En este artículo me ocupo de un asunto relevante para los mexicanos, tratado con abundancia de opiniones hace algunas semanas y luego aplazado por otros acontecimientos, que dominaron nuestra atención. Hoy, ese asunto ha regresado al escenario. Aludo al artículo 13 transitorio de la nueva Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, que debe ser rechazado por su flagrante inconstitucionalidad. Lo que se halla en juego es la vigencia del Estado de Derecho, la división de poderes y la suprema autoridad de la Constitución. Nada menos. Nuestra Suprema Corte resolverá.
Un senador cuyo nombre no retuve, investido con las atribuciones que le confiere la Constitución, resolvió volverse contra ésta y engendrar una fruta envenenada. El parto tomó por sorpresa a algunos legisladores (que se hallaban distraídos, ¡válgame Dios!) y persuadió a otros, ignorantes o convencidos. Fue así que el Senado aprobó inesperadamente, por mayoría de votos, la oscura adición de un artículo décimo tercero transitorio al proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación.
No sabemos —y probablemente no sabremos— si aquella fruta y el veneno que inoculó al orden jurídico mexicano provienen solamente del senador que promovió formalmente la adición, o tienen autores intelectuales que mantienen a salvo su identidad, por prudencia o por vergüenza. El Consejo de la Judicatura Federal, que encabeza el presidente de la Suprema Corte, manifestó que este desaguisado no provenía de dicho Consejo. En consecuencia, aquél es ajeno a la iniciativa senatorial. Subsiste, pues, la interrogante sobre la autoría intelectual de la adición. Sea lo que fuere, avanzó el artículo 13 transitorio de la Ley del Poder Judicial.
Cuando se hizo público el atropello cometido, surgió una vigorosa opinión condenatoria de la fruta envenenada. Muchos juristas y amplios sectores de la sociedad condenaron el entuerto, ya enfilado hacia la Cámara de Diputados. En ésta hubo un debate somero y acalorado, que no alcanzó a detener el engendro legislativo que lesiona al Poder Judicial. El Ejecutivo, por su parte, batió palmas ante la reforma inconstitucional y anunció los extraños motivos de su complacencia. Cumplido el procedimiento ante el Congreso, la nueva Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación se publicó el 7 de junio de 2021 y entró en vigor al día siguiente de esa publicación (artículo primero transitorio). Así, ha ingresado al orden jurídico la infección que representa una norma inconstitucional, vigente en este momento.
El precepto impugnado amplía —a despecho de la Constitución— el ejercicio del presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y de los integrantes del poderoso Consejo de la Judicatura federal, del que depende, en buena medida, la integración del Poder Judicial a través del nombramiento de jueces y magistrados. En el debate acerca de esta disposición se han expuesto diversos comentarios sobre la actitud del presidente del máximo tribunal y la decisión que éste debe adoptar frente a la norma inconstitucional. El ministro presidente, que guardó silencio inicial y expresó sus razones para mantener esta distancia con respecto a la norma cuestionada, ha decidido someter al pleno de sus colegas la determinación que merezca el engendro al que me vengo refiriendo.
Antes de analizar la disposición cuestionada, deseo exponer algunas consideraciones sobre el papel de la Suprema Corte y la figura de su presidente. En este tiempo de turbulencia, cuando abundan los disparates y las ocurrencias del Ejecutivo, celebradas a coro por una facción del Congreso —y no siempre detenidos por las otras—, el Poder Judicial se mantiene como reducto de la legalidad y la cordura. Lo han acreditado varios juzgadores, que resistieron las acometidas del Ejecutivo y están pagando —en un mar de denuestos— el precio de su integridad. Ha sido el caso de diversas decisiones en materia de amparo y sobre todo determinaciones de suspensión provisional o definitiva. Hay grandes expectativas acerca de la firmeza de las instancias judiciales frente al poder omnímodo que se ha desplegado en los últimos tiempos.
Por lo que hace al presidente de la Suprema Corte, mantengo mi convicción de que cuando llegue el momento asumirá el deber que le impone su elevadísima encomienda, sin miramiento hacia el origen de la reforma y hacia la adhesión que a ésta brindó el celebrante de Palacio Nacional. Esa convicción no es gratuita: se funda en el talento, la capacidad profesional y la entereza que reconozco en el presidente del alto tribunal. No considero que estos méritos se vean necesariamente empañados por las expresiones del presidente de la República, único responsable de los puntos de vista que ha expuesto en torno a este asunto. Desde luego, esas expresiones han sido lamentables y no abonan a la separación de poderes y a la independencia judicial.
Ahora resumiré en pocas palabras el fondo de esta cuestión. El cuarto párrafo del artículo 97 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos —a la que solemos denominar ley suprema o ley fundamental, para mostrar su predominio sobre cualesquiera otras disposiciones jurídicas— indica con absoluta claridad que el presidente de la Suprema Corte durará en este desempeño cuatro años, y nada más, al cabo de los cuales los integrantes de la Corte elegirán a quien deba sucederlo. La facultad de elección del presidente de ese Tribunal corresponde única y exclusivamente a los ministros. Por su parte, el quinto párrafo del artículo 100 de la misma Constitución, relativo a los integrantes del Consejo de la Judicatura Federal, previene el tiempo que les corresponde para el ejercicio de su función: cinco años, y ya. Estas son las normas de más alto rango, atacadas —no acatadas— por el legislador, con aplauso del Ejecutivo de la Unión.
Ahora bien, el fruto envenenado que se incluyó en la nueva Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación se ha apartado de los imperativos constitucionales. Esa reforma dispone una ampliación de dos años —que resulta inconstitucional— en el mandato del presidente de la Suprema Corte. De ser así, su permanencia en el cargo coincidiría con la que resta al presidente de la República, que aplaudió la oscura reforma de marras. El artículo al que me vengo refiriendo también dispone —con quebranto de la Constitución— la extensión del tiempo de ejercicio de los miembros del Consejo de la Judicatura Federal.
Es notorio que el exabrupto legislativo entraña una lesión al principio de división de poderes, piedra angular del Estado en una república constitucional. No digo que el Congreso se deba abstener de legislar en asuntos concernientes al judicial. Digo, sin vacilación, que la forma en que lo hizo afecta frontalmente al Poder Judicial de la Unión. No sobra invocar la experiencia de la reciente reforma judicial constitucional, en la que fue el propio Poder Judicial quien planteó al Legislador, con firma del Ejecutivo, las novedades que convendría incorporar en la organización y las competencias del aparato judicial. Este proceso, muy reciente, hubiera ofrecido la oportunidad de ajustar (con dudosa eficacia, si se toma en cuenta el principio de irretroactividad de las leyes) la duración del desempeño del presidente de la Corte y de los miembros del Consejo de la Judicatura. Pero en dicho proceso no se planteó ninguno de los cambios que estoy comentando.
De esta suerte, ha ocurrido una flagrante colisión —que advertirá cualquier lector— entre la ley suprema y la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, infectada por el fruto alumbrado —mayor lumbre no podría haber— por iniciativa de un representante popular que arremetió contra la Constitución, no obstante haber prometido cumplirla y hacerla cumplir. Sus compañeros del camino también han vulnerado la ley fundamental.
Es obvio que podríamos hacer muchas consideraciones más acerca de este engendro legislativo, del que se han ocupado a fondo —tirando a matar— numerosos analistas. La inconstitucionalidad es notoria, grosera, inaceptable. Pero no puedo abundar aquí en esas otras consideraciones que constituirían el contexto y las implicaciones del paso en falso que aventuró nuestro legislador. Ahora hay que ver cómo se expulsa la disposición inconstitucional a través de procedimientos legales que la envíen al arcón donde reposan los capítulos negros de la historia.
Para operar esa expulsión se han mencionado dos vías. Una de ellas es la sabida acción de inconstitucionalidad que puede promover ante la Suprema Corte un tercio de los integrantes de una Cámara del Congreso de la Unión. Esta vía se consagra en el artículo 105 de la ley suprema —todavía “suprema”, creo yo— y ha sido transitada en otras ocasiones. Cuenta con un procedimiento regulado por ley reglamentaria y culmina, cuando así procede, en una declaratoria de inconstitucionalidad sustentada en el voto de por lo menos ocho ministros de la Suprema Corte (compuesta por once ministros). Si existe ese rechazo por mayoría calificada, la disposición cuestionada pierde validez y queda excluida (expulsada) del orden jurídico mexicano.
El otro medio que se ha mencionado como vía practicable para que la Suprema Corte de Justicia se pronuncie sobre el desacato cometido al incluir la norma espuria en la Ley Orgánica del Poder Judicial, fue mencionada y abierta en estos días por el presidente de la Suprema Corte. Se actúa a través de la denominada consulta a trámite prevista por los artículos 11, fracción XVII, y 14, fracción II, de la citada Ley Orgánica. Procede esta consulta para dirimir una controversia entre las Salas de la Suprema Corte y dentro del Poder Judicial sobre los artículos 97 y 100 (entre otros) de la Constitución; o bien, cuando el presidente del alto tribunal estima dudoso o trascendente el trámite de un asunto de la competencia de la Corte, y por ello decide someter el asunto a la reflexión de un ministro que actuará como ponente para llevar el caso a la consideración del pleno de aquélla.
Según la información de la que dispone un lector de noticias, como yo, no se produjo una controversia en el seno del Poder Judicial ni alguna duda acerca del trámite pertinente en la materia que vengo comentando, que son las hipótesis de la consulta a trámite. En todo caso, ya se han dado los primeros pasos de la consulta. Ésta determinará planteamientos del ministro ponente y decisiones del Pleno. Creo que el pronunciamiento del alto tribunal se desenvuelve, lógicamente, en dos etapas: la primera, que puede ser de cierre, tiene que ver con la pertinencia de la consulta a la luz de los supuestos que pueden sustentarla, mencionados puntualmente en los citados artículos 11 y 14 de la Ley Orgánica del Poder Judicial; la segunda se referirá, en su caso, al fondo de la consulta y culminará en la decisión que corresponda a juicio del tribunal: la norma es constitucional (pero no lo es, en mi concepto) o se encuentra viciada de inconstitucionalidad (como en efecto ocurre, a mi juicio). Hasta donde llega mi conocimiento, no hay disposición constitucional o reglamentaria que permita la expulsión de la norma inconstitucional del orden jurídico mexicano a través del procedimiento de consulta —sea por mayoría simple de votos, sea por mayoría calificada—, como sí la hay en el supuesto de una acción de inconstitucionalidad.
No puedo anticipar el resultado que surgirá de esta encrucijada en la que nos colocó el desatino legislativo. En todo caso, creo que los legisladores —es decir, ese tercio de legisladores previsto por el artículo 105 constitucional— deben plantear ante la Suprema Corte una acción de inconstitucionalidad, sin perjuicio de que en el seno de la Corte se lleve a cabo, en la forma que he mencionado, una consulta a trámite. Aquéllos han de considerar que corre el plazo para hacerlo. Urge, pues, dar el paso hacia la purga legal. Si prospera —como debiera prosperar— la acción de inconstitucionalidad, atendida por ocho o más ministros que de esta suerte habrán velado por el Estado de Derecho y la supremacía constitucional, el fruto envenenado tendrá el claro destino que merece: declarada su invalidez, saldrá por la borda para hundirse en definitiva. No habrá aplauso del Ejecutivo, pero lo habrá de la historia, que no es poca cosa cuando se trata de amparar a la nación y mantener incólume su Constitución.
Estemos atentos a la deliberación de los ministros. Es clarísima la infracción constitucional. La colisión de normas se halla a la vista, para cualquier lector. Sin embargo, se trata de un tema delicado que seguramente atraerá reflexiones muy cuidadosas por parte de los juzgadores. Se hallan en una situación difícil —prueba de fuego, diría algún observador—, de la que saldrán airosos.
Creo que debemos aguardar la deliberación y la decisión de los ministros, sin perjuicio de ofrecer nuestros puntos de vista, como lo hice en otras ocasiones y lo reitero ahora. Obviamente, habrá que hacerlo sin caer en la ligereza en que incurrió—una vez más— el titular del Ejecutivo cuando aprobó por sí y ante sí la constitucionalidad del artículo transitorio, sustrayéndose al clamor desfavorable que éste suscitó y aduciendo consideraciones personales que no resuelven, en modo alguno, la cuestión de constitucionalidad. Mucho menos podríamos formular juicios tan amargos, ligeros e injuriosos como el que aquél funcionario proclamó al referirse a los integrantes de la Suprema Corte y considerar que ninguno, salvo el actual ministro presidente, podría asumir con dignidad la gran reforma judicial en marcha.

