Debo manifestar, de entrada, que nada está más lejos de mi intención al elaborar este artículo acerca del desafuero del gobernador de Tamaulipas que pronunciarme sobre la responsabilidad penal de ese funcionario. Esta definición se halla en manos de las autoridades competentes, sin perjuicio de las libres expresiones formuladas, con pleno derecho, por opinantes que sostienen pareceres diversos y encontrados acerca de esa responsabilidad. El tema pertenece al orden penal y será en él donde se dirima y resuelva. Tampoco analizo el tema desde la perspectiva partidista de quienes se hallan, visiblemente, en cada uno de los extremos de la contienda política. Dejo esta obvia tensión fuera de mis “apostillas”.
Lo que me llama la atención sobre este caso es la interpretación que se ha dado al quinto párrafo del artículo 111 constitucional en lo que concierne a la subsistencia o la privación del fuero que ostenta el gobernador de una entidad federativa al que se imputa la comisión de delitos previstos por normas federales, asunto que interesa desde una perspectiva jurídica y que tiene, es obvio, resonancias políticas.
Vale recordar que el Título Cuarto de la Constitución General de la República –un texto normativo que abarca tanto temas de orden federal como asuntos de orden local– se refiere a las responsabilidades de los servidores públicos en diversos ámbitos: político, penal, administrativo, civil. Esta materia figura en otras constituciones nacionales o en leyes secundarias de diversos países. Es una cuestión relevante y delicada que merece cuidadosa regulación legal. Tiene que ver tanto con la persecución de conductas ilícitas, como con la protección legítima a quienes ejercen cargos públicos y pueden quedar a merced de imputaciones de diverso carácter –con graves consecuencias–, e igualmente con las fronteras que deslindan atribuciones de distintos órganos del Estado constitucional de Derecho.
Aquí hay que distinguir entre lo que se denomina responsabilidad política, que determina el juicio político del funcionario y puede culminar en la remoción del cargo y la inhabilitación para el ejercicio de funciones públicas, como consecuencia de conductas reprobables que no necesariamente constituyen delitos, y la llamada declaratoria de procedencia que implica la remoción del fuero del funcionario a quien se señala como responsable de un delito. La Constitución otorga a ciertos funcionarios de alto rango una protección especial, el denominado fuero, que consiste en una inmunidad temporal y condicionada con respecto a procedimientos penales que podrían culminar en la aplicación de una condena de este carácter. Esa inmunidad puede ser removida por la Cámara de Diputados a través de la “declaratoria de procedencia”, sujeta a reglas determinadas por la propia Constitución, más allá de los puntos de vista personales o partidistas de individuos o grupos políticos.
He referido lo anterior para ocuparme en seguida de los términos en que se ha planteado el desafuero –remoción de inmunidad– del gobernador de Tamaulipas y del marco jurídico en el que se llevado adelante el correspondiente procedimiento. Lo hago –insisto– desde una perspectiva esencialmente jurídica, aunque no ignoro, porque sería ingenuo hacerlo, las implicaciones políticas de un procedimiento de este género, en todo tiempo y particularmente en una época de intensas tensiones políticas que corren en el cauce del proceso electoral en marcha.
Mencioné que el procedimiento conducente al desafuero de un gobernador se halla previsto en el Título Cuarto de la Constitución. Ahora bien, este Título fue reformado a fondo en 1982, a partir de una iniciativa del presidente Miguel de la Madrid. El proyecto que finalmente prosperó procuró satisfacer diversas necesidades: por una parte, evitar la impunidad de los responsables de hechos ilícitos (recuérdese que entonces se aludía centralmente a la “renovación moral de la sociedad”), y por la otra llevar adelante los procedimientos correspondientes a esa responsabilidad dentro de un marco constitucional que considerase las particularidades de nuestro sistema federal.
La iniciativa del presidente De la Madrid se presentó al Senado de la República –primer escalón en el trámite ante el Constituyente Permanente o Poder Revisor de la Constitución– el 3 de diciembre de 1982, pocos días después de que aquél asumiera la titularidad del Poder Ejecutivo. Esta iniciativa no incluyó el texto que finalmente adoptaría el Congreso con respecto a los funcionarios locales (los gobernadores, entre ellos) que infringieran leyes penales federales. El proyecto presidencial fue dictaminado en la Cámara de Senadores el 11 de diciembre de 1982 por varias Comisiones parlamentarias: Primera de Puntos Constitucionales, Primera de Justicia, Segunda de Gobernación y Primera Sección de Estudios Legislativos.
El dictamen de los senadores introdujo en el proyecto legislativo la fórmula que actualmente se recoge en el quinto párrafo del artículo 111 de la Constitución (que es el tema controvertido en estos días) a propósito de la remoción del fuero de los gobernadores (y otros funcionarios locales), que no figuraba, como ya dije, en la iniciativa presidencial. La fórmula incorporada en el dictamen se refiere a las facultades de las Legislaturas Locales para disponer lo conducente una vez que se ha pronunciado al respecto la Cámara de Diputados en sentido adverso al gobernador cuyo fuero se halla sujeto al examen parlamentario.
El dictamen de los senadores contiene referencias que ilustran claramente sobre el carácter de la decisión de las Legislaturas locales y el efecto que ésta puede tener con respecto al tema ventilado ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión. Dijo aquel dictamen, pieza central en el proceso de la reforma constitucional a la que me estoy refiriendo: “la declaratoria de procedencia (dictada por la Cámara de Diputados) será para el exclusivo efecto de que se comunique a las legislaturas locales y éstas, en ejercicio de sus atribuciones, procedan como corresponda”. El dictamen agregó, para explicar la propuesta de sus autores (que sería acogida favorablemente por el Senado en pleno): con la redacción propuesta se evita la impunidad de las autoridades locales que incurren en delitos del orden federal, “pero, en lo que a ellas corresponda, con el más absoluto respeto al pacto federal, la declaratoria de procedencia que emitiere la Cámara de Diputados, no removería el obstáculo procesal (es decir, no privaría de fuero al funcionario), sino dejaría a las legislaturas locales la determinación correspondiente”. Concluido el dictamen, pasó al pleno del Senado.
Ese dictamen, cuyo sentido fue muy claro, se analizó en el Pleno el 14 de diciembre de 1982. En nombre de las comisiones dictaminadoras fue a la tribuna el senador Mariano Palacios Alcocer, quien reiteró el significado de la estipulación introducida por las comisiones en la propuesta presidencial, aludiendo tanto al juicio político como a la declaratoria de procedencia, puesto que aquella estipulación abarcaba ambos casos. Dijo el senador que la iniciativa se proponía combatir la impunidad de los funcionarios locales, en su caso, “pero siempre y cuando –señaló– se entiende en las dos hipótesis enunciadas que se debe respetar la soberanía de los Estados; que las declaraciones de sentencia en el Senado en materia de juicio político y las declaraciones de procedencia de la Colegisladora en materia de responsabilidad penal no tendrán más que un carácter eminentemente declarativo y se deje así abierta la posibilidades de que sean las legislaturas de los Estados, fieles representantes del pueblo y la soberanía de las mismas, quienes actúen de acuerdo con las disposiciones conducentes”.
También parece muy clara la explicación de Palacios Alcocer, en nombre de las comisiones, acerca del significado de la adición propuesta por éstas en lo relativo al procedimiento contra gobernadores (y otros funcionarios locales) y a la naturaleza y alcance tanto de las decisiones de la Cámara de Diputados como de las Legislaturas locales. Por lo demás, resulta natural esta posición del Senado si se toma en cuenta –como es preciso– el papel de esa Cámara en la tutela del Pacto Federal acogido en la Constitución de la República. El Pleno aprobó los términos del dictamen por 57 votos favorables.
Cumplida la etapa de la reforma en el Senado, la minuta llegó a la Cámara de Diputados, como órgano revisor. Emitieron dictamen las Comisiones Unidas de Gobernación y Puntos Constitucionales y de Justicia el 18 de diciembre. En el dictamen de los diputados se aludió naturalmente a la novedad incorporada por los senadores en el artículo 111, que se consideró “congruente con el espíritu de la iniciativa en el sentido de que la declaratoria de procedencia solamente tendrá el efecto de que se comunique a las Legislaturas de los Estados, para que las mismas procedan como corresponda en ejercicio de sus atribuciones”.
En el debate en el Pleno de los diputados algunos legisladores del PSUM y del PAN objetaron ciertos aspectos del proyecto, pero no lo relativo a la declaratoria de procedencia relacionada con servidores públicos locales. En esta Cámara la propuesta de reforma constitucional fue apoyada por 313 votos favorables (en lo general) y 10 en contra, referentes a artículos impugnados, que no conciernen al tema que estoy examinando. Una vez que se pronunciaron favorablemente dieciocho Legislaturas de los Estados (más de la mayoría requerida por la Constitución para aprobar una reforma constitucional) entró en vigor la reforma al Título Cuarto.
Agreguemos que los términos adoptado por la Constitución se reflejan bien en la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos, tanto en el último párrafo del artículo 24, relativo al juicio político, como en el artículo 28, concerniente a la declaratoria de procedencia cuando se trata de procedimientos de carácter penal (por delitos federales atribuidos al funcionario estatal): esa declaratoria “se remitirá a la Legislatura Local respectiva, para que en ejercicio de sus atribuciones proceda como corresponda y, en su caso, ponga al inculpado a disposición del Ministerio Público federal o del Órgano Jurisdiccional respectivo”.
Queda claro que el papel de la Legislatura local no se reduce a homologar automáticamente la decisión de la Cámara de Diputados, sino incluye la facultad de resolver sobre el desafuero mismo. En otros términos, la decisión final de desafuero se perfecciona con dos voluntades, que deben coincidir: la de aquella Cámara federal y la de la Legislatura local. Si la decisión local coincide con la adoptada por el Congreso de la Unión, el funcionario quedará privado de la inmunidad constitucional y se llevará adelante el proceso penal en su contra, una vez removida la inmunidad que lo impedía. Si la determinación local difiere de la federal, subsiste la inmunidad del sujeto y habrá que aguardar al término del mandato para dar marcha al procedimiento penal. No sobra insistir en que este papel concurrente de las autoridades legislativas federal y local se halla previsto en la Constitución General de la República. En consecuencia, no es razonable decir que el órgano legislativo local se impone al federal o prevalece sobre éste. Cada uno tiene su propia competencia, que ambos cumplen al amparo de la Constitución.
Cuando se llevó a cabo la reforma al Título Cuarto de la Ley Suprema, en diciembre de 1982, yo me desempeñaba como procurador general de la República. El Senado me convocó a comparecer ante el Pleno para explicar, con autorización del Ejecutivo, la amplia reforma jurídica que se había planteado a esa Cámara y que abarcaba diversas iniciativas, además de la que estoy comentando. Comparecí el 27 de diciembre.
Consciente de que el Senado había complementado la iniciativa presidencial en la materia que estoy mencionando, iniciativa que no incluía el actual párrafo quinto del artículo 111, expresé en el Pleno que las normas constitucionales, modificadas por esta Cámara, “han precisado de una vez, para ahuyentar difíciles interpretaciones, la solución al problema de los funcionarios locales –gobernadores, diputados ante las legislaturas estaduales y miembros de la judicatura–, con prudente equilibrio entre dos principios que requerían atención y conciliación: por un lado, la sanción a los servidores públicos, que no pueden sustraerse al imperio de las leyes federales ni al cuidado y respeto escrupulosos que amerita el manejo de fondos de la federación, que son, en esencia, recursos del conjunto nacional; y por otro lado, la pertinencia de que los cuerpos políticos federales no priven a los Estados, así sea por motivo de grave infracción, de las autoridades que éstos se han dado, dentro de la autonomía de que gozan en el seno de la Unión. Ante el Congreso Federal se ventilan lo mismo el juicio político que el régimen de procedencia, en la hipótesis, éste, de delitos comunes, pero es el Congreso local quien en definitiva resuelve, como debe, acerca de la remoción del funcionario o de su entrega a la justicia ordinaria”.
La misma opinión, en esencia, han expresado otros analistas del texto constitucional. Es el caso del profesor Jesús Orozco Henríquez, investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y expresidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Este catedrático manifiesta en su comentario sobre el artículo 111 constitucional que “se confiere a las Legislaturas locales la decisión última sobre la conveniencia o no de satisfacer el requisito de procedibilidad en contra de un alto servidor público estatal por un presunto delito federal. Es claro que, en última instancia y en el supuesto de que la Legislatura local resuelva negativamente, no significa la impunidad del inculpado, pues de acuerdo con la Constitución y como se apuntó, la imputación podrá continuar su curso cuando el servidor público haya concluido su encargo”.
El quinto párrafo del artículo 111 constitucional dice lo que dice, verdad de Perogrullo. Satisface a algunos e incómoda a otros. Éstos lo interpretan conforme a su gusto o a su interés. Pero los términos del precepto vigente son claros y deben ser atendidos literalmente, aunque ya tenemos experiencia reciente sobre interpretaciones que desatienden la letra y el propósito de un texto constitucional, como ocurrió con la solicitud de llevar a cabo una consulta acerca de la responsabilidad penal de funcionarios del pasado, que se apartó notoriamente de lo dispuesto por el artículo 35, fracción VIII, apartado 3º de la Constitución, o con la inclusión de un extravagante artículo décimo tercero transitorio en el decreto de reformas de la Ley Orgánica de la Federación, que contraría flagrantemente el cuarto párrafo del artículo 97 constitucional. Si estas normas supremas estorban, habría que reformarlas; pero mientras esto no ocurra, hay que acatarlas. De lo contrario se lesiona el Estado de Derecho en uno de sus principios característicos: la supremacía de la Constitución.

