El 1º de agosto de 2021 concluyó un capítulo y comenzó otro de la historia difícil que colma las horas inciertas de nuestra república atribulada. He multiplicado los calificativos, y aún podría añadir muchos otros sobre esta historia que se pretende construir a contrapelo de la cordura y a costa del futuro. Fuimos a las mesas de recibo –casillas, en el lenguaje general– a depositar nuestra “opinión” sobre una propuesta absurda. Acudimos a cuentagotas. No se produjo la avalancha oceánica que algunos supusieron y otros temieron. Fracasó el proyecto del Santo Oficio.
Vamos por partes en esta breve crónica de días muy largos. Recordemos los primeros episodios del capítulo que ha concluido. En las horas del gran arrebato, es decir, de la campaña presidencial del 2018, el candidato de MORENA proclamó la intención de someter a juicio a sus antecesores por los delitos que perpetraron. Se plantearía en consulta pública esta determinación ejecutiva. Al cabo de la consulta (cuyos resultados parecieron obvios) habría juicio penal, quizás con imputaciones específicas y pruebas a la mano. Pasaron los días, y el esforzado candidato mitigó la propuesta. Hizo ver que lo suyo no era la venganza y pareció abandonar su intención punitiva. La moderación cayó como agua fría en el ánimo de los vindicadores.
El candidato se convirtió en presidente de la República, con el bagaje de las promesas a cuestas y el compromiso de cumplirlas puntualmente. En algún momento reapareció la decisión de cazar a sus predecesores para imponerles las sanciones que merecieran sus fechorías. En aras de cierta democracia errática, el antiguo candidato y posterior presidente refirmó la sugerencia de llevar a cabo una consulta pública sobre esta intención punitiva. No sería él quien la promoviera, y en todo caso se pronunciaría en contra a la hora de exponer su propia opinión en las urnas abiertas para recibir la demanda del pueblo.
Las cosas no ocurrieron como las previó el autor de la iniciativa, y éste se vio en la necesidad de suscribir la solicitud de consulta punitiva en los términos previstos por la Constitución para estas cuestiones. Planteó ante la Suprema Corte de Justicia la pregunta que se dirigiría a los ciudadanos: ¿se juzgaría o no a los expresidentes de la República, cuyos nombres aparecieron en la pregunta, por los ilícitos que cometieron en el desempeño de su mandato? La Suprema Corte debía calificar la pregunta desde la perspectiva constitucional: ¿se ajustaba a los términos autorizados por la ley suprema, o se apartaba de éstos?
En ese momento se abrió un paréntesis –un suspense que nos tuvo en vilo, como en los mejores thrillers– en espera del parecer de la Corte, que encomendó a uno de sus integrantes formular la ponencia para la deliberación del Pleno. Ésta fue absolutamente adversa a la pregunta formulada por el presidente: era inconstitucional y debía ser rechazada. En ese momento –y desde antes, en previsión de avatares– se elevaron los argumentos de millares de opinantes y subió al cielo, tonante, el parecer del Ejecutivo: ¡ay de México si la Corte no aprobaba el enjuiciamiento de los expresidentes! El autor de la iniciativa, que de antemano reprobaba la debilidad en que pudieran caer los ministros, sería capaz de proponer una reforma constitucional para que progresara el enjuiciamiento de sus antecesores.
La Suprema Corte rodeó la pregunta del Ejecutivo, limando sus notorias asperezas por vicios de inconstitucionalidad, y reformuló la cuestión en términos que muchos observadores consideraron equívocos. El presidente de la República, autor genuino de la iniciativa, se dijo decepcionado por la reconstrucción que la Suprema Corte había impuesto a su propuesta original. Pero en todo caso, ya se contaba con una pregunta que someter a los ciudadanos. Había llegado el momento de que los legisladores se pronunciaran sobre el tema, conforme a sus atribuciones constitucionales, pronunciamiento que no llevó mucho tiempo.
Así las cosas, siguió el trámite de este asunto ante el Instituto Nacional Electoral, encargado de llevar a cabo la consulta. El INE había solicitado recursos para hacerlo, que no obtuvo nunca, pese a sus llamadas a la puerta de la misma Suprema Corte y de las autoridades hacendarias. Con todo, este órgano constitucional autónomo, al que el Ejecutivo ha combatido con infinita saña, emprendió y culminó el procedimiento de consulta. Desplegó más de cincuenta mil mesas de recepción –casillas– en todo el territorio nacional, convocó a decenas de millares de ciudadanos a cumplir su parte como autoridades de estas mesas y emprendió a punto el cómputo preliminar (luego, el definitivo) de las opiniones vertidas por la ciudadanía.
Fue así que comenzó y concluyó la jornada del 1º de agosto, en la que por primera vez se llevó a cabo una consulta en el marco jurídico de la materia (otras llamadas consultas, previamente practicadas, no cumplieron ni remotamente las condiciones constitucionales a las que debieron someterse). En los días anteriores a ese 1º de agosto, que ya figura en nuestra historia más animada, hubo nuevos y profusos debates acerca de la pertinencia de la consulta, la pregunta que se haría a los ciudadanos, las consecuencias que tendría, el despliegue logístico de las instancias electorales, su impacto sobre la tierna democracia que estamos construyendo contra viento y marea.
En ese mare magnum se alzó constantemente la voz imperiosa del Ejecutivo, que destacó dos puntos principales, entre otros. En primer término, la reformulación de la pregunta, para que quedara claro al pueblo de qué se trataba, qué pretendía el Ejecutivo y cuál sería el desenlace del proceso. No tuvo empacho en ignorar los términos de la pregunta aprobada por la Suprema Corte y referirse, con nombres y apellidos, a los justiciables de su preferencia. En segundo término, el cuestionamiento frontal a las autoridades electorales, reprochándoles no haber hecho lo que debían en cuanto a difusión de la consulta, dotación de casillas y ponderación de este proceso de democracia semidirecta que debía llegar al punto al que lo dirigiera el Ejecutivo. Ambas apreciaciones del poder omnímodo ondearon el día de la consulta y persistieron –subsisten, sin duda– al término de ésta.
La consulta no logró atraer a la muchedumbre que se esperaba. Sus resultados serían vinculantes si concurría por lo menos el cuarenta por ciento de los inscritos en el padrón electoral. Pero el domingo 1º de agosto sólo llegó a las mesas –casillas– el 7 por ciento, y un poco más, de ese padrón. Ni la imaginación más desbordante podría calificar a la consulta como exitosa, si se valora desde la perspectiva de su origen y de la iniciativa que la impulsó, aunque sea posible –lo ha sido– apreciar y aprobar su desarrollo en términos legales. No aparecen por ninguna parte esos “otros datos” que a veces bendicen, pero rara vez justifican, las decisiones del poder omnímodo: los números son abrumadores; números que reflejan el ánimo popular, más allá de cualquier cargo que se quiera hacer a los ejecutores de la consulta. De este ánimo podríamos ocuparnos en los días venideros. Hay mucho que explorar.
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Pero si aquí concluyó un capítulo de esta historia azarosa, también aquí se abrió otro –como dije al inicio de esta nota–, cargado de nubes muy oscuras. El notorio fracaso de la consulta no ha desarmado la mano que la impulsó ni archivado la ira y el resentimiento que movió esa mano. Quedan a la vista, inmediatamente, nuevos capítulos de la obra inconclusa. Por lo pronto, es posible que el naufragio de la pretensión de abrir procesos penales contra figurones del pasado, se sustituya con el montaje de comisiones de la verdad, a título de justicia alternativa. En nuestro país no existen las condiciones que en otros medios han inspirado las comisiones de esta naturaleza, pero puede existir –y creo que existe– la voluntad de mantener vivo el espectáculo a costa de lo que sea, y para ello es posible echar mano de aquéllas, que algunas voces han anunciado. En esas aras se arrojaría una leña cuyo fuego llegaría muy alto y duraría mucho tiempo.
Otro producto del fracaso de la consulta, en sí misma, es la reacción –plenamente advertida– contra quienes nuevamente cumplieron su deber en el marco de la ley, pero no de la voluntad omnímoda. Deben ser “chivos expiatorios”. En esta ara de sacrificios, se advierte la inminente arremetida –una más– en contra del Instituto Nacional Electoral, al que se atribuyen los pésimos resultados de la consulta. Es imposible –sería “contra natura”– que los promotores y defensores de la consulta admitieran, con honestidad intelectual, que este proceso se hallaba viciado de origen, formal y materialmente, y que su naufragio obedeció a la voluntad del pueblo, no a la escasez de urnas y a la carencia de difusión sobre este proceso. Difusión la hubo, amplísima, a cargo de numerosas voces promotoras, entre ellas la eminente voz presidencial, que se aplicó a fondo. Y la suficiencia de urnas queda de manifiesto si se advierte que en ningún caso se produjeron largas filas de votantes deseosos de depositar su opinión en las urnas; por el contrario, la magra asistencia se reflejó en mesas tan suficientes como desairadas.
En suma, hemos librado un episodio en la dura marcha de la democracia, pero cerrado aquél se abre inmediatamente otro que no será menos difícil para sostener el Estado de Derecho y los ideales de una verdadera democracia –que no es función de circo–. La posibilidad de que afrontáramos este nuevo episodio se advertía mucho antes del 1º de agosto. El Santo Oficio se mantiene activo.