In memoriam Enrique Fuentes

Castilla, inolvidable saltillense que

Condujo sabiamente la Antigua

Librería Madero.

 

Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde 1844 cuando el filósofo, economista, intelectual, periodista y militante comunista alemán, Karl Heinrich Marx escribió en su libro Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, la frase que causaría gran revuelo en la comunidad católica de Europa y el Nuevo Continente: “La religión es el opio del pueblo” (Die Religion…Sie ist das Opium des Volkes), que el autor alemán de origen judío completó con estas palabras: “Se necesita la abolición de la religión entendida como felicidad ilusoria del pueblo para que pueda darse su felicidad real”. A 177 años de distancia, todavía la discusión sobre este enunciado se mantiene viva en los círculos interesados. Pero algunos dirigentes religiosos importantes, de las tres religiones monoteístas —el judaismo, el islamismo y el cristianismo—, como el Papa Francisco, cabeza de los católicos en el mundo, y el ayatolá iraquí Ali al Sistani, la máxima autoridad de los chiíes, una de las dos grandes ramas del Islam, creen que la fraternidad entre las comunidades religiosas es el mejor camino para alcanzar la paz y que ninguna religión debe favorecer la guerra.

En ese marco se inscribe el último viaje del Pontífice católico a Irak, sin importar que éste es un país de mayoría musulmana y donde la grey católica se ha reducido, en los últimos años, de poco más de millón y medio de fieles a unos 300,000. En esta visita, el Papa de origen argentino —Jorge Mario Bergoglio Sívori, habló no solo a los católicos, sino transmitió un mensaje de paz y convivencia a los que no comparten la fe en el “que resucitó al tercer día de muerto”, acercándose a sunitas y chiítas. En tiempos de pandemia, cuando el mundo necesita dirigentes identificados con todos los seres humanos, el liderazgo de Francisco se hace evidente.

No por casualidad en territorio iraquí se encuentra la legendaria ciudad de Ur, fundada en el tiempo de los caldeos, donde se asegura que nació Abraham, el patriarca bíblico presente en las tres religiones monoteístas. Esa es otra historia. Ahora, al presente.

De cierto, el viaje de Francisco es la realización de un sueño no realizado del Papa polaco Juan Pablo II —Karol Wojtyla—, el cura católico que, pese a sus errores, cambió la historia de la iglesia católica. Durante su pontificado, Wojtyla visitó 133 países, desde República Dominicana hasta el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes (su último viaje), pero no pudo visitar Irak debido a la negativa del dictador Sadam Hussein y del gobierno de Moscú, porque el Patriarca Ortodoxo ruso consideró que el viaje papal era un acto proselitista. Ahora, después de mucho trabajo de la diplomacia vaticana, el primer Papa jesuita (Francisco), logró hacer realidad el intento del pontífice polaco. De hecho, desde el año pasado el argentino pensaba trasladarse a Irak, pero la pandemia del Covid-19 se le cruzó en el camino, hasta ahora.

El sacerdote argentino que llegó a Roma desde el confín del continente americano, con este viaje demuestra que todavía puede haber conductores de masas preocupados por el bienestar popular, aún en zonas de guerra como Irak. Claro que una de las razones principales de Francisco para visitar territorio iraquí fue la suerte de la disminuida grey católica iraquí. La persecución de los católicos de ese desdichado país digno de mejor suerte se agudizó por el autoproclamado califato de ISIS —también conocido como Daesh y el Estado Islámico, una organización ultraconserfvadora—, que los obligó a abandonar Mosul y otras ciudades. Muchos fueron asesinados y sus propiedades fueron expropiadas, como hizo el fanático gobierno nazi, en el tiempo de la Alemania hitleriana. Todo esto sucedió ante la apatía mundial, como sufrieron los judíos durante el Tercer Reich.

El viaje del Papa Francisco, pese a las voluntades en contra, fue bien visto por las autoridades iraquíes, que lo consideraron algo positivo para ayudar a la paz en la castigada región, así como por la mayoría de los líderes religiosos islámicos, caldeos, ortodoxos, con los que sostuvo varias reuniones privadas. Al reunirse, Francisco y Ali al Sistani, hicieron historia. Por el simple hecho de reunirse, sin incidentes, el encuentro fue un éxito, un signo profético de paz que no solo necesita el Oriente Medio, sino todo el planeta. La pandemia ha obligado que todo mundo sea humilde. La muerte empareja.

El encuentro de los dos dirigentes religiosos estuvo lleno de simbolismos. Tuvo lugar en la humilde casa que Sistani habita —y renta—, durante décadas, en las cercanías del santuario de cúpula dorada en Nayal, a 100 kilómetros de Bagdad. La escenografía no pudo ser más simple. La fotografía de la reunión no miente: en una habitación con dos asientos y en la esquina un mueble de madera con una caja de pañuelos desechables. Sistani, de 90 años de edad, con turbante y la tradicional túnica negra. Francisco, de 84 años, con solideo blanco y su acostumbrada sotana blanca. El ayatolá, recibió de pie al Papa, que antes de entrar a la habitación se quitó sus zapatos rojos y conversaron durante una hora. Primer encuentro en la historia de personajes semejantes.

Ali Sistani resaltó: “El liderazgo religioso y espiritual debe desempeñar un papel importante para detener la tragedia…e instar a las partes, especialmente a las grandes potencias, a hacer prevaler la sabiduría y el sentido y borrar el lenguaje de la guerra”.

Francisco, por su parte, agradeció al ayatollah por “haber alzado la voz en defensa de los más débiles y perseguidos” durante los momentos más violentos de la historia reciente de Irak. Agregó el visitante: “el mensaje de paz de Ali Sistani afirmó el carácter sagrado de la vida humana y la importancia de la unidad del pueblo iraquí”.

De hecho, la visita fue una ocasión para que el jesuita Bergoglio Sivori  hiciera hincapié en la necesidad de colaboración y amistad entre las distintas organizaciones religiosas.

Dos años después de firmar en Abu Dabi un documento sobre la “fraternidad humana” con el gran imán sunita de la mezquita Al Azahar de El Cairo, Egipto, Ahmed Al Tayeb —una de las grandes autoridades sunitas—, el Papa quiso tener un gesto de apertura hacia el Islam chíita. Más tarde, Francisco tomó un helicóptero (que lo transportaría en varias ocasiones durante su visita) para dirigirse a Ur —la legendaria ciudad sumeria—, donde rezó por la libertad y la unidad y por poner fin a las guerras y al terrorismo.

En las históricas planicies de Ur —la cuna de Abraham, símbolo del cristianismo, el islam y el judaísmo—, el pontífice afirmó que “la mayor blasfemia es  profanar el nombre de Dios odiando a nuestros hermanos y hermanas”….”La hostilidad, el extremismo y la violencia no nacen de un corazón religioso: son traiciones a la religión. Los creyentes no podemos guardar silencio cuando el terrorismo abusa de la religión. De hecho, estamos llamados sin ambigüedades a disipar todos los malentendidos”.

Francisco rezó junto a yazidíes —minoría iraquí martirizada por los yihadistas del Estado Islámico—, sabeos y zoroastristas —comunidades milenarias—, y musulmanas, tanto chíitas como sunitas. Eso es tender la mano a todas las religiones.

Pese a las restricciones sanitarias que impone la pandemia, el Papa realizó en tres días una jornada de consolación para los católicos iraquíes y de apoyo para los musulmanes. Todo en uno. El domingo 7 de marzo cerró su gira, en un ambiente festivo y ante diez mil personas con una misa multitudinaria en el Estadio Hariri en Erbil, capital del Kurdistán iraquí. El mismo domingo se trasladó a Bagdad de donde volaría a Roma el lunes 8, después de una visita intensa e inolvidable para los habitantes de Irak. En su homilía, convocó a los fieles presentes a no caer en la venganza: “Aquí en Irak, cuántos de vuestros hermanos y hermanas, amigos y conciudadanos llevan las heridas de la guerra y de la violencia, heridas visibles e invisibles. La tentación es responder a estos y a otros hechos dolorosos con una fuerza humana, con una sabiduría humana”.

Antes de emprender el vuelo de retorno al Vaticano, después de la misa se hizo presente en la atribulada ciudad de Mosul, la segunda más importante del país, donde asistió a un encuentro con la población local en medio de las ruinas del centro histórico, devastado por las batallas que sufrió la localidad en 2017, cuando las tropas locales y una coalición internacional pusieron fin al mandato del Estado Islámico en ese enclave.

Najm al-Jabouri, gobernador de Ninive,la provincia de la que Mosul es capital, afirmó que el simbólico evento se organizó en ese preciso lugar —a pocos pasos de las iglesias y mezquitas que ahora están siendo reconstruidas,— para que el pontífice “pudiera ver el precio que Mosul ha a causa del Estado Islámico”.

El acto de Mosul se desarrolló a pocos metros de la iglesia de Al Tahira, uno de los templos que fueron arrasados durante el conflicto  de 2007 y que ahora está siendo rehabilitado por un grupo de trabajadores musulmanes y cristianos.

Tanto Mosul como toda la región fue ocupada durante tres años (2024-2027) por las hordas del Daesh que la convirtió en la capital de su califato. Un trienio de locura y destrucción de la que se vieron obligados a huir medio millón de personas, de las cuales más de cien mil cristianos. Los que non tuvieron más remedio que quedarse fueron testigos de asesinatos, torturas, asaltos, robos y otras atrocidades. “Aquí en Mosul —dijo el Papa al saludar a la población—, las trágicas consecuencias de la guerra y de la hostilidad  son demasiado evidentes. Es cruel que este país, cuna de la civilización, haya sido golpeado por una tempestad tan deshumana con antiguos lugares de culto destruídos y miles de personas  —musulmanes, cristianos, yazidíes y otros—, desalojadas por la fuerza y asesinadas”.

En fin, Papa Francisco dirigiéndose a los reunidos en la Plaza de las Cuatro iglesias —donde había cuatro templos cristianos destruídos por los yihadistas—, reflexionó: “a nosotros no nos es lícito matar a los hermanos, hacer la guerra u odiar a los hermanos en nombre de Dios…Por eso la fraternidad es más fuerte que el fratricidio, la esperanza es más fuerte que la muerte, la paz es más fuerte que la guerra”.

Palabra que coronan una intensa visita de tres días a un país tan martirizado por décadas de guerra y violencias y con agudas tentaciones de sectarismos y fundamentalísimos. Creo, después de todo, que a lo mejor “la religión no es el opio del pueblo”. Cada quien su fe. VALE.