nuestras vicisitudes en el curso de la transformación que hemos emprendido en estas horas amargas, en medio de jactancias, errores y frustraciones. Fue un mensaje personalista, colmado de lugares comunes —para los mexicanos— y afirmaciones intrascendentes —para los extranjeros—. Resultó irrisorio que el jefe del Estado mexicano se dirigiera al mundo para explicar la rifa del avión presidencial y las características de este aparato, aunque en la prolija explicación no alcanzó a aclarar cómo es que será vendida una aeronave que ya fue rifada. Fue deplorable que hiciera de nueva cuenta —urbi et orbi— la glosa de nuestros peores avatares y corrupciones, que ciertamente no han desaparecido. Fue desconcertante que diera cuenta, para conocimiento y asombro del mundo, de la existencia, integración y desaparición del cuerpo que en otro tiempo proveyó de custodia a los presidentes de México.

La ilimitada ocurrencia del orador, poseído de pasión histórica, llegó al colmo cuando asoció el nombre de nuestro ciudadano más destacado con el de uno de los tiranos más aborrecidos de la primera mitad del siglo XX. En un solo desatino, con apoyo anecdótico, citó a Benito Juárez, ciudadano egregio, y a Benito Mussolini, dictador que organizó la marcha sobre Roma —¿es que tenemos alguna marcha pendiente? —, implantó el fascismo y concurrió a formar el Eje con Adolfo Hitler. ¿A qué venía, nos preguntamos, esa extravagante invocación en los minutos de que disponía el jefe del Estado para lucir la presencia de México ante una audiencia internacional? Supongo que quienes escucharon, en otros lugares del planeta, el discurso del representante de los mexicanos, también se hicieron —con profunda extrañeza— la misma pregunta.

Dije que los dirigentes políticos pueden mostrar diversos rostros en su presencia interna e internacional. En ocasiones se nos ha cuestionado por ser oscuridad en la casa y candil en la calle; luminosos en el escenario internacional, sosteniendo causas de gran calado con propuestas de la misma enjundia. Pudimos —¿de veras pudimos? — mostrar de nueva cuenta el mejor rostro de México en la más alta tribuna mundial y en el marco de una gran celebración, que invitaba a meditar con la frente y la voz en alto acerca del presente y el futuro de la humanidad. No lo hicimos. Preferimos dar cuenta de una cuestionada transformación interna, de la venta, rifa o lo que fuera de un avión, de la cancelación del servicio de custodia de los presidentes de la República, de la coincidencia en los nombres de un gran patriota y de un sombrío dictador. Fueron los temas en nuestro orden del día. ¡Lástima, porque no lo son en el orden del día de la humanidad! Nuestro vuelo tuvo otra dirección y otra dimensión.

Permítanme unas apostillas antes de cerrar estas líneas. Por supuesto, el orador ante la ONU ejerció su libertad de expresión, derecho incuestionable que surge a cada paso en nuestra deliberación cotidiana. Nadie podría negar al presidente esa libertad que tienen todos los ciudadanos y que él reclama para sí más que para quienes sostienen otros pareceres. Pero lo desafortunado de este ejercicio de expresión ante las Naciones Unidas, es que el orador habló en nombre de México.