Con azoro e indignación recibió el país una noticia que ha provocado profundo malestar y reacciones adversas a granel, aunque no en todos los medios. En la mayoría, ese azoro y esa indignación se tradujeron en protestas inmediatas y cuestionamientos airados. Pero hubo dos o tres espacios de lo que solemos llamar la “vida pública” en los que esa noticia se recibió con explicable complacencia, que linda —o algo más— con la complicidad, no tan oscura.
Ahora me estoy refiriendo, por supuesto, a la “hazaña” consumada en el Senado de la República —institución llamada a velar, como pocas otras, por la integridad republicana— que aprobó una norma legal que contraviene frontalmente la letra y el espíritu de la Constitución. Esa norma prorroga por dos años el desempeño del presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Es, a todas luces, una disposición arbitraria, demoledora de la más elemental “decencia” política y jurídica. No resiste el menor análisis. Y no lo ha resistido.
En el título de este artículo mencioné las llamas que han llegado a la Constitución. En esa denominación utilicé el epígrafe de otro artículo, del que soy autor, aparecido en el diario El Universal el 29 de agosto de 2020, bajo el rubro “¡Arde la casa!”. Me explicaré. En mi texto del 29 de agosto sostuve que un incendio suele comenzar con llamas ligeras. Éstas “crecen cuando el pirómano alimenta el fuego. Si no lo sofocamos, destruye nuestra casa, nada menos”. Y añadí que ahora —entonces y en este momento— “las llamas amenazan al Estado de Derecho y a los ciudadanos, cuyos derechos menguan. El fuego lleva adelante una destrucción que parece deliberada, y acaso lo sea. No podemos verla con indiferencia. Nos va la vida. Hay daño en el presente y grave peligro para el futuro, que podría ser un porvenir de cenizas”.
Las voces, numerosas y provistas de razón, que se han elevado en contra de la ominosa, deplorable reforma consumada en el Senado —pero aún falta el resto del proceso legislativo, que se ventilará en la Cámara de Diputados— sostienen con sobrados argumentos que esta novedad legal ataca frontalmente un principio entrañable para el Estado de Derecho: la división de poderes. Pero hay que agregar otro, igualmente quebrantado con la grosera disposición de marras: la prevalencia de la Constitución sobre todas las leyes secundarias, que deben plegarse al imperio constitucional.
Vamos por partes. La división de poderes implica un baluarte del Estado de Derecho y los derechos y libertades de los ciudadanos. Es parte de un sistema de frenos y contrapesos adoptado por el constitucionalismo universal hace más de dos siglos, atento a la necesidad —vital para la sociedad política de corte democrático— de que el poder frene al poder para evitar el desbordamiento de la dictadura. Ni tiranía de la mayoría, entronizada en un cuerpo legislativo, ni despotismo de algún caudillo apoderado del órgano ejecutivo. En suma, contención, moderación, distribución de competencias y respeto mutuo —firme, acrisolado, imbatible— entre los órganos llamados a ejercer la autoridad por mandato del pueblo.
Por otro lado, el Estado de Derecho demanda la primacía de una norma —a la que llamamos suprema, fundamental, ley de leyes— sobre cualesquiera disposiciones de rango inferior, obligadas a acatar los imperativos constitucionales. El aseguramiento de ese predominio constitucional se encomienda, en definitiva, al Poder Judicial de la Unión, garante de la división de poderes y muralla contra tentaciones avasalladoras. Así ha sido en el ordenamiento jurídico mexicano, y así debe ser mientras merezcamos la calidad de verdadero Estado de Derecho, sociedad democrática, Estado constitucional.
Expuesto lo anterior, recordemos —con mezcla de horror y vergüenza— que hace unos días un senador alineado en las filas del autoritarismo produjo un proyecto sorpresivo —hay que subrayarlo— que afecta la división de poderes y la supremacía constitucional, además de envenenar la estructura y el funcionamiento del más alto Tribunal de la Nación.
Esa insólita propuesta, inserta en un artículo transitorio de un proyecto de ley secundaria acerca del Poder Judicial de la Unión, abre la posibilidad, que ya mencioné, de que el ciudadano Presidente de la Suprema Corte de Justicia permanezca en su encargo dos años más allá del periodo actualmente previsto en el artículo 97 de la Constitución: es decir, seis años, en lugar de cuatro. Seis años, que empatan –extrañamente, se diría con cierta ingenuidad– el periodo de ejercicio de aquel funcionario judicial con el del Presidente de la República en turno. Esta rareza —digámoslo así— hace sospechar que el autor de la iniciativa y sus favorecedores pretenden formalizar una “mancuerna” entre los dos poderes de la nación.
Ya dije que el albazo prohijado por la oscura iniciativa senatorial ha provocado una reacción adversa generalizada. Adversa tanto en lo que respecta a sus efectos inmediatos, manifiestamente inconstitucionales, como en lo que pudiera corresponder a sus implicaciones futuras, si se acepta que un cambio de esta ralea puede crear un precedente que infecte otros ámbitos de la Constitución y aloje tentaciones autoritarias que desde ahora podemos prever y debemos evitar.
En meses pasados se llevó adelante una reforma constitucional que tocó diversos extremos del Poder Judicial de la Unión. Sin perjuicio de las opiniones favorables y desfavorables que suscitó ese proceso de reforma, resulta obvio que fue la oportunidad natural para alojar cambios de mayor cuantía en la organización y el funcionamiento de la Suprema Corte. No fue así. Jamás se abordó, ni remotamente, la duración del periodo presidencial en el alto Tribunal, que entonces habría sido tan improcedente como lo es ahora. Tenía que venir otro proceso legislativo, de menor alcance —pero ya estamos viendo que de mayores consecuencias—, para introducir por la puerta trasera esta “bomba de tiempo” en la organización judicial federal.
Ya mencioné que el traspié legislativo no fue repudiado en todos los medios. Hubo uno que lo celebró. La deplorada reforma que autorizó el Senado de la República fue saludada con verdadero beneplácito por el titular del Ejecutivo, que proclamó —con la sonrisa acostumbrada en su foro mañanero— la confianza que le merece el presidente de la Suprema Corte de Justicia y la conveniencia de que éste prolongue su mandato en aras de la feliz culminación de la reforma judicial en marcha. Estas expresiones del titular del Ejecutivo avivan el fuego que ha llegado a nuestra Constitución, mellan la división de poderes y dejan en muy mal trance al propio presidente de la Suprema Corte de Justicia, ajeno —así lo ha manifestado implícitamente el Consejo de la Judicatura Federal— al disparate que contraviene el artículo 97 constitucional.
En la discusión acalorada que provocó la asonada inconstitucional, también se han elevado varias voces —a las que quiero agregarme— que dejan la grave responsabilidad del entuerto en quien lo promovió y lo suscribió, y liberan de aquélla al presidente de la Suprema Corte, personalmente. Este alegato se funda en la dignidad del jurista que hoy ejerce ese cargo, su amplio conocimiento del Derecho constitucional y sus antecedentes como magistrado respetuoso del Estado de Derecho.
Por el bien de la República y sus instituciones, y por el bien de las personas que lo merecen, esperamos que este agravio a la Constitución sea oportuna y enérgicamente rechazado y que responda por él quien deba asumir tan grave responsabilidad.

