A los mexicanos poco les interesa la suerte de las familias reinantes en cualquier parte del mundo. De hecho, no solo eso, sino también otras cuestiones esenciales que tampoco sacuden la conciencia nacional. Eso sí, millones de connacionales están al tanto de las barbaridades que comete diariamente en las “mañaneras” el “populista conservador” —Roger Bartra dixit—, para celebrárselas como focas desquiciadas. La “raza de bronce” no comulga con la monarquía, ni en el tiempo de la dominación de los aztecas sobre el resto de las tribus precoloniales, ni con los Habsburgo del siglo XVIII. Si alguien lo duda basta con leer Noticias del Imperio, de Fernando del Paso.

A veces, la muerte de un personaje inmerso en una familia monárquica  —United Kingdom of Great Britain and Northern Ireland—, la del príncipe Philip, duque de Edimburgo, cónyuge de la reina Elizabeth II, hace recordar que todavía existen algunas monarquías en el planeta, que conviven con gobiernos  democráticos, como el de México,  que fue elegido por más de 30 millones de de votos, pero que al paso de los días tiende a comportarse como una incipiente dictadura que desprecia, por decir lo menos, el sistema de los tres poderes y pretende someter al Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. En esas andamos. ¿Y el Peje? Por la libre, exhibiéndose, burdamente, con el “toro” de Guerrero.

El viernes 9 de abril, por la mañana, su Alteza Real, el príncipe Philip, duque de Edimburgo, esposo de la Reina Elizabeth II de Inglaterra, murió a los 99 años de edad, en el castillo de Windsor. Las banderas se arriaron, a media asta, en los edificios gubernamentales y la campana tenor en la abadía de Westminster tañó 99 veces en honor del cónyuge real: la “fuerza y permanencia” de la reina durante 73 años de matrimonio. El próximo 10 de junio el aristócrata de origen griego cumpliría cien años de edad.

La muerte del padre de los hijos de la soberana inglesa no fue del todo inesperada. En los últimos años su salud fue menguando. Al morir, en su cama, poco quedaba del apuesto marino que contrajo matrimonio en 1947 con la heredera del trono de San Jaime, en el hogar de los Edimburgo, como entonces se les conocía, donde sólo reinaba él, el marido, el militar entregado a su brillante carrera. Aquellos fueron los años más felices de la pareja de los primos en tercer grado. El sueño del afortunado príncipe —que llegó a Inglaterra desde la vetusta Grecia—, terminó el día de la coronación de Elizabeth II, en 1952. Caminar dos o tres pasos atrás de su esposa, la Soberana, provocó en el Duque de Edimburgo, una crisis de identidad que repercutió profundamente en la relación matrimonial.

Abandonar la Royal Navy, por imposición del protocolo real, fue un trago amargo para Philip. Pero lo fue aún más cuando Elizabeth II, presionada por el impositivo primer ministro, el histórico Winston Leonard Spencer Churchill, eligiera reinar con el apellido Windsor en vez de Mountbatten, el que había adoptado su marido. Al respecto, con amargura, en público reconoció: “No soy más que una maldita amiba, el único hombre en el país que no puede dar sus apellidos a sus hijos”. Algo que podría aparecer anecdótico, para Philip no lo fue y en su fuero interno siempre tuvo gran peso, con muchas consecuencias, sobre todo sentimentales.

De los consejos de carácter político que el príncipe Philip dio a su esposa, poco se sabe, pero los biógrafos de la familia real inglesa aseguran que en los primeros años de matrimonio sí hubo amor, aunque al paso del tiempo se diluyó por las humillaciones, y las infidelidades, tan comunes en la aristocracia británica. Pero, lo especial del caso, fue que la unión de Philip y Elizabeth superó todas las pruebas con el estoicismo del que echan mano las testas coronadas. No obstante, afirman los cercanos a tan especial familia, que eran una extraña pareja, con diferentes gustos, prácticamente antagónicos en sus personalidades, que, pese a todo, pudo conservar un vínculo afectuoso más allá de las obligaciones reales. Simple y sencillamente, se necesitaban. Ahora, Elizabeth II, reina y mujer al mismo tiempo, tendrá que imponerse el deber de vivir sin su “roca”. Si la anciana monarca logra hacerlo, como sin duda lo hará, el trono inglés sorteará las agitadas aguas que lo circundan, de otra forma, abur.

Los tiempos que corren no son los más propicios para el sistema monárquico. Ni en Inglaterra ni en España, ni en otros países europeos. Ni incluso para las ortodoxas monarquías árabes. La de Arabia Saudita, sacudida por un reciente crimen de estado en el que está comprometido el príncipe heredero, y la de Jordania, que todavía vive la resaca de una rebeldía del medio hermano del rey en turno, son el mejor ejemplo. Por eso llama la atención que el matrimonio de la reina Elizabeth II durara casi 15 lustros.

En el libro My Husband and I: The Inside Story of 70 Years of Royal Marriage (Mi esposo y Yo: la historia interna de 70 años de matrimonio real), la autora, Ingrid Seward, biógrafa real, afirma que Elizabeth siempre vio en Philip al apuesto oficial de la Marina que le escribía cartas de amor, abriéndole su corazón mientras servía en un navío durante la Segunda Guerra Mundial; a quien la ayudó a superar una timidez inadmisible para una reina; al seductor que la ruborizaba, cuando alababa con buena sonrisa lo bien que le sentaba algunos de sus vestidos; y, al marido que le hablaba con la sinceridad que necesita una testa coronada siendo al mismo tiempo el más leal de sus colaboradores.

En esta biografía, Ingrid Seward, escudriña la personalidad del marino griego: “Felipe tuvo que controlar su fuerte naturaleza competitiva para ser capaz de caminar dos pasos por detrás de  su mujer. Podría haber sido un puesto imposible para un varón de su temperamento: brillante, enérgico, obstinado y obsesionado con su imagen masculina. La Reina, sin embargo, comprendió instintivamente lo que necesitaba y siempre trató de asegurarse de que se sintiera dueño de su propio hogar”. Es decir, Elizabeth echó mano de lo que suele faltarle a los hombres: la intuición.

Mucho tenía que superar el hijo del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca, y de la princesa Alicia de Battenburgh, nieta de Jorge de Grecia, y biznieto de la Reina Victoria. El originario de Corfú y educado en la Escuela Chem, Gordonstown y Darmouth, ingresó en la Marina Real en 1939 —el año que comenzó la Segunda Guerra Mundial—, como el teniente Philip Mountbatten. En 1941 entró en servicio en el buque HMS Valiant (Al Servicio de su Majestad), para tomar parte en la batalla de Cabo Matapan que tuvo lugar en la noche del 28 al 29 de marzo del mismo año, en la costa sur occidental de la península del Peloponeso, Grecia. Más tarde sirvió en el Pacífico en el HMS Whelp.

Con estos antecedentes, Philip necesitaba algo más que sentirse “dueño de su propio hogar”. El marino griego tenía en mente otro tipo de vida e intentó tenerla al margen del castrante entorno de palacio. A mediados de los años 50 del siglo XX, emprendió un viaje en solitario que lo mantuvo alejado de la asfixiante Londres durante 150 inolvidables días. Cinco meses. En esa época empezaron los runrunes sobre su afición por la vida noctámbula y los amoríos esporádicos. Otros reyes europeos de su misma época hicieron más o menos lo mismo.

Según cuenta el periodista español Carlos Alcelay, en un documental producido por la cadena de televisión Chanel 5, en 2017, se airearon, con la ayuda de algunos testigos infidentes, sus incursiones por clubes de strip-tease del Soho londinense en compañía de amigos como los actores Peter Ustinov —el famoso actor de cine y de teatro, descendiente de una familia noble rusa, alemana y francesa—, que tomó parte en la Segunda Guerra Mundial como enfermero de ambulancia al que se calificó como “una persona a la que nunca se le debería dar mando sobre una unidad del ejército”—, y el flemático y simpatiquísimo David Niven, cuya madre pertenecía a la aristocracia británica. Niven egresó de la famosa Academia Militar de Sandhurst, y llegó al grado de teniente coronel. Como actor fue afortunado y reconocido y como conquistador lo fue aún más, con parejas como Marilyn Monroe y Grace Kelly, la que sería la esposa del príncipe Rainiero III de Mónaco. Con esos amigos andaba de parranda el príncipe Philip.

El documental citado cuenta que algunas de las conquistas del esposo de Elizabet II fueron Daphne du Maurier, cuyo esposo trabajaba en la oficina del Duque de Edimburgo. Otra, Pat Kirkwood, estrella de musical de los años 60; la bellísima actriz Zsa Zsa Gabór, originaria de Hungría, elegida Miss Hungría, que con sus dos hermanas, también hermosas, sumaron 19 matrimonios. Zsa Zsa se casó nueve ocasiones, una de ellas con Conrad Hilton, fundador de la cadena hotelera que lleva su nombre. Como coincidencia, Zsa Zsa también murió a los 99 años de edad. Así como Patricia Hodge y Penny Romsey, jovencita que conoció el príncipe cuando frisaba 55 años de edad y ella, 22. La lady le encandiló los ojos y su relación fue más íntima que otras.

Según los cronistas, estas correrías eran del conocimiento de la reina, que se hacía la disimulada. Posiblemente como compensación por lo que había perdido en su carrera naval. Como “una demostración de amor”. Los biógrafos de la pareja real cuentan que durante décadas Elizabet y Philip vivieron dos universos paralelos que apenas coincidían en las reuniones familiares y en los actos oficiales.

Con el paso del tiempo, el matrimonio de la reina y el príncipe, “vivieron felices para siempre”. Sin ser efusivos, más bien distantes, pero cariñosos y divertidos, se entendieron, sobre todo después de la muerte de la princesa Diana, que tanta conmoción causó en la corte de San Jaime. El humor es el único rasgo de personalidad que compartieron. Dice Ingrid Seward en My Husband and I: “El escaso sentido del ridículo de Felipe le llevó alguna vez a realizar comentarios arriesgados en reuniones o actos para intentar animar las cosas, obtener una reacción o porque estaba aburrido. Pero la principal razón de sus meteduras de pata es menos conocida: simplemente quería sacarle una sonrisa a la Reina”. No obstante, a veces sus comentarios estaban teñidos de racismo o sexismo.

Cuando otro de sus biógrafos, Tim Heald,  le preguntó qué epitafio querría para su sepultura, simplemente le contestó: “No estoy realmente interesado en lo que se ponga en mi tumba. Estaré muerto para entonces y nada preocupado por lo que la gente pueda pensar. No me tomo tan en serio a mi mismo”. La contestación lo presenta como lo que fue toda su vida: genio y figura hasta la sepultura.

No hay espacio suficiente para narrar la trágica vida del teniente Philip de Mountbatten que contrajo matrimonio con la princesa Elizabeth el año de 1947. La historia de sus padres, de sus hermanas, de sus hijos y de sus nietos, sin contar la de la propia Elizabeth, dan para varios volúmenes, que yo no escribiré.

El sábado 17 de abril tendría lugar el funeral de Philip en la capilla de San Jorge, adyacente al castillo de Windsor, cuando se pedirá a la nación que guarde un minuto de silencio en tributo al esposo de la reina Elizabeth II. Un funeral ceremonial, en lugar de un funeral de Estado. Solo 30 personas asistirían al acto fúnebre. El estandarte personal del príncipe, una corona de flores, su espada y su gorra de la Mariana Real británica decorarían el ataúd. Sic transit gloria mundi! VALE.