La defensa de los derechos humanos en el país corre en sentido inverso a la notoriedad que han alcanzado ciertos líderes sociales. Hay mucho ruido, demasiadas candilejas y poca efectividad.
Quien ha vuelto excesiva su exposición en los medios, desdibujado y en ocasiones hasta caricaturizado la demanda social de “no más sangre”, no más una política monotemática y militarizada del combate al crimen organizado, es Javier Sicilia. Personaje singular, mezcla de poeta, místico, luchador social y caótico amasijo de ideas políticas.
¿Quién es Javier Sicilia? Hasta antes del reprobable asesinato de su hijo Juan Francisco, pocos —excepto quienes forman parte del medio cultural e intelectual— sabían quién era.
Hoy, incluso, poco se sabe de él. A pesar de sus constantes e imparables declaraciones, de las caravanas por la paz que encabeza, de los ultimátum que lanza al Congreso para que no sea aprobada la Ley de Seguridad Nacional, predomina una aureola de incógnita alrededor del poeta. Sin duda, logró, en un principio, impregnar de magia y misterio a su persona.
Su gesto y vestimenta responden, perfectamente, a las necesidades del marketing. Es una especie de Indiana Jones —de ese personaje inventado por el director de cine estadounidense George Lucas—, dedicado a la arqueología y cuya meta principal en la vida era encontrar míticos objetos como el Santo Grial.
Al igual que ese buscador de tesoros, el poeta anda siempre enfundado en una chaqueta sin mangas, con sombrero de cazador, un cigarrillo encendido permanentemente en los labios y en lugar de látigo —como Indiana Jones— lleva un bastón de caminante o estandarte en la mano.
Sicilia va enfundado en un vestuario que nunca deja y que parecería perfectamente bien pensado para las pantallas de televisión.
Ha hecho de su apariencia un arquetipo, una especie de modelo preconcebido que trae a la memoria el concepto visual del subcomandante Marcos: capucha negra, traje militar, carrilleras y pipa humeante.
En ambos casos, hay dos ingredientes comunes: la presencia de la Iglesia católica y la guerra contra el ejército mexicano. El obispo de San Cristóbal, Samuel Ruiz, acompañó al Sub en la primera etapa de la irrupción armada del EZLN y se convirtió en referente de la defensa de los derechos indígenas contra los abusos de militares.
Javier Sicilia, por su lado, es un declarado militante católico para quien el ejército es el principal trasgresor de los derechos humanos.
Su activismo dentro del catolicismo queda demostrado en la entrevista que hizo en 1995 para la revista católica Ixtus —“Jesús Cristo, Hijo de Dios Salvador”— al entonces abad de la Basílica de Guadalupe, Guillermo Shulemburg, donde el arzobispo pone en duda la existencia de Juan Diego y las apariciones de la Virgen de Guadalupe.
Entrevista que fue usada por el Vaticano para hacer dimitir a Shulemburg, quitar a la basílica el carácter de abadía, trasladar el manejo de las limosnas a la Arquidiócesis Primada de México y satanizar a uno de los sacerdotes más poderosos e influyentes en la vida pública de México.
El enigma Sicilia aumenta ante un discurso que parece salir de un rifle con la mira descompuesta. Los disparos son anárquicos y meramente emocionales. Varias organizaciones que luchan contra el secuestro y la violencia han tenido que salir a decir que Sicilia no los representa y que tampoco representa a toda la población.
En el centro de la disputa se encuentra algo fundamental: la aprobación de la Ley de Seguridad Nacional que, de acuerdo a las modificaciones hechas por la Cámara de Diputados, busca acotar el poder del Presidente de la República para que deje de usar las fuerzas armadas a su capricho y arbitrio.
Sicilia se ha dedicado a dinamitar con frecuencia y sin argumentos jurídicos esta reforma. Como le dijo Isabel Miranda de Wallace: “que explique en qué viola los derechos humanos esta ley”. ¿O acaso —y eso lo decimos nosotros— el poeta se ha convertido en defensor de los intereses del Presidente?
El método, discurso y dirección del poeta son confusos, con el agravante de que la defensa de los derechos humanos ha quedado reducida a un espectáculo tipo Indiana Jones.
Peor aún, en un trampolín político al que todos quieren subirse.