Andrés Manuel López Obrador fue electo presidente con amplio margen. Muchas hipótesis se han expuesto para explicar este hecho, entre otras, los elevados niveles de desigualdad y pobreza. En las últimas décadas, la economía mexicana tuvo un bajo crecimiento, adicionalmente, amplios sectores de mexicanos no participaron de los beneficios de este bajo crecimiento, los beneficiarios fueron principalmente los más ricos, haciendose aún más ricos. Otras explicaciones frecuentes han sido la corrupción y la presencia de una inseguridad sin precedentes, a las que se suma la impunidad que nutre a ambas.

La oferta política de López Obrador estuvo dirigida hacia el sector más desfavorecido económicamente de la población, aunque su discurso anticorrupción atrajo también a una parte de la clase media, harta de la corrupción en los tres niveles de gobierno.

A dos años de haber iniciado su gobierno, el país está en peores condiciones. La economía ha decrecido, la desigualdad y la pobreza han aumentado, la corrupción no cede, el empleo cae, hay más crispación social y molestia en grupos cada vez más amplios de la población, sin embargo, a pesar de ello, el presidente goza de amplia aprobación.

En este artículo busco profundizar sobre el diagnóstico de la situación, no tanto para explicar el triunfo de López Obrador, sino para indagar por qué está fracasando, y derivar de allí el curso de acción que deberíamos tomar si realmente queremos una economía dinámica e incluyente.

Desde la Segunda Guerra Mundial y hasta mediados de los setenta, la economía mexicana se caracterizó por altas tasas de crecimiento, baja inflación, aumento de los ingresos personales y ampliación del segmento de clases medias. Entre 1950 y 1970, la economía creció 6.6 por ciento real por año; el empleo 2.3 por ciento, los salarios reales 2.2 por ciento y la inflación 5.5 por ciento. Las instituciones surgidas de los acuerdos de la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas, realizada en Breton Woods, E.U, al final de la Segunda Guerra (Banco Mundial (BIRF) y el Fondo Monetario Internacional (FMI)), que propiciaron un entorno externo estable, lo cual dió a México condiciones favorables para su crecimiento, lo que, aunado a políticas internas congruentes con dichas condiciones, hicieron posible lo que se llamó “el milagro mexicano”.

A principios de los setenta la estabilidad externa terminó. El abandono por parte de Estados Unidos del patrón oro, sumado al embargo petrolero de 1973, dieron paso a años de instabilidad económica, inflación externa y menor crecimiento. Al inicio de los ochenta, con el triunfo de Margaret Thatcher en Gran Bretaña (1979) y Ronald Reagan en Estados Unidos (1981), se impuso en dichos países el llamado Consenso de Washington, expandiéndose desde allí al resto de las economías del mundo. Este consenso proponía, en síntesis, dejar que fuesen las fuerzas del mercado las responsables de gestionar el crecimiento económico de los países, y para ello se impulsaron procesos de desregulación en los diversos mercados, destacadamente los financieros, la eliminación de barreras al comercio internacional (lo que daría un fuerte impulso a la globalización), modificaciones profundas en el papel económico del gobierno y en el llamado estado de bienestar. Con algún retraso, México se unió a este proceso al adeherirse al Acuerdo General de Comercio y Tarifas (GATT) a mediados de los ochenta.

Poco más de tres décadas después, los resultados no han sido los esperados. La economía mexicana no logró crecer a un ritmo acorde con las necesidades de la dinámica demográfica del país, las desigualdades se han exacerbado y el avance en la erradicación de la pobreza ha sido insuficiente.

La elevada desigualdad económica atenta contra el ideal de una sociedad justa, imposibilita el ejercicio de la democracia y frena el crecimiento económico. Las dispariades económicas dan lugar, a su vez, a una inequitativa distribución del poder, donde una minoría rica tiene mayor capacidad para imponer leyes y regulaciones favorables a sus intereses, a costa del beneficio de los demás. Este desbalance de poder se convierte en un freno al crecimiento económico, pues condena a una gran mayoría a susbsitir en niveles de pobreza, lo que reduce el tamaño del mercado y el dinamismo económico. Adicionalmente, la desigualdad genera malestar social creciente y la polarización de la sociedad que observamos desde hace años, lo que hace más difícil la necesaria colaboración entre los diversos grupos sociales para superar los retos del presente y construir un mejor futuro.

 

Falla modelo económico

¿Por qué falló la apuesta por el modelo económico asociado al Consenso de Washington? J. Stiglitz, en su libro Capitalismo progresista explica con gran claridad estos temas. Simplificando su amplio análisis, la principal razón de esta falla es que la premisa del modelo neoliberal —que la libre competencia en los mercados produciría una óptima asignación de los recursos disponibles y que el crecimiento dinámico generaría una mayor riqueza que beneficiaría a todos— es una falacia. Los mercados rara vez son competitivos. En la mayoría de éstos, el poder se distribuye en forma desigual, pues las empresas grandes detentan mayor poder de mercado y lo usan para su benefico propio a costa de los demás.

El mayor poder que detentan las corporaciones y grandes empresas les permite operar en los términos que mejor les convenga. Pueden explotar a sus trabajadores pagándoles sueldos por debajo de los que habría en un ambiente de competencia y debilitar a sus sindicatos o dificultar la negociación colectiva. A sus clientes pueden cargarles precios por encima de los que habría en un mercado competitivo. A sus proveedores les pueden imponer condiciones para ampliar sus propios márgenes. Con el gobierno pueden eludir y evadir impuestos, e introducir regulaciones que favorezcan sus intereses, sin importar el costo que represente para la sociedad.

Esta falta de competencia hace posible que las grandes empresas se lleven una mayor parte del pastel, a costa de sus trabajadores, de sus proveedores, de sus clientes y del gobierno. Mercados no competitivos en el país, explican, en gran parte, que las políticas públicas seguidas en las últimas décadas, si bien generaron beneficios (algo que no reconoce la 4T) estos se hayan distribuido de forma inequitativa, lo que acrecentó la desigualdad e impidió un mayor avance en el combate a la pobreza. Por tanto, es válido asumir como objetivos prioritarios en materia de políticas públicas, reducir la pobreza y las desigualdades, como lo ha hecho AMLO, y es lo que en gran medida acrecienta la desigualdad.

Sin embargo, el actual gobierno no usa los instrumentos legales, regulatorios, fiscales, comerciales, monetarios y de gasto público, a su disposición, para combatir la desigualdad y hacer que muchos más mexicanos escapen de la trampa de la pobreza.

 

Combate a la pobreza y crecimiento económico

Este gobierno no ha entendido que la falta de crecimiento más dinámico es el principal factor que ha impedido mayores avances en el combate a la pobreza. Tampoco entiende que el crecimiento de la desigualdad obedece a que los mercados no son realmente competitivos, a que hay jugadores en dichos mercados con mayor poder, que lo usan para extraer riqueza de los demás actores e impulsar leyes y regulaciones que les favorezcan.

El combate a la pobreza exige que la política económica y social se vinculen y se orienten a impulsar un crecimiento económico dinámico, que genere empleos para que quienes deseen uno, lo encuentren, y para que quienes opten por el autoempleo, cuenten con medios para mejorar su productividad e ingresos. Aunado a lo anterior, la erradicación de la pobreza hace necesario la universalización de los servicios de salud, la seguridad social y la educación de calidad, programas para reducir el déficit de vivienda y proveer los servicios básicos de éstas, así como para asegurar el acceso a una adecuada alimentación. Estas acciones deben ser complementadas con transferencias monetarias para fortalecer las capacidades de personas que por sí solas no puedan superar sus carencias más apremiantes.

Nada de lo anterior, salvo las transferencias monetarias, maneja la 4T para reducir la pobreza. No promueve el empleo asalariado o el autoempleo. Por el contrario, reduce la inversión del sector público como proporción del PIB y hace un gran esfuerzo por desalentar la privada, minando la confianza de inversionistas nacionales y extranjeros: Cancelación de proyectos privados vía pseudo consultas (cervecera en Baja California, NAIM en Texcoco); cambio de reglas en materia de energía; ataques descalificadores a empresas y empresarios; cancelación de instituciones promotoras de la inversión como Pro México y el Consejo de Promoción Turística; cancelación del Instituto Nacional del Emprendedor, y de apoyos a mujeres trabajadoras y al campo.

Su política antipobreza se centra en transferencias monetarias directas, hay 17 programas de este tipo, todos fuertemente impregnados de clientelismo electoral. El CONEVAL recientemente evaluó dichos programas y fue muy crítico en sus conclusiones: carencia de diagnósticos precisos; falta de claridad respecto del problema que se busca resolver con cada programa; ausencia o poca claridad de reglas de operación; inexperiencia operativa y falta de capacidad para dar seguimiento al cumplimiento de metas y procesos; opacidad e incluso corrupción. Más aún, recientemente la CEPAL concluyó que la desigualdad en México es la misma con y sin estas transferencias monetarias.

En el combate a la desigualdad, la acción del actual gobierno, no obstante su propósito expreso de separar el poder económico del político, poco ha hecho para atacar las raíces del problema. Su falta de comprensión de las fuerzas que operan en los mercados interno y externo (al que México está estrechamente vinculado) le impide ver que hay una desigual distribución de poder de mercado, que permite a quienes lo concentran quedarse con una tajada del pastel mayor que la que les correspondería en condiciones de competencia. Este desconocimiento le impide tomar las decisiones de política pública que podrían corregir el desempeño de las décadas anteriores y hacer posible un crecimiento más dinámico con equidad, incluyente.

El combate a la desigualdad require regulaciones más eficaces, enfocadas a atenuar los desbalances de poder de mercado que existen, a impulsar la competencia en los mercados, como el financiero y otros, donde tampoco haya competencia real. Por ejemplo, en el sector financiero se debería revisar la regulación aplicable para hacer posible que los proyectos de inversión de empresas y emprendedores medianos, pequeños y micros, tengan acceso a finaciamento no oneroso; para que haya más créditos a proyectos que requieren plazos mayores para madurar. Debe aplicarse una adecuada regulación para abaratar los servicios que prestan los bancos y proteger el mercado nacional de los efectos potencialmente desestabilizadores de los mercados financieros externos y de los flujos de capital especulativo.

En suma, el combate a la desigualdad requiere fortalecer la capacidad regulatoria del Estado para abatir las prácticas de abuso de poder de mercado. Ello debe acompañarse de una profunda reforma fiscal integral, que mejore la calidad y transparencia de los procesos para programar, presupuestar, ejercer y evaluar el gasto público, que fortalezca, al mismo tiempo, el poder redistributivo de la política tributaria, que es actualmente nulo, y que siente bases sólidas para un nuevo pacto fiscal, que otorgue suficientes recursos a los tres niveles de gobierno para que cada uno provea los bienes y servicios públicos necesarios para favorecer un mayor dinamismo económico.

Esta reforma debe también resolver la financiación para garantizar el acceso universal a los servicios de educación, de salud, de seguridad social y los programas para reducir las carencias por acceso a la vivienda, a los servicios básicos en éstas y a la alimentación. Una verdadera reforma hacendaria.

 

Nuevo equilibrio Estado-Mercado-Sociedad

El actual gobierno nada hace de lo anterior. Para la 4T es corrupción haber dejado que el mercado fuese el principal gestor del desarrollo durante las décadas anteriores. El presidente acusa de corruptos a empresas y a quienes celebraron diversos contratos, por ejemplo, en el sector energético; es prolijo en ataques personales a expresidentes, empresarios, abogados, investigadores y medios de comunicación. A todos acusa sin pruebas y sin consignar a nadie ante la autoridad jurisdiccional.

A cambio, y supuestamente para evitar corrupción, busca recuperar lo que entiende como rectoría del Estado, basándose en la reconstrucción de los monoplios públicos en materia energética, en la asunción de muchas funciones que se habían dejado al mercado, por ejemplo: el Banco del Bienestar se crea para dispersar los recursos de los programas sociales; la distribución de medicamentos a instituciones públicas se le encarga a una dependencia de la Secretaría de Salud; la construción y operación del aeropuerto Felipe Ángeles, el Tren Maya, entre otras tareas, son desempeñadas por el Ejército y la Marina.

La desconfianza del presidente de la república en el esfuerzo de creación de instituciones de años previos, lo lleva a debilitar las instancias establecidas entonces para combatir prácticas monopólicas, a ahogarlas presupuestalmente y a amenazarlas con desaparecerlas como instituciones autónomas. Los resultados negativos de estas políticas ya son visibles. El crecimiento fue nulo en 2019; 2020 ha sido de terror, con millones de empleos perdidos o degradados y un millón de empresas desaparecidas. La pobreza, en sus diferentes expresiones, crece y las desigualdades se acentúan.

Ningún extremo del espectro ideológico será la solución a estos dos fenómenos. La fe ciega en el mercado no funciona para lograr un desarrollo dinámico e incluyente, como lo ha demostrado la experiencia de estos últimos años; tampoco la fe ciega en el Estado resolverá nuestros problemas. Requerimos construir un nuevo equilibrio entre Estado, Mercado y Sociedad.

El nuevo equilibrio implica fortalecer al Estado como el gran equilibrador social, consolidarlo como rector y promotor del desarrollo, capaz de proveer los servicios y bienes públicos (infraestructura; educación, salud y seguridad social universal, seguridad pública, procuración e impartición de justicia, estado de derecho sólido y confiable, entre otros) necesarios para un crecimiento de la economía dinámico e incluyente y con capacidad real para regular los mercados y evitar abusos de poder de mercado de cualquier actor. El nuevo equilibrio implica también promover mercados más competitivos, innovadores, creadores de riqueza susceptible de ser mejor distribuida y regulados de manera eficiente para evitar abusos de poder de mercado.

Finalmente, el nuevo equilibrio requiere empoderar a los ciudadanos con los instrumentos que les permitan conocer oportuna y cabalmente la información de la gestión pública, que permita evaluarla y frenar abusos de poder tanto del Estado como de los mercados. Nada de lo anterior promueve el actual gobierno. Las perspectivas del país no son nada favorables. La soberbia de la 4T la hace renuente al análisis, a la autocrítica y al debate con expertos de todas las corrientes, sobre opciones de solución. Es, por ende, nula la posibilidad de que rectifique las actuales políticas, a todas luces mal enfocadas.

La 4T no será la trasformación esperada para los pobres, los excluidos del progreso. Sí será la pseudo transformación que causará la mayor pobreza y desigualdades en la historia de México. Su transformación será una traición a la esperanza de quienes creyeron y confiaron en el actual presidente de la república.