La reciente aprehensión del General Salvador Cienfuegos, el pasado 16 de octubre, le plantea a Andrés Manuel López Obrador un dilema entre su conciencia moral (cualquiera que ésta sea) y su fidelidad al proyecto de la 4T: si las ramificaciones de corrupción del mílite acusado, arrastran a miembros del ejército del actual gobierno a procesos judiciales, la sola presunción de culpabilidad y posible enjuiciamento, abrirá, hacia adentro, una vena de descontento, enojo y desconcierto; hacia afuera, mermará la credibilidad y alta reputación que los soldados mexicanos han tenido por muchos años en el imaginario colectivo.

Sea mayor o menor el daño a esta percepción, lo más grave será que se habrá roto un cáliz que nunca debió arriesgarse al fuego de la tentación, ya sea del poder civil, del dinero, de la política o de la ideología del gobierno en turno. ¿La razón?: el Ejército es —o fue— la última instancia de la fuerza pública para hacer valer el estado de Derecho, la ley y el orden. Son, y espero sigan siendo, las fuerzas armadas un bien colectivo, un patrimonio abstracto, una prenda que nunca debió apostarse. Es la última instancia, el último recurso para una convivencia civilizada.

Además, el conflicto presidencial íntimo, dado el caso, será si es capaz de perseguir durante su mandato a los soldados corruptos en los que ha confiado, no sólo la seguridad nacional, sino un buen tramo de la administración y gestión públicas. Sería tanto como pegarle en público a su hijo consentido.

Pero,¿qué originó que las fuerzas armadas adquirieran tal importancia y protagonismo, cuya medida marca la gravedad del golpe que les han propinado desde el sistema judicial norteamericano? El problema —considero— deviene del abandono secular en que se encontraban las diferentes instancias responsables de mantener el orden en todo el territorio: desde la más pequeña estructura (aunque la más importante) como es la municipal, hasta las instancias estatales y federales.

Todas ellas abrumadas por la falta de capacitación, de recursos humanos y económicos, la corrupción sistémica, que, en mayor o menor medida, facilitaron la penetración del crimen organizado y sus gigantescos recursos hasta lo más íntimo del andamiaje responsable de la persecución de los delitos, la consignación de los delincuentes y su enjuiciamiento. Hoy no sabemos en dónde empiezan y en dónde terminan las redes criminales. Fue en esta condición, en 1996, en que el entonces presidente Felipe Calderón tomó la infructuosa estrategia de iniciar una guerra armada en contra del crimen organizado. Y aquí fue cuando se empezó a quemar la última instancia. La municipal, la estatal y la segurida pública civil —se pensó— “ya no tenían remedio”.

Cabe destacar que, en la lógica del buen gobierno y de la persecución del delito, lo que se espera es que el municipio sea la primera barrera a la proliferación de la delincuencia, para que, desde una perspectiva territorial acotada, se atiendan los delitos del fuero común y se consignen debidamente aquellos del fuero estatal o federal. Cuando por la naturaleza del delito sea considerada por la Ley —y no por una persona— como de competencia estatal o federal, cada instancia debe cumplir efizcamente su tarea, evitando así la creación de estructuras, o cediendo atribuciones, a cuerpos de investigación y fuerza pública contrarios a su vocación fundacional, a sus capacidades, ajenos a la misión y visión para la que fueron concebidos.

Piénsese tan sólo por un momento si, en lugar de declarar la guerra al crimen organizado y echar a las fuerzas armadas a la calle desde el 2006 (¡hace catorce años!), nos hubiéramos concentrado en formar a la mejor policía municipal, con mandos vigilados y elementos capacitados, con estricta disciplina, el mejor equipamiento material, administrativo y tecnológico, y con el apoyo de sus gobiernos estatales, igualmente fortalecidos éstos, la percepción de inseguridad que hoy nos acongoja sería otra, considerando que el noventa por ciento de los delitos son del fuero común y en su mayoría de competencia local.

En cualquier país del mundo, la mayor tranquilidad la da un respetable policía de a pie, el de la esquina o el del barrio. De igual forma, si la misma receta se hubiera aplicado a las policías federales, no se hubiera tenido que militarizar al país, quitándole a la fuerza pública esa preciada parte del poder civil que ahora le han entregado al Ejército, a la Marina Armada y —quiérase o no— a la Guardia Nacional. Todos bajo el mando directo del Presidente de la República.

El problema hoy es que durante el reinado de las pasadas administraciones, la corrupción y connivencia de la delincuencia y las fuerzas del orden, fueron abollando su regia corona; pero, con el enjuiciamiento del ex Secretario de la Defensa, le pegaron ¡a la joya de la corona…! Y no hay otra instancia superior de fuerza pública que nos garantice tranquilidad, seguridad, un estado de Derecho, un país de Leyes. Se está quemando la última instancia, justo cuando estamos entrando a un proceso de franca militarización.

¿Qué papel habrán jugado la soberbia, la prepotencia y la ignorancia de los gobernantes que nos han llevado a esta situación? Un cuento árabe nos puede decir mucho al respecto.

Resulta que un sultán todopoderoso fue retado por un rico mercader a una carrera, echando mano de los mejores tres caballos de cada uno. La primera competencia la ganó el sultán; la segunda y la tercera la ganó el mercader, llevándose el triunfo absoluto y humillando hasta la médula al monarca. Intrigado, un apostador le preguntó al marchante cuál habia sido su estrategia ganadora. “Muy fácil —le contestó—; sabía que el sultán, para mostrar su poder, abriría con el mejor de su caballos, yo mandé al más débil de los míos. En la segunda carrera, el sultán apostó a su segundo mejor corcel; yo aposté al mejor de los míos. En la tercera prueba, el sultán no tuvo más remedio que mandar al más débil, y yo me la jugué con mi segundo mejor caballo”. Insatisfecho el apostador lo reconvino: “Entiendo la lógica de tu estrategia, pero no el fondo de ella”. El mercader le contestó en tono admonitorio: “cuando conoces el corazón del poderoso, tienes por cierto que la soberbia y la prepotencia los vuleve ciegos, sordos y, para colmo, ambiciosos. Yo —concluyó— jamás mandaría mi mejor caballo a perder”.