Hace un siglo cundió en Europa –liberal y culta, se decía– una ola de intolerancia y autoritarismo. Al cabo de poco tiempo serían odio y totalitarismo. La ola llegó al gobierno con profusión de halagos y promesas. Ofreció al pueblo una era de grandeza. Este populismo ganó voluntades y concentró el poder en manos de un caudillo. Millones de ciudadanos, ilusionados, lo secundaron como los niños que siguieron al flautista de Hamelin, hasta desembocar en el abismo.
Conviene recordar esa historia, que no se halla tan lejos de la nuestra. Se ha dicho que quien ignora la historia podría verse condenado a repetirla. El hecho de que estos sucesos ocurrieran en otro continente y en años distantes de los nuestros, no estorba la reflexión ni invalida la experiencia. Finalmente, hay circunstancias paralelas y acontecimientos semejantes. La tragedia de los europeos de los años treinta puede servir como lección para los mexicanos –y otros pueblos– de este siglo difícil, colmado de problemas y deseoso de soluciones fulminantes.
Ahora me interesa destacar un aspecto de aquella etapa sombría, que tiene conexiones o semejanzas con hechos que se hallan a la vista en nuestra República dolida. En esa etapa hubo líderes –luego serían dictadores– que arrojaron la culpa de todos los males sobre algunos ciudadanos o grupos nacionales, denunciados como delincuentes o traidores, que merecían repudio y condena. Abundaron los insultos, las diatribas, los cargos proferidos desde las más elevadas tribunas con discursos incendiarios que pronto fueron acogidos y seguidos por la muchedumbre. Conocemos los resultados de esa predicación obstinada y fratricida.
México no es inmune a la proclamación del encono y el enfrentamiento entre sectores de la sociedad, que hoy padece graves tribulaciones y atraviesa un tiempo sombrío. El apetito de poder, los antiguos resentimientos, la ira que anida en muchas conciencias, proveen campo propicio a la siembra de tensiones y discordias. Quien debiera unir a los mexicanos en una causa justa para remontar las vicisitudes de esta etapa, encabezando un movimiento nacional de concordia, ha optado por dividir a la sociedad, herir a muchos ciudadanos, a cambio de halagar a otros, y sembrar sobre esa crisis moral su propio proyecto de nación y de gobierno.
En las páginas de esta revista me he referido al tema que ahora me ocupa. Lo reitero porque se trata de un asunto mayor para la vida de México y de los mexicanos. Gravita sobre nuestras tareas y decisiones, encaminadas a construir una comunidad más libre y más justa, o bien, por el contrario, una sociedad donde prevalezca la discordia, se desande el camino y se establezca, en lugar de una Patria solidaria, una arena de combate que agote nuestro esfuerzo y envilezca nuestro espíritu.
Vuelvo a este tema a raíz de la preocupante lectura de un artículo de Héctor de Mauleón, publicado en El Universal del 24 de marzo, bajo el título “El infierno de Laurie Ann”. El columnista relata los graves sucesos que han victimado a la doctora Laurie Ann Ximénez-Fyvie a raíz de sus investigaciones y publicaciones sobre el desastroso manejo de la pandemia por nuestras autoridades, manejo que se ha reflejado en más de doscientas mil defunciones (que acaso sean más de trescientas mil, si nos atenemos a otros factores de identificación utilizados por diversos analistas).
No conozco a la señora Ximénez-Fyvie, académica de la UNAM. Las referencias que tuve de ella provienen del artículo de Héctor de Mauleón. Las versiones de éste me fue confirmada por otros académicos que conocen a la víctima de la persecución provocada por sus hallazgos y publicaciones. La difusión del trabajo de la investigadora generó ataques, injurias y amenazas de extraordinaria gravedad volcados en su contra. “Se trata de una avalancha, una catarata que no se detiene –refiere De Mauleón– y que llega de manera constante durante horas, a veces durante semanas”.
Más allá de lo que esto implica para un ser humano, esa agresión intimidante y exacerbada revela hasta qué punto se ha envenenado el ambiente con expresiones semejantes a las que puso en curso el populismo zafio y autoritario que empañó la vida de la vieja Europa en los años treinta del siglo pasado. La crítica desmedida, desplegada por el poder público –obligado a la cordura, la serenidad, el respeto y la garantía de los derechos de los ciudadanos– acabó por oscurecer la existencia de vastos sectores de la sociedad, promover contiendas entre ellos y cobrar la integridad y la vida de numerosos ciudadanos.
Lo que ha sucedido en otras latitudes comienza a ocurrir en la nuestra. Conviene reconocer la naturaleza y la potencia destructora de una conducta que ha cobrado infinidad de víctimas en muchos tiempos y lugares, y que podría cosechar la misma desgracia entre nosotros. ¿No habrá llegado el momento de que el sembrador de cizaña reconozca el enorme riesgo que generan sus palabras y el daño que éstas causan –sin el menor asomo de justicia– a quienes tienen el derecho de vivir sin temor ni peligro, ejerciendo libertades que ese provocador de tormentas debe respetar y garantizar?

