Bueno sería que pudiéramos abandonar —por innecesario— el estado de alerta al que nos han condenado la pasión del poder y el ejercicio de la ira. Ojalá fuese posible reposar con tranquilidad, sabedores de que la pasión y la ira han amainado o desaparecido. Pero no es así. Por el contrario: persisten con mayor firmeza y encono. Cada mañana recibimos andanadas en el mensaje al que nos somete el “estilo personal de gobernar”. En la antigua Tesorería del Palacio Nacional, convertida en sala de prensa, se eleva la tribuna del denuesto arropada con una sonrisa que no cede ante la pandemia, el desastre económico o el auge del crimen. A partir de ese torrente se construyen las políticas públicas y se destruyen los derechos individuales y las libertades democráticas.
Me quiero referir —una vez más, en estado de alerta— a un derecho básico de lo que llamamos sociedad democrática: libertad de expresión y ejercicio de la información y la opinión. Aludo al periodismo y a mucho más: lucidez, libertad y crítica, que concurren a informar y animar la conciencia de la nación, que de otra suerte caería en el engaño y el letargo. Mencionaré esta libertad, oxígeno para la vida civil, al amparo de dos referencias: una, de los últimos días —con reiterados antecedentes— y otra de mucho tiempo, que instruye y dispone a través de criterios y normas que la República ha prometido respetar y garantizar. La primera corresponde a una reciente exhortación de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), representante de su gremio a escala continental. La segunda concierne al derecho internacional de los derechos humanos, en voz de su institución más encumbrada en América: la Corte Interamericana.
La Sociedad Interamericana de Prensa se refirió de nuevo al asedio sobre los periodistas, que ha lesionado derechos y segado vidas. En esta desgracia México lleva las “palmas”: desde hace varios lustros ocupamos un primer lugar —o uno de los primeros, en todo caso— en asesinatos de periodistas. Estos crímenes han quedado en la sombra, nunca esclarecidos, como cifra de nuestra pavorosa estadística de impunidad que se ofreció reducir y que ha persistido e incluso crecido. Los periodistas ya forman filas en el contingente de los sujetos “vulnerables”. El periodismo es profesión peligrosa. Siempre lo fue, pero el riesgo ha crecido e incluso obligado al silencio y la autocensura cautelosa de quienes necesitan amparar su vida, a sabiendas que no pueden confiar en la protección que el poder público debiera brindarles.
Hubo más en la reunión de la Sociedad Interamericana de Prensa. Ésta hizo suyo un clamor de los organismos protectores de derechos humanos, dentro y fuera de nuestro país. La SIP instó a varios presidentes de América a poner límites a su incontinencia verbal, suprimir el encono contra la prensa de sus países — de otros— y contra quienes tienen a su cargo funciones de información y opinión. No se cuestionó la libertad de los presidentes para informar a sus pueblos y exponer sus propios puntos de vista. Sólo se exigió que esa libertad sirva a sus fines legítimos y no sea cauce para el desahogo de la pasión y el resentimiento, la ofensa y la provocación. Éstos no figuran en la misión natural del jefe de Estado, la tarea de un estadista, la encomienda del demócrata que conduce a la sociedad. Por supuesto, el requerimiento de la SIP alcanzó al presidente de México, “modelo” de conducta deplorable. Ojalá que el mandatario no ignore la exigencia ni la diluya en un rarísimo —por extravagante— alegato sobre soberanía y autodeterminación.
Este asunto enlaza con la segunda referencia que mencioné, derivada del orden internacional de los derechos humanos. Este orden proclama la más amplia libertad de pensamiento y expresión: incoercible derecho a difundir informaciones e ideas y a recibirlas sin coacción. Al mismo tiempo, los ordenamientos internacionales que garantizan esa libertad reprueban la “apología del odio” que “constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia” (artículo 20 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, vigente en México y vinculante para todas las autoridades de la República). En el marco de la libertad de pensamiento y expresión prevalece el rechazo a “las incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas” (artículo 13.5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, también vigente en México y de observancia obligatoria para todas las autoridades).
No han sido pocas las ocasiones en que un funcionario —inclusive en la cúspide del poder, donde se debiera ejercer con mayor pulcritud el respeto al derecho ajeno— suelta una retórica venenosa para ofender o agredir a sus conciudadanos o suscitar reacciones a manos de otras personas, tributarias de la demagogia. ¿El pretexto?: interés público. ¿El motivo?: limitar la libertad de pensamiento y crítica a los actos de gobierno. Esos desbordamientos constituyen violaciones flagrantes al desarrollo de una genuina democracia y, desde luego, a los derechos humanos de quienes reciben los excesos e improperios a causa del ejercicio de su libertad.
Con la venia del lector invocaré, en dos o tres citas, algunos criterios de la Corte Interamericana de Derechos Humanos —que no son “llamadas a misa”, sino mandatos para los funcionarios de un Estado que aceptó la jurisdicción de ese Tribunal, como lo hizo México— sobre los temas a los que me estoy refiriendo. Por lo que toca a la tutela puntual de los comunicadores, la Corte ha dicho: “el ejercicio periodístico sólo puede efectuarse libremente cuando las personas que lo realizan no son víctimas de amenazas ni de agresiones físicas, psíquicas o morales u otros actos de hostigamiento. Esos actos constituyen serios obstáculos para el pleno ejercicio de la libertad de expresión”.
En lo que respecta al derecho del periodista —o de cualquier persona— a expresar sus puntos de vista sobre la actuación de un funcionario y al deber de éste de recibir esa crítica, la Corte sostiene que “las personas que influyen en cuestiones de interés público se han expuesto voluntariamente a un escrutinio público más exigente y, consecuentemente, en ese ámbito se ven sometidas a un mayor riesgo de recibir críticas (…) En este sentido, en el marco del debate público, el margen de aceptación y tolerancia a las críticas por parte del propio Estado, de los funcionarios públicos, de los políticos e inclusive de los particulares que desarrollan actividades sometidas al escrutinio público debe ser mucho mayor que el de los particulares”.
En lo que concierne a las manifestaciones de los funcionarios públicos, el Tribunal Interamericano subraya que “al pronunciarse sobre cuestiones de interés público, las autoridades estatales están sometidas a ciertas limitaciones en cuanto deben constatar en forma razonable, aunque no necesariamente exhaustiva, los hechos en los que fundamentan sus opiniones, y deberían hacerlo con una diligencia aún mayor a la debida por los particulares, en razón de su alta investidura, del amplio alcance y eventuales efectos que sus expresiones pueden llegar a tener en determinados sectores de la población”. En estos casos, los funcionarios deben considerar no sólo su posición de “garantes” de los derechos de todas las personas, sino también el “amplio alcance y los eventuales efectos que sus expresiones pueden llegar a tener en determinados sectores de la población”. Este deber “de especial cuidado se ve particularmente acentuado en situaciones” de “mayor conflictividad social” o “polarización social o política, precisamente por el conjunto de riesgos que pueden implicar para determinadas personas o grupos en un momento dado”.
No nos vendría mal que el vocero de todos los temas nacionales, que se vale de su poder de comunicación —con medios que nadie más tiene, provistos con largueza por la República— y se explaya ante la nación durante horas interminables, recordara los deberes que le impone su condición de magno comunicador, pero sobre todo su investidura como jefe del Estado, Jefe del Gobierno, Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, árbitro de los mayores conflictos en el seno de la sociedad. Esta condición tiene implicaciones que no es posible desconocer. En el breviario del buen gobierno figura procurar la concordia y ahuyentar el encono. Es indispensable, aunque las horas invertidas en un prolongado esfuerzo de discordia se reduzcan a minutos de serena reflexión y generosidad republicana.

