Ya sé que la envidia es un pecado mortal o una pasión reprobable. Cuando me planté frente a mi sufrida PC para emprender este artículo, reflexioné sobre el título que le daría. El que elegí se acomoda perfectamente al tema que me propuse desarrollar, si entendemos que me refiero a lo que es costumbre llamar “envidia de la buena”. El lector lo comprenderá. Y espero que lo compartirá.
Antes de entrar en materia, diré que la hospitalidad que me brinda Siempre implica que envíe mis artículos con cierta anticipación, considerando la fecha de aparición de la revista y las características de su edición. Cuando elaboro este texto veo en el futuro inmediato el relevo presidencial en Estados Unidos (la “inauguración”, se suele decir con una expresión discutible) el miércoles 20 de enero de 2021. Pero yo debo remitir mi artículo antes de ese miércoles. Por lo tanto, me valgo de lo que ocurrió en la agenda política norteamericana antes del 20 de enero y lo que presumiblemente sucederá después.
Hay otra observación que no puedo omitir. Se dice que las comparaciones son odiosas. Efectivamente, lo son. Sin embargo, a veces resultan necesarias, hasta indispensables. Lo menciono porque aquí compararé lo que aconteció y (casi seguramente) acontecerá en la Unión Americana con lo que ha ocurrido y (muy probablemente) ocurrirá en nuestra nación, agobiada por problemas que se agravan sin solución eficiente o suficiente, y por amenazas de seguro cumplimiento. La comparación es inevitable y pertinente.
El nuevo presidente norteamericano, Joe Biden, llegó a su cargo después de una ardua campaña electoral, colmada de avatares. Cuando surgió como precandidato demócrata no parecía ser el líder que necesitaba la oposición para defenestrar al ocupante de la Casa Blanca, un ogro político, soberbio y violento, que creía tener la reelección en un bolsillo. Sin embargo, Biden remontó deficiencias y adversidades y se colocó como un adversario competente. A la postre, resultó victorioso, aunque no arrolladoramente.
En su campaña, Biden llamó a la unidad y a la reconciliación en el seno de la sociedad norteamericana, en la que proliferaban y persisten los desencuentros y los enfrentamientos. El candidato demócrata postuló una suerte de renacimiento en el cuerpo y el alma de la sociedad que aspiraba a presidir. Llamó a cerrar heridas, sin abrir otras, y a unir a los norteamericanos bajo la bandera de la democracia. El discurso de Biden ha sido pacificador. Y esperamos que su gestión presidencial haga honor a esa voluntad de paz y concordia, tan diferente de la pasión desenfrenada de su antecesor. Ofrece construir. Conviene (a los Estados Unidos y al mundo) que así sea.
Como final de este capítulo de una historia que no ha terminado, una fracción del electorado norteamericano se pronunció en favor de la cordura. En los comicios, esa fracción optó por relevar al arrogante tirano. Trump, que incurrió en amagos golpistas, se vio forzado a abandonar el poder (siempre inmerecido) dejando atrás una gravísima división social y una estela de desastres a escala planetaria que será el mayor fardo en los hombros de la naciente administración.
El nuevo presidente de México (nuevo en 2018, para nada en 2021) alcanzó su mandato a paso firme (no sabíamos que sería “paso de ganso”) ofreciendo remediar los males heredados del gobierno precedente, cuya popularidad había caído en picada. Ciertamente, ese mal gobierno explica el ascenso del candidato triunfador en 2018, que supo sacar beneficio electoral de los desaciertos y desvíos de sus predecesores. Estos sembraron la semilla de la derrota cosechada en 2018. Los electores mexicanos del 18 cedimos frente al espejismo, nos alimentamos con renovadas esperanzas y aguardamos una transformación bienhechora.
Sin embargo, el presidente de México, instalado en la silla del águila, no ha cesado de consumar errores, sembrar discordias, ofender a sus compatriotas, destruir instituciones y amagar con nuevas devastaciones que velan en el horizonte. Lejos de aplicar la ley con prudencia, competencia y serenidad, ha desbordado el marco legal —o lo ha ensanchado y ensanchará con sucesivas reformas “a modo”— para lograr una inaudita concentración del poder, como no la vimos en etapas anteriores (¡y vaya que la hubo!). Esto contraviene las reglas más elementales del Estado de Derecho, marcha en el camino de la dictadura y promueve una profunda división en la sociedad civil.
En Estados Unidos campeó la pandemia con fuerza arrolladora, como en ninguna nación del mundo. México, que pareció muy alejado de este mal, lo padece hoy a la cabeza de los países afectados. El presidente Biden ha declarado que su antecesor fracasó en su batalla contra la enfermedad por no haber escuchado los consejos de la ciencia. En México pareció que la ciencia y la experiencia conducirían el esfuerzo contra este mal, pero al cabo de poco tiempo (con altísimas cifras de contagio y mortalidad) hemos visto que no fue así: ha imperado la política, incapaz de detener el desarrollo de la enfermedad y remediar el sufrimiento que diezma a la población.
A punto de cesar en su cargo, tan lamentablemente desempeñado, el señor Trump tuvo la humorada —¿cómo llamarla?— de posar nuevamente ante el muro que divide a México de los Estados Unidos, un muro que figuró entre los datos sobresalientes de la campaña y del gobierno trumpeanos. Al amparo y bajo la sombra de ese agravio a México y a los mexicanos, Trump elevó el elogio al presidente de México. Éste caballero —dijo el norteamericano, literalmente— ama a México y a los Estados Unidos. Quienes no han perdido la memoria pudieron recordar la infausta visita del gobernante mexicano a la Casa Blanca y el festival de elogios mutuos en esa morada imperial, donde jamás se aludió al famoso muro ni a otras nubes muy escuras en el firmamento común. Por ello parece bien “motivado” el retraimiento del gobernante mexicano a la hora de condenar el asalto a la democracia norteamericana e intentar la defensa de su furioso colega frente a la reacción de los grandes comunicadores sociales.
Miremos hacia otros capítulos de la historia universal. Cuando algunas naciones han tenido que apagar incendios, enfrentar problemas descomunales y aportar soluciones de enorme alcance, han tenido la suerte (¿pero sólo ha sido “suerte”?) de contar con estadistas de gran talla que encabezaron su hazaña nacional. Pensemos en Churchill, en Roosevelt, en De Gaulle, en Adolfo Suárez. Ahora el señor Biden tiene ante sí la oportunidad de dar vuelta a una página oscura y rescatar a su nación del abismo al que la arrojó su antecesor. Puede mudar de candidato triunfante a gobernante estadista. El paso es muy grande, pero no imposible. Biden parece encaminarse en esa dirección.
¿Y nosotros? Veamos el camino por el que vamos y ponderemos el destino que nos aguarda en esta tormentosa travesía. Mientras allá se esfuerza el gobernante por promover concordia, rescatar la institucionalidad, recuperar el Estado de Derecho, apoyar el desarrollo, moderar las fracturas sociales, modificar políticas erróneas y sembrar la paz donde se animó la guerra, ¿qué hacemos aquí? ¡Ay! Ahora comprenderá el lector (embarcado, igual que yo, en el drama de nuestra nación) por qué denominé a mi artículo “¡Qué envidia!”. De la buena, por supuesto.

