“Todos venimos motivados por la ilusión de ganar dólares, tener una camioneta nueva y ¿por qué no? hasta de casarnos con una güerita”, dice Raúl, pero muchas veces esas ilusiones se frustran por algún problema, y no con inmigración, sino que a veces los mismos paisanos de uno, no pueden ver el éxito del compadre.

Muchas veces los inmigrantes se vienen en grupo, dodos del mismo pueblo, o colonia, trabajan en el mismo lugar, motivados por uno que los llamo porque el patrón necesitaba más trabajadores que se conformaran con el mismo sueldo, sin horas extras, sin beneficios, lo cual la gente indocumentada acepta feliz sin pensar que algún día la edad y las malpasadas sin comer le pueden cobrar con la salud explica Raúl que conoce muy de cerca el caso de Ana y Alfredo:

Alfredo encontró un trabajo en un restaurant de lujo, al percatarse del buen negocio que este significa, le llamo a su papa y sus hermanos en Michoacán, mientras tanto fue ahorrando dinero para hacer su propio restaurant.

Al llegar la familia los metió a trabajar con él mientras fueron reuniendo el dinero, cuando tenían descansos salían a buscar en centros comerciales un local, hasta que llegaron a una tienda mexicana a preguntar cuanto pagaban de renta.

Ana comenta que el propietario los recibió muy amable y les dijo que las rentas eran muy elevadas, y que el local que estaba disponible ya estaba apartado, simultáneamente les ofreció  al fondo de la tienda un espacio para que montaran su restaurante, les ofreció venderles la verdura y los ingredientes más baratos, y como Ana y Alfredo estaban desesperados porque la familia iniciara en el negocio aceptaron, dando cinco mil dólares de depósito y de inmediato fueron a comprar un refrigerador y estufa comercial.

Ana dice que todos sabían cocinar platillos regionales, e hicieron una carta muy variada de acuerdo a las épocas, con caldos de res, pollo, pescado y el tradicional mole de olla. Sin faltar la barbacoa, carnitas, tacos, tortas y tamales.

El dueño del local estaba más que feliz pues sus ventas crecieron y al ver tan ocupados a los miembros de la familia Hernández, les ofreció que les ayudaran sus hijas, lo cual aceptaron inocentemente, sin percatarse que las hijas aprendieron a hacer todas las recetas.

A los cinco meses el propietario de la tienda les sube la renta de cinco mil a 6500 dólares, argumentando que se la habían subido a 12 mil dólares, y que él había tenido que pagar los permisos de una campana tipo chimenea de metal para que saliera el humo de lo que se cocinara.

Como todo iba tiempo en popa, los Hernández aceptaron el aumento y pagaron,  pero al llegar diciembre se desocupo otro local en el mismo complejo comercial, y en un descanso Alfredo y su papa salieron a caminar y se metieron a preguntar cuanto cobraban de renta, a lo que el agente de bienes raíces, que era bilingüe les dijo que cuatro mil dólares, y si les interesaba de inmediato, les bajaba el precio a tres mil 500, Alfredo se frustro demasiado al ver el abuso del dueño de la tienda que les rentaba casi al doble, además les vendía todos los productos.

Por la noche hablaron todos los hermanos y el papa, para encontrar una solución, y decidieron enfrentar al propietario de la tienda al día siguiente. Al hacerlo el hombre mintió diciéndoles que los habían engañado, ese día trabajaron el restaurante, pero bajo un ambiente muy tenso.

Alfredo explica que al día siguiente el propietario del local había cambiado las cerraduras y a la mañana siguiente los Hernández no pudieron entrar a operar su negocio. Al llegar el propietario de la tienda les dijo que el inexistente contrato había vencido y que iba a llamar a la Policía, dado que los permisos y todo estaba a su nombre. “Ustedes no tienen nada aquí, así que si no se van llamare a la policía para que los detenga”, temerosos de ser indocumentados y perder los cien mil dólares que habían ahorrado, decidieron regresar al apartamento.

Consultaron a un abogado, quien les dijo que al no tener ningún permiso o recibo a nombre de ellos, era sumamente difícil confrontar la versión del propietario de la tienda quien no solo se quedó con todo, sino que continúo operando el restaurante.

Los Hernández de Ciudad Hidalgo, Michoacán, al ver que un paisano de Tierra Caliente los había estafado, decidieron regresar cada uno llevando consigo la cantidad de diez mil dólares que permite el gobierno, mientras que Ana y su hermano Alfredo se quedaron en Atlanta, para buscar más opciones legales y seguir trabajando.

Ana dice que fue tanto el estrés que su hermano Alfredo acumulo, que se volvió diabético y al paso de los meses le dio un derrame cerebral que le afecto la movilidad y varios órganos. “Pese a que por muchos años fue supervisor, de la cadena de restaurantes, no hicieron nada por él, y como no tiene seguro médico le pedí a la ambulancia llevarlo al Hospital Grady, el público, donde con muchos trabajos me lo aceptaron y lleva varios meses de cirugías y terapias”, dice sumamente consternada Ana.

Reconoce que el venir en la busca del sueño americano se tornó en pesadilla para ella y toda su familia, y que los amigos y conocidos se desaparecieron por arte de magia, “bien dice el dicho: la gente quiere al árbol solo cuando ve que tiene fruta, antes ni se acuerdan de regarlo o podarlo”, asegura Ana que ahora lleva a su hermano en la silla de ruedas por doquier y tiene que asistirlo para todo.

Ana explica que de milagro viven, ella cuida niños y hace comidas para llevar, pero que el hospital es muy estricto para atender a su hermano Alfredo, ya que cada tres meses tienen que justificar que están sin ingreso fijo.

“Comemos gracias a que aquí cerca está el consulado de México y los empleados me piden comida para llevar, de otra manera no podría sostener a mi hermano, ni pagar la renta”, dice Ana sollozando pues su hermano esta tan delicado que no lo puede trasladar a México.

La pesadilla americana, también existe, asevera Ana, advirtiendo que no se queja “porque hay gente que ha tenido compasión de nosotros, principalmente iglesias, anglosajones, los empleados del consulado de México, pero aprendimos que contratistas, propietarios de tiendas, todos ellos mexicanos, solo explotan a la gente sin importarles nada”.

Ahora con la pandemia, en el Consulado General de México en Atlanta, me han dado despensas, y los empleados que no han trabajado por tener que quedarse en casa, me han dado el dinero de lo que consumían comúnmente. Ana Hernández, no ha dejado de trabajar en lo que puede, mientras su hermano que fue el pionero del proyecto de abrir un restaurante familiar, tristemente se debate entre sus intentos de moverse y poder sincronizar palabras para decir una frase.

El Otro México también lo habitan inmigrantes con problemas y muchas dificultades, son pocos los que logran sobresalir y lo triste es que los mismos paisanos de uno, muchas veces están viendo ante las barreras del idioma, cómo sacar ventaja de otros.