En estos días de pendencia inagotable, prohijada desde la tribuna del poder público, se pusieron de moda los fideicomisos. Hemos sabido de ellos tanto como de la pandemia o la criminalidad, otros males que ejercen efectos devastadores sobre una República atribulada. En el oráculo de Palacio, donde se definen el futuro de la nación y el destino de los ciudadanos, se habló sin cesar de los fideicomisos. De ellos se ocupó nuestro Congreso en jornadas muy largas y azarosas. Y los fideicomisos llegaron a todos los medios de comunicación, como noticia de primer orden.
Recordemos qué son esas criaturas denostadas por el poder imperial. El fideicomiso es una figura inventada por el derecho mercantil que permite la asignación de recursos a un fin determinado y legítimo por acuerdo entre quien entrega esos recursos –el fideicomitente– a un órgano confiable –el fiduciario– para servir a determinado objetivo en favor de algunas o muchas personas –los fideicomisarios–. Como cualquier modelo de operación, el fideicomiso puede producir excelentes, regulares o pésimos resultados. No es, en sí mismo, una bestia del averno, sino un mecanismo práctico para alcanzar objetivos útiles.
¿Por qué se eleva tan alta la voz del Ejecutivo para denostar a los fideicomisos públicos y ordenar su exterminio? ¿Y por qué opera con tanta diligencia el Legislativo –diligencia dócil, que no se aviene a la división de poderes– para extinguirlos? El desvelo de ambos haría suponer que los fideicomisos responden a una conspiración contra la República y que urge su eliminación inmediata y radical para salvar a la nación de una gravísima amenaza, tanto como la criminalidad o la pandemia.
El presidente de la República, con furor fideicomicida, ha establecido los motivos de esta medida: los fideicomisos –sostiene– cuentan con recursos cuantiosos que el país requiere para enfrentar los problemas de salud pública que ha traído el Covid19. Además –agrega, con el mismo tono condenatorio– en el manejo de los fideicomisos se ha incurrido en desviaciones y corruptelas que deben ser extirpadas. El gobierno de la llamada 4T ha concentrado su discurso en el combate a la corrupción, que reclama la extinción de los fideicomisos. En la misma línea se inscribieron los legisladores que a coro votaron por el fideicomicidio.
A ese alegato, irresistible por su sonoro impacto en la nación, se ha respondido con argumentos que sugieren cordura en el examen de este asunto, como de todos los que conciernen a la República y a sus sufridos ciudadanos. Los opositores a la extinción indiscriminada y fulminante de los fideicomisos hacen notar que éstos tienen un objetivo plausible. Muchos fideicomisos canalizan recursos públicos y privados, nacionales y extranjeros, a la atención de la salud, el apoyo a grupos desvalidos, el fomento de la investigación, el desarrollo del arte y la ciencia, el impulso al deporte. No merecen la condena lapidaria que se les dirigió. Más que clamar por su desaparición, conviene analizar si lo que llevan a cabo puede ser mejor cumplido por otros medios, concentrando la autoridad y los recursos en las manos del gobierno. La respuesta general de los opinantes es negativa.
Por otra parte, es posible que haya errores, desvíos y corrupciones en el manejo de algunos fideicomisos, aunque estos problemas abundan dondequiera, no sólo en los fideicomisos. Es necesario actuar con eficacia para combatir la corrupción –por medios legales– donde aparezca. En consecuencia, procede analizar los fideicomisos individualmente, descubrir errores y corrupciones, identificar a los responsables y actuar como corresponda. Pese a los discursos altisonantes, no se sabe–al menos, no hay noticia ampliamente difundida– de infracciones o delitos que ameriten el puño penal para sancionar a los responsables de aquellos hechos, que hasta ahora son materia de discursos, pero no de procesos.
Fulminar a todos los fideicomisos porque en ellos se cometen delitos, equivaldría a suprimir de un plumazo –que sería un plumazo legislativo– todas las secretarías de Estado porque en alguna de éstas se han cometido delitos. Semejante “poda” administrativa sería absolutamente irracional: tanto como lo es la supresión en bloque de los fideicomisos, arrancando de un golpe la buena mies y la cizaña. Conste que hago referencia a una parábola evangélica, muy del agrado del discurso político en boga.
También se ha invocado en favor del fideicomicidio la necesidad de reunir en las impolutas manos del gobierno central los recursos de aquéllos, para enfrentar con mayores fuerzas la pandemia devastadora. Este razonamiento llevaría a reconsiderar algunas obras “insignia” del gobierno, cuestionadas por analistas nacionales e internacionales. A aquéllos no se les escucha, y a éstos se les invita a respetar la soberanía de México, como ocurrió recientemente ante algunas opiniones vertidas por el Fondo Monetario Internacional.
Dejando de lado los argumentos del autoritarismo, hay que volver la mirada hacia el destino de los recursos que manejan los fideicomisos y la mejor manera de aplicarlos, que no es necesariamente la que suministra la receta fideicomicida. En muchos casos, esos recursos atienden necesidades que merecen cuidado oportuno, pulcro y suficiente. Lamentablemente, la urgencia de recursos invocada por los partidarios de la medida pone de manifiesto que hemos consumido –sin estar al tanto de la forma y el destino– los recursos que se hallaban en el “guardadito” o los “ahorritos” –como los calificó el secretario de Hacienda– destinados a enfrentar calamidades. Eran miles de millones de pesos. Ya no existen.
Otro punto relevante es la forma en que se ha encauzado –o desencauzado– el diálogo entre el gobierno, por un lado, y los sectores sociales que no comulgan con las ruedas de molino que aquél administra a sus feligreses, por otro. Los opositores al fideicomicidio –que no necesariamente son adversarios del gobierno en turno, ni fifís irredentos, ni conservadores decimonónicos– han formulado planteamientos que no permearon la muralla del poder omnímodo.
En esta legión de opinantes no figuran solamente científicos y artistas, rectores universitarios y representantes de amplios sectores económicos y sociales, sino también millares de ciudadanos y ciudadanas que reclaman atención para sus razones y sus necesidades. Han llegado ante las fronteras insuperables del Ejecutivo y acudido al clamoroso recinto del Legislativo con un nutrido conjunto de argumentos y peticiones, que fueron desatendidas.
En el cruce de dimes y diretes, se ha dicho –y esto no es una falta menor– que los inconformes son defensores de ladrones, lo que les convierte en cómplices o encubridores de delincuentes. Mala manera –por usar un eufemismo– de calificar a los discrepantes en una sociedad democrática, cuya esencia radica en la diversidad de opiniones y el respeto que éstas deben merecer a todos los actores políticos, sobre todo cundo éstos son garantes de la legalidad y la democracia. Si estos cargos se formulan en una plaza pública, al calor de la ira y el conflicto callejero, enhoramala. ¿Y qué decir si se lanzan desde las alturas del poder público, del que todos los interlocutores sociales y políticos esperan atención y garantía?
No vivimos las mejores horas de la vida democrática. Cunde el autoritarismo. Se insiste en dividir a la sociedad y enfrentar entre sí a los sectores que la componen. Los frenos y contrapesos del poder desbordante no operan con la fuerza y la entereza con que debieran hacerlo. Es indispensable –¿y será posible?– que quien conduce la “nave de la República” atienda a quienes viajan en ella, confiados en la lucidez y la pericia del conductor. Soplan vientos poderosos sobre la nación, acosada por los males de una pandemia indomable y por la adversidad económica. De ahí la urgencia de dar al timón un giro de ciento ochenta grados y emprender –rectificando el rumbo y el estilo– una corrección que nos devuelva la paz y la confianza. No es mucho pedir al amparo de los ideales de la democracia. ¿O sí?

