Estoy consciente de que la hospitalaria revista “Siempre!” pudiera no ser el medio más adecuado para el examen y la difusión de cuestiones que suelen ocupar las páginas de revistas especializadas. Sin embargo, es útil que una publicación destinada a informar y comentar cuestiones de carácter general, como ésta, mencione novedades que atañen a los derechos y las libertades de los ciudadanos, sin perjuicio de la atención que éstas merezcan en medios de otro carácter. Lo que en seguida comento concierne a derechos y libertades de los mexicanos (o, en general, de los habitantes de la República) y amerita la preocupada reflexión de nuestra sociedad.

Nos hemos acostumbrado, con creciente y muy inquietante desinterés  —fruto de la frecuencia de ciertos hechos y de la costumbre de padecerlos—,  a ignorar u olvidar muy pronto acontecimientos o decisiones negativas que parecen alejados de la vida cotidiana de la mayoría de los ciudadanos, y que incluso pueden ofrecer, si se les observa con ligereza, cierta aprobación popular. Los golpes que estos sucesos nos propinan, a veces en forma sigilosa o silenciosa, se ven  relevados muy pronto por otros acontecimientos que inmediatamente atraen nuestra atención y nos llevan a perder la memoria  —y el temor— de los hechos precedentes.

En suma, hay un dinámico relevo de malas noticias cuya frecuencia y gravedad nos hacen olvidar lo que antes nos inquietó, para alojar nuevas preocupaciones que, a su vez, se disiparán muy pronto en la nube del olvido. Este es uno de los signos de la vida en esta nueva sociedad embebida en un proceso de transformación regresiva y peligrosa. Lo saben los gobernantes y se benefician de ello. Parecen decir: ya pasarán la indignación o el malestar, relevados por novedades que, a su turno, también se olvidarán. Mientras tanto, los derechos, las libertades y la democracia pierden territorios, que gana el autoritarismo en el que nos hemos deslizado, simiente de dictadura.

Quiero referirme ahora a ciertas novedades en el orden penal (que es el ámbito en el que corren mayor riesgo los derechos humanos y se plantean los mayores dilemas para una sociedad democrática), aportadas por unas reformas inquietantes publicadas en el Diario Oficial de la Federación el 19 de febrero de este año. No se trata de novedades absolutas, porque tienen cimiento en las reformas  constitucionales de carácter fuertemente autoritario introducidas en 2019 en la Constitución General de la República. Muchos comentaristas cuestionamos a fondo esas reformas constitucionales, dominadas por el talante dictatorial que nos agobia, relativas a figuras aberrantes como la llamada prisión preventiva oficiosa.

Las reformas constitucionales de 2019 salieron adelante a despecho de las objeciones que plantearon algunos legisladores y muchos organismos de la sociedad civil, acompañados por académicos. Sus voces se vieron apagadas por el impero de una incontenible mayoría parlamentaria. Una vez adoptadas, las disposiciones constitucionales quedaron pendientes de reglamentación a través de la ley secundaria. Esa reglamentación quedaría a cargo de un ominoso proyecto inicialmente localizado en la Cámara de Senadores, que se mantuvo al acecho por un año y medio. Finalmente, el proyecto prosperó en el Congreso de las Unión y se convirtió en el decreto de reformas del 19 de febrero, que acabo de mencionar y que hasta ahora no ha recibido los preocupados comentarios que merece. El decreto de marras se refiere a nueve –sí, nueve–  leyes del fuero federal.

El signo distintivo de estas reformas es doble: por una parte, implica la posibilidad inmediata de aplicar la prisión preventiva oficiosa a diversos hechos (con sustento en la deplorable reforma constitucional de 2019), y por la otra, establece penas muy severas, incluso desmesuradas, a quienes incurren en determinadas conductas que anteriormente no se hallaban sancionadas o lo estaban con penas menores. Es evidente la orientación autoritaria  —garrote penal, como instrumento de gobierno—  de estas reformas deplorables. Y también es lamentable que no se hayan elevado muchas voces para denunciar con presteza y energía a un poder público que se vale de crecientes amenazas punitivas (infructuosas, por lo demás) en lugar de optar por políticas preventivas que eviten conductas ilícitas y mejoren la vida colectiva.

En el sistema penal propio de lo que todavía denominamos una “sociedad democrática”, que cada vez se aleja más de nuestra experiencia, los medios punitivos se utilizan con moderación  —que no es ineficacia—, como último recurso del control social. En ese sistema, que creímos imperante en México al cabo de una larga evolución histórica (mundial y nacional), las conductas punibles se describen con gran cuidado y claridad en las leyes penales y las sanciones aplicables guardan estricta proporción con la gravedad de los delitos. Pero ahora ya no es así. También en esta materia estamos retrocediendo con insólita diligencia.

Las reformas a las que me he referido conceden una amplísima discrecionalidad a las autoridades legislativas para tipificar y sancionar penalmente determinadas conductas (o mejor dicho: conductas de dudosa determinación), que ponderan y aplican las autoridades persecutorias. Los membretes de las fórmulas constitucionales y legales son abuso contra menores, robo a casa habitación, ejercicio abusivo de funciones, enriquecimiento ilícito y robo al transporte de carga. Las mismas reformas agravan, como dije, las penas aplicables a muchas conductas a las que ahora se considera delitos.

Citaré tres ejemplos, para muestra del avance desmesurado del sistema penal, impropio de una sociedad democrática, y de la gravedad de la situación que esto trae consigo. Ahora se sancionará con cuatro a nueve años de prisión (¡imaginemos:  cuatro a nueve años!) a quien ejerza “cualquier tipo de presión” sobre el electorado o “permita el uso de recursos relacionados con programas sociales” (concepto amplísimo y equívoco) para favorecer la obtención de ciertos resultados en el proceso electoral o durante “el procedimiento de consulta popular” (así lo previenen los nuevos, flamantes, artículos 7 bis y 11 bis de la Ley General en Materia de Delitos Electorales). ¡La famosa consulta, tan cuestionada, ya tiene su vertiente penal! También en este ámbito operará el garrote punitivo.

Invito al lector a ponderar lo que significan o pueden significar ese “cualquier tipo de presión” o ese ambiguo favorecimiento de resultados. En principio, “suena bien” que se sancione a quien incurre en conductas indebidas en el marco de los procesos políticos, pero ya “no suenan tan bien” la caracterización vaga, genérica, oscura, de los comportamientos punibles, y la magnitud de la pena que se aplicará a sus autores.

Vamos a otro ejemplo de este desenfreno punitivo. La reforma al artículo 160 del Código Penal Federal sanciona con uno a seis años de prisión a quien, “con la intención de agredir”, porte o acopie instrumentos que “puedan ser utilizados para el ataque o la defensa” (sic). Habrá que descifrar esa “intención”, y será preciso tomar en cuenta que entre los instrumentos que “puedan ser utilizados para el ataque o la defensa” (sic) figura prácticamente cualquier objeto: desde un útil de cocina, hasta una piedra o una regla de madera. Conste que no me estoy refiriendo en este momento a armas de fuego o explosivos, sujetas a otras disposiciones.

Un ejemplo más: la reforma al artículo 533 de la Ley de Vías Generales de Comunicación (probablemente inspirada en la inefable legislación del estado de Tabasco, popularmente conocida como “Ley Garrote”, del 31 de julio de 2019) sanciona con dos a nueve años de prisión, nada menos, a quien “perjudique vías generales de comunicación” o “interrumpa parcialmente” (sic) los servicios que operan en éstas o los medios de transporte. Vale pensar en la cantidad de hechos que una mano amiga de la represión penal y el poder omnímodo podría caracterizar como “perjuicio”  (así, sin acotación alguna) o “interrupción parcial” de algún servicio o medio de transporte.

No omitiré decir también que en los últimos párrafos del artículo 167 del Código Nacional de Procedimientos Penales se incluyen disposiciones que implican la dispensa o el alivio de la prisión preventiva oficiosa. Hay que notar, sin embargo, que en estos casos la libertad se vincula con la negociación, es el resultado de ésta: donde hay arreglo, no habrá prisión. Se dijo con enorme estrépito que la oralidad era el signo distintivo de la gran reforma penal de los últimos años (ya lustros). Falso. El verdadero signo distintivo, el núcleo de aquella reforma tan celebrada, se integra con la potestad incrementada del Ministerio Público (principio de oportunidad, etcétera) y la apertura franca a las negociaciones y los arreglos entre la autoridad y el imputado o entre éste y la víctima, que puede atenerse a la vieja máxima: “de lo perdido, lo que aparezca”. La sociedad ha visto cómo funciona el sistema de negociaciones y arreglos. Pero ahora no hay espacio para analizar estos pasos del régimen penal.

He querido comentar las reformas del 19 de febrero de 2021 para atraer la atención hacia el uso creciente de las vías penales, las más severas y demoledoras que puede emplear un Estado de Derecho. Difícilmente podríamos decir que éste existe cuando se “sobreutilizan” aquéllas vías. Si esto  ocurre —como está sucediendo, incluso por mandato constitucional—  habremos traspuesto la frontera e ingresado en un Estado de naturaleza diferente.  No conviene guardar silencio o mirar hacia otro lado.